Cristian Orellana - El Robo del Niño
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La detective salió a la calle y vio a su hombre yendo hacia el poniente. Ella tenía buen estado físico, pero la distancia era mucha. Mientras corría lo vio doblar en San Gumercindo, y cuando ella alcanzó esa esquina, el misterioso personaje había desaparecido. Podía haber bajado al metro, doblado en Patria Nueva hacia San Pablo o llegado a Walker Martínez. Demasiadas opciones como para arriesgar una persecución en solitario. La detective volvió desesperanzada, controlando su rabia y su cansancio. Además, debía disimular frente al ministro y al fiscal que se le acababa de escapar un posible sospechoso
Llamó a Mora.
–Señor policía científico, le pido que no se le olvide revisar la basura; está en unos contenedores en el costado poniente del edificio.
–Entendido, señora licenciada en Arte –respondió Mora.
Volviendo al museo se encontró con el comisario Ricardo Fuentes, jefe de la brigada, que arreglaba su peinado y ordenaba su ropa. Julia puso su mejor cara de circunstancias.
–¿Andaba paseando, detective? –preguntó Fuentes.
–Buscando pistas, comisario.
–Ojalá que haya encontrado algo, mire que parece que viene la tele y algo tenemos que informar al ministro.
–Briceño debe estar tomando declaraciones y Criminalística revisando el lugar. Pero entre nosotros, comisario, se trata de gente que sabía qué quería y cómo robarlo. No son domésticos. Es probable que sea gente de adentro, así que sugiero que diga lo de siempre.
–Ajá. Lo de siempre.
Ambos sabían que «lo de siempre» significaba hacer declaraciones a la prensa que no dijeran nada.
El comisario conversó con el ministro, el fiscal, la periodista de fiscalía y el director del museo, y minutos después hablaron a la prensa, que ya esperaba en el frontis.
–No se descarta ninguna hipótesis, y en este momento la policía está trabajando en varias líneas de investigación para dar con los responsables.
Ante cualquier pregunta, las respuestas eran:
–Eso es parte del secreto de la investigación.
–Tenemos un equipo altamente especializado en este tipo de delitos.
–No puedo dar mayores antecedentes.
Una vez terminada la ronda de prensa, Julia intentó hablar con el fiscal, pero éste se hallaba muy ocupado conversando con el director del museo y el mecenas. Por lo que escuchó, habían estudiado en la misma universidad, los atendía el mismo médico y sus hijos iban al mismo colegio. O algo así. Cuando finalmente se produjo un silencio, la detective se acercó a Toledo, se presentó e intentó resumirle los hechos, pero éste respondió:
–¿Dónde está el comisario? Tengo que darle instrucciones.
Julia lo acompañó donde su superior, porque ya sabía lo que iba a ocurrir. El fiscal iba a darle una serie de órdenes, pero Fuentes con un gesto le indicó a la detective:
–Ella trabaja en el caso.
Le agradeció con una leve sonrisa mientras el fiscal salía de su desazón.
–Mire, detective –comenzó Toledo–, no sé mucho de estas cosas de momias y museos, pero me entrega un informe lo antes posible y si necesita hacer algún procedimiento, me informa.
–Entendido, señor fiscal.
«Ignorante pero te deja ser», pensó la detective.
Julia aprovechó el momento para ir a los contenedores de basura. Mora y parte de su equipo ya estaban tomando muestras y revisando, lo cual la tranquilizó. Decidió ir a supervisar a su ayudante Briceño. Lo encontró algo aburrido en una sala lateral tomando declaraciones a gente que parecía ser el personal de aseo. Nombre, edad, lo que habían hecho el día anterior y si habían visto algo fuera de lo normal. Todo tranquilo, hasta que fue el turno de un trabajador de rasgos indígenas.
–¿Nombre?
–Augusto Ramos.
El rostro y la marcada pronunciación de las eses indicaron claramente que no era chileno.
–¿Peruano? –preguntó Briceño.
–Sí señor.
–Ya, dime dónde dejaste el mono que te robaste.
–Yo no he sido, solo trabajo acá…
–¡Detective! –llamó Julia–. Yo sigo tomando declaraciones. Descanse.
Algo confundido, Briceño abandonó el lugar. Ella continuó con el procedimiento. Quedaban solo unos pocos empleados. Notó que había testimonios de los científicos, administrativos y personal auxiliar. Una vez terminado, salió a buscar a su ayudante.
–¿Sabías que mi mamá es peruana? –le preguntó Julia a Briceño. Este palideció y comenzó a tartamudear una explicación.
–Mentira, es chilena –continuó la detective–. Pero olvídate de tus prejuicios mientras estemos trabajando. Y después también. Otra cosa: no tomaste declaración al mecenas Neumann ni al director.
–No lo consideré necesario, no me parecen sospechosos.
–Raúl, conoces los procedimientos, aunque no todos los respetan. Se interroga a todos. Si no son sospechosos, eso puede ser sospechoso.
–Voy a buscarlos.
–Briceño partió cabeza gacha mientras a Julia se le ocurría una idea. Sacó su celular y buscó un número mientras paseaba frente a unos primates embalsamados. Le envió un mensaje, pues sabía que la asesora de informática no siempre contestaba:
«Detective Rojas: Deja de stalkear jovencitos con blin blin haciendo ostentación de sus robos en Facebook y búscame en las redes sociales cualquier publicación relacionada con el Niño de El Plomo, la momia de El Plomo o lo que se le parezca. Mientras más extraña, mejor. Gracias. Nos vemos en la tarde».
Raúl Briceño volvió algo apesadumbrado: el director Iturriaga y el mecenas Neumann se habían ido arguyendo otros compromisos. Dejaron dicho, eso sí, que prestaban todo su apoyo en la investigación. Habría que concertar una entrevista para interrogarlos y eso podía tomar tiempo. Julia notó que su ayudante estaba triste; desde la mañana había cometido un error tras otro y tartamudeando explicaciones.
–Tranquilo, a todos nos pasa –le dijo Julia, y luego le susurró–: A mí se me escapó un sospechoso reciencito nomás.
Briceño la miró sorprendido y ella le explicó la persecución que había protagonizado un rato antes, la bolsa desaparecida y el misterioso recorrido del hombre.
–Pero puede haber sido solo un vagabundo asustado –la consoló el detective.
–Ojalá, pero acuérdate que todos son sospechosos.
Caminaron hacia la salida pero Julia retuvo a su ayudante.
–Dos cosas: lo de ahora queda entre nosotros…
–¿Y lo segundo?
–Hay un lugar donde siempre se encuentran las respuestas a todas nuestras preguntas.
–¿Cuál? –preguntó Briceño.
–Un lugar donde es cosa de buscar y aparece la solución ante nuestros ojos…
–¿Internet?
–No, pues. Donde puede estar la clave del caso…
–Ya pues, dime.
–La biblioteca.
Capítulo II
Donde revisan libros con guantes, conversan al lado de una ballena, más tarde Julia se ve a sí misma y una música la inspira.
Julia Delgado y Raúl Briceño entraron a la biblioteca y la encargada los miró con algo de sorpresa.
–Ya me tomaron declaraciones y anduvieron buscando pistas –dijo.
–Perfecto –respondió Julia–. Ahora necesitamos de su ayuda profesional. Queremos revisar toda la literatura sobre la víctima.
–¿Sobre quién?
–Sobre el Niño.
La bibliotecaria asintió y empezó a pasear de una estantería a otra sacando los documentos respectivos. Al parecer, se los sabía de memoria. Julia los iba a recibir pero Briceño la detuvo.
–Detective, los guantes –le dijo mientras él se ponía los suyos.
–Okey, a lavar loza.
Mientras estaban en eso, Briceño se adelantó y cogió un librito infantil de Ana María Pavez y Constanza Recart donde explicaban quién era y el significado del Niño del cerro El Plomo. La detective lo miró con cierto reproche, pero después le sonrió.
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