Marga Serrano - Más allá de las caracolas

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Más allá de las caracolas: краткое содержание, описание и аннотация

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Más allá de las caracolas trata de la evolución psicológica y espiritual de una mujer en la cuarta etapa de su existencia. En unas extrañas vacaciones, en las que nada sale como estaba programado, conoce una pequeña aldea, al otro lado del océano, que la atrapa emocionalmente, y siguiendo un fuerte e incomprensible impulso traslada su vida allí. Durante su estancia vive la experiencia de encontrar el amor verdadero, que puede surgir en cualquier lugar, con cualquier persona y cuando menos lo esperamos.A partir de esa experiencia vital, en la que no falta una oscura y enfermiza etapa de celos, producto de su inseguridad emocional y de problemas de su pasado aún no resueltos, comienza un camino de introspección y evolución que la lleva a conocer y tomar contacto con el mundo mágico al que, generalmente, no tenemos acceso, lo que le hace darse cuenta de que no solo es real lo que vemos o tocamos. Hay otras realidades que nos rodean, como una especie de multiverso individual, cuyo acceso solo es posible cuando se hace a través del corazón y la espiritualidad, que supera ampliamente cualquier sentimiento relacionado con las religiones. La protagonista, a través de un duro camino de lucha interior contra las malsanas inclinaciones del ego y contra su propia razón, finalmente accede también a un secreto ancestral que esconden los habitantes de la pequeña aldea, convirtiéndose a partir de ese momento en copartícipe y guardiana del mismo.

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El primer año se me pasó en un soplo. Entre las obras y los arreglos de mi hogar, comenzar mi huerto, hacerme con una docena de gallinas e irme familiarizando con sus costumbres y los giros o mezclas lingüísticas entre el castellano y su idioma, cuando me di cuenta estaba celebrando en el bar mi primer aniversario. Mi vida era muy sencilla: los quehaceres del día a día, pasear con Tao y Greta y leer; me traen los libros de la biblioteca del pueblo del mercado y a veces me acerco yo a por ellos. Cuatro mujeres de mediana edad se turnan en las labores de enseñar a los doce niños pequeños que hay en el pueblo. Paso bastantes ratos con ellas en la escuela, que no es otra cosa que un salón anexo al bar. Me sorprendió que todos los habitantes de la aldea supiesen leer y escribir. Pero además de leer y escribir e instruirles sobre las matemáticas más básicas y algo de geografía, literatura e historia, les enseñan lo más importante: cómo sobrevivir, cómo vivir sin depender de nadie de fuera en aquella dura tierra que han conseguido someter, generación tras generación, hasta lograr que el entorno se haya convertido en un aliado fiel que les permite vivir y alimentarse sin problemas.

Otras veces suelo tomarme un café en el bar y charlar con quien esté allí en ese momento. El cafetín es como la sala de estar y una especie de ayuntamiento o casa comunitaria de la aldea, así como la escuela y el lugar de las asambleas. Si hay servicios comunes, todos se llevan a cabo en las dependencias anexas al bar. Desde la instalación de las tres lavadoras hasta una cocina con dos grandes hornos, dos ordenadores, sobre todo para los más jóvenes, con un escáner y una impresora, y una pequeña biblioteca que me he encargado de ir aumentando, así como un pequeño almacén donde cada familia deposita sus excedentes y toma otros productos que ellos no hayan generado.

También hago fotografías, que empecé exponiendo en las paredes del salón colectivo para que se las llevasen si les gustaban. Después alguien pensó en enmarcarlas y tratar de venderlas también en el mercado. Y dicho y hecho. Al principio no fue muy bien, pero después de unos dos meses se vendían todas, cuyo importe iba a parar también a la caja común. Y hace un año también he empezado a escribir. Esto último ha sido una necesidad imperiosa, porque necesito comunicar y afianzar aún más lo que he sentido desde que llegué aquí. Necesito compartir el universo mágico y el amor que he descubierto en este lugar y que al principio hasta me hizo dudar de mi propia cordura. Pero ahora sé que la locura no ha invadido mi mente y que lo que he visto y he vivido es real, tan real como este minúsculo punto en el mapa, cuyo nombre no he dicho ni diré nunca, quizás para que el turismo de masas no llegue hasta aquí y con él la especulación capaz de arrasar cualquier enclave y finiquitar una forma de vida sin el más mínimo pudor; quizás por el respeto que profeso a su naturaleza y a sus misteriosas gentes; o quizás porque me he convertido en una guardiana más de sus secretos.

Sin embargo, sí que siento la necesidad de transmitir lo que he experimentado en estos cinco años, lo que he sentido al descubrir, poco a poco, otro mundo casi siempre invisible e inaccesible para el ser humano, pero que siempre, en mi interior, intuía que estaba ahí, rodeándome. Se puede sentir la vida, pero no la magia que transita por ella. Pero quien llega a sentir la energía de su hechizo, aunque sea una sola vez, nunca más volverá a ser la misma persona, ni volverá a sentir esa soledad que de vez en cuando nos invade, por muy acompañados o rodeados de gente que estemos.

Fue un proceso lento, turbulento e inquietante, porque poco a poco fui equilibrando mi inteligencia emocional y racional, removiendo muchas de mis creencias; porque fue como un proceso de iniciación que me preparó para mi contacto con otra dimensión de la realidad que, generalmente, no sabemos o no podemos ver.

EL ENCUENTRO

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Aún no les he contado que en la aldea reside también una enigmática mujer, una especie de curandera que ejerce de médico y hasta de jueza-psicóloga, muy buena, por cierto. La aldea entera la respeta profundamente. En cuanto a la salud, no sé si será ella y sus remedios con las hierbas «curalotodo» o el clima del lugar. Lo único que he comprobado es que es rarísimo ver a alguien enfermo hasta el punto de hacer cama. Es una aldea sana y he constatado que el índice de vida es el más alto de todo el país.

El censo de residentes no es fijo. Sin saber al principio por qué, había temporadas en las que el número de mujeres aumentaba o disminuía, siempre cinco. Pasaban varios meses en la aldea y después desaparecían, regresando de nuevo al cabo de unas ocho semanas. Sin contarlas a ellas, el resto de los habitantes suma un total de 45 personas.

Pero volviendo a la curandera, jueza o psicóloga, desde el primer momento que la vi me atrajo profundamente, pero a la vez me infundió tal respeto que no me atreví a acercarme al grupo en el que estaba a pesar de que conocía a las tres personas que hablaban con ella. Ese encuentro se produjo en la primera asamblea a la que asistí con voz y voto, después de celebrar mi primer aniversario. Era curioso, porque en una comunidad tan pequeña y a lo largo de aquel año nunca había coincidido con ella.

En aquella reunión vecinal, que me emocionó por ser la primera asamblea a la que asistía como parte integrante de la comunidad, lo que significaba que me habían aceptado plenamente, fue donde la vi por primera vez y despertó extrañamente mi atención. Estaba unas filas delante de mí y no pude dejar de mirarla durante toda la reunión. Veía su perfil y su pelo negro, recogido en una trenza que le caía por la espalda. Era delgada pero musculosa y tenía un tipo que me pareció precioso. Como solía decir una excompañera de trabajo, muy aficionada a las dietas, «de esos que ni sobra ni falta». Mediría 1,65 y no conseguía ponerle edad. Supe después que tenía 48.

En la asamblea estaba casi todo el pueblo. Conocía prácticamente a todas las personas, pero ninguna había despertado mi curiosidad, esa curiosidad especial que pone en estado de alerta nuestra atención, hasta que la vi. Nuestras miradas se cruzaron fugazmente un momento antes de sentarnos, pero fue suficiente para que, inexplicablemente, estimulase mis sentidos. Cuando acabó la sesión ella se marchó con otras tres mujeres; yo me quedé un rato más y me atreví a preguntar quién era. Elena, la mujer que atendía en ese momento el bar, me dijo que se llamaba Nina, pero no amplió más detalles. No podía quedarme solo con el nombre, necesitaba saber algo más sobre ella, así que volví a preguntar.

—Sí, pero ¿quién es? No la había visto nunca.

Elena me miró y pareció dudar un momento. Después respondió:

—Es la curandera, la mediadora…

Me pareció que iba a añadir algo, pero volvió a mirarme y no dijo más.

Me fui para casa pensando en la tal Nina, la curandera, la mediadora. «¡Vaya, qué interesante!», pensé.

Al día siguiente me pasé por el bar para ver si coincidíamos, pero regresé a casa con cierta decepción. No la vi ni en el bar ni por la aldea y no me atreví a indagar más datos sobre ella. Por la noche, después de cenar, cogí un libro con la intención de leer un rato, pero no conseguía centrarme. Seguía con su imagen en mi cabeza.

Pasó una semana y no volví a verla, hasta que un día, al entrar en el cafetín, intuí que estaba allí. A pesar de que la había buscado durante varios días, me pilló por sorpresa y noté, según me acercaba a la barra, que los nervios estaban haciendo piruetas dentro de mi estómago. Nina estaba sentada en una mesa hablando con Manuel, el marido de Elena, con Víctor y María y con otras dos mujeres del pueblo, Lucía y Amanda. Me apoyé en la barra, de espaldas a ellos, y pedí un café.

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