Marga Serrano - Más allá de las caracolas

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Más allá de las caracolas trata de la evolución psicológica y espiritual de una mujer en la cuarta etapa de su existencia. En unas extrañas vacaciones, en las que nada sale como estaba programado, conoce una pequeña aldea, al otro lado del océano, que la atrapa emocionalmente, y siguiendo un fuerte e incomprensible impulso traslada su vida allí. Durante su estancia vive la experiencia de encontrar el amor verdadero, que puede surgir en cualquier lugar, con cualquier persona y cuando menos lo esperamos.A partir de esa experiencia vital, en la que no falta una oscura y enfermiza etapa de celos, producto de su inseguridad emocional y de problemas de su pasado aún no resueltos, comienza un camino de introspección y evolución que la lleva a conocer y tomar contacto con el mundo mágico al que, generalmente, no tenemos acceso, lo que le hace darse cuenta de que no solo es real lo que vemos o tocamos. Hay otras realidades que nos rodean, como una especie de multiverso individual, cuyo acceso solo es posible cuando se hace a través del corazón y la espiritualidad, que supera ampliamente cualquier sentimiento relacionado con las religiones. La protagonista, a través de un duro camino de lucha interior contra las malsanas inclinaciones del ego y contra su propia razón, finalmente accede también a un secreto ancestral que esconden los habitantes de la pequeña aldea, convirtiéndose a partir de ese momento en copartícipe y guardiana del mismo.

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Por eso, cuando aquella aldea, sus gentes y su poderoso entorno me tocaron el alma no pude resistirme y no lo pensé ni siquiera dos veces. Al regresar de aquel viaje vendí mi casa, los muebles y todo lo vendible, regalé otras cosas como libros y discos a mis amigos y, sin hacer caso de las muchas voces que intentaron disuadirme de lo que casi todos ellos consideraban una auténtica locura, llené dos maletas con ropa, calzado, utensilios de aseo, la cámara de fotos y el ordenador portátil y compré un billete de avión. Tenía 64 años y acababa de prejubilarme hacía justo un año, por lo que con el importe recibido por mi casa y mi pensión podía permitirme aquella aventura de volar a un país extraño para llegar a un pequeño punto de su geografía que sentí mío nada más conocerlo. Me sentía con fuerzas y salud para acometer aquella empresa.

Así que de pronto me convertí en una emigrante, pero, dada mi situación económica holgada, podría clasificarme como emigrante no de lujo, pero sí sin problemas. Muy distinta de todos esos seres humanos que se ven obligados a dejar su país por las escasas o nulas oportunidades para trabajar o por la pobreza o miseria a la que se ven abocados a consecuencia de los comportamientos canallescos y corruptos de los dirigentes de sus gobiernos, o a consecuencia de las guerras promovidas por la ambición, la avaricia y la insensibilidad de otros países, más los intereses cruzados de los beneficios de la industria armamentística y las empresas que reconstruyen lo que sus gobiernos han arrasado. Una rueda de violencia programada que va dejando por el camino millones de víctimas ante la desidia o el silencio cómplice del resto del mundo y, sobre todo, ante la inutilidad de la ONU, donde el veto de las grandes potencias impide cualquier acción para frenar los genocidios atroces que suponen estas malvadas y criminales políticas. Lo llaman «daños colaterales», que, por supuesto, nunca alcanzan a las élites o a los responsables de la violencia, las guerras y la destrucción de la vida.

Sin embargo, a pesar de mi situación, sé que puede parecer una locura abandonar mi país, mi ciudad, mi familia y mis amigos para irme a vivir sola a un lugar al otro lado del océano, pero lo que sentía en mi interior era tan fuerte que, como ya he dicho, no lo pensé dos veces. Había conocido multitud de lugares preciosos para vivir, pero ninguno de ellos me había producido un deseo tan vehemente como para decidirme a trasladar mi hogar, sin saber si iba en busca de una utopía o a toparme con una distopía que destrozara mi vida. Pero ese deseo surgió allí, en otro continente desconocido para mí, en una aldea perdida entre el océano y las montañas. Había algo, un encanto, una energía especial que emanaba de aquel entorno y de sus gentes, que me llamaba, y supe que, de alguna forma, yo pertenecía a aquel lugar. Pensé también en la manera tan extraña de descubrir la aldea, como si el destino me hubiese guiado hasta ella.

Cuando tomamos una decisión o nos ocurre algo, la experiencia me ha enseñado que no hay que analizarlo en el momento en que sucede porque es muy posible que nos equivoquemos al valorarlo. Podemos creer que lo que acaba de ocurrirnos es malo o bueno desde la percepción de nuestro presente, pero ignoramos las consecuencias que ese suceso puede tener en el futuro, tornando lo que puede parecer positivo en negativo o lo negativo en positivo con el paso del tiempo. Desconocemos realmente la derivación o el desenlace que el leve aleteo de una mariposa o la caída de una ficha de dominó en el presente puede tener en nuestra vida futura.

Supongo que habrán oído hablar del «efecto mariposa», un planteamiento complejo, basado en la teoría del caos, que viene a decir que cualquier pequeño cambio, cambios minúsculos, mínimas variaciones en las condiciones iniciales de un determinado sistema pueden generar un cambio mucho más grande con resultados totalmente divergentes. En definitiva, que el mundo de la naturaleza es tan interdependiente que todo está interconectado e interrelacionado. Por tanto, cada persona, cada ser vivo, no es más que un eslabón de la inmensa corriente de energía que compone la cadena de la vida, y todo lo que hacemos, por nimio que nos parezca, tiene consecuencias. Por ello se utiliza esta metáfora: «Si una mariposa en Hong Kong bate sus alas, puede provocar una tempestad en Nueva York».

Así que yo, al batir mis alas y mover mi ficha, sé que generé cambios importantes en mi vida, que se han ido produciendo a lo largo de estos cinco años y que continúan plasmándose en mi vida física y en mi vida espiritual. Solo confío en que, al final, este proceso no desemboque en un caos mayor que el que he tenido que superar.

Recuerdo que sentí excitación, pero nunca sentí miedo. Tomé una decisión más intuitiva que razonada, pero hoy, varios años después, no solo no me arrepiento, sino que bendigo el momento en el que encontré este lugar, porque me ha descubierto y me ha hecho sentir una parte importante del misterio, el sortilegio y la magia que pueden experimentarse en esta vida.

Mi nerviosismo iba en aumento a medida que me iba acercando a mi destino. Tras el vuelo que me dejó en la capital del país, tomé otro vuelo hasta otra ciudad más pequeña, y desde allí, tras casi tres días de viaje, un autobús, el segundo, me dejó en la gasolinera de la carretera. Nadie más se apeó. Hablé con el mecánico, que, afortunadamente, aún me recordaba, y me llevó en su camioneta a la misma casa donde nos habíamos hospedado. Cuando les dije que quería vivir allí, en aquel pueblo, Víctor y María, los dueños de la casa, me miraron, a pesar de su sociabilidad, mitad extrañados, mitad recelosos. Pero cuando les convencí de que hablaba en serio me ayudaron en todo. Compré una especie de chamizo medio derruido en un extremo de la aldea y, por un precio bueno para la colectividad y asequible para mi economía por el cambio de la moneda, realizaron las obras necesarias para convertirlo en mi hogar. Una pequeña cocina, un aseo con ducha, un dormitorio y un salón con una pequeña chimenea, muy útil en algunas noches del otoño y en el invierno. ¿Quién necesita más?

No tardé mucho en hacerme con los vecinos a medida que los iba conociendo y que ellos fueran aceptando mi presencia. Mientras hacían las obras de mi hogar, me alojé en casa de María y Víctor, a los que considero como mis padrinos en mi nueva vida. Durante los seis meses que duraron los arreglos fuimos trabando una buena amistad. Les tengo un cariño muy especial. Ya en mi nueva vivienda, al principio compraba a la comunidad los alimentos que necesitaba, aunque no tardé demasiado en tener mis propias gallinas y mi propio huerto, tras aprender de ellos lo necesario para cuidarlo. También me han enseñado otras muchas cosas, como hacer jabón, quesos, mermeladas, el conocimiento de algunas hierbas «curalotodo» de la zona y, sobre todo, reciclar, no tirar nada. La imaginación consigue que aquí todo sea reutilizable.

Cuando me fui integrando, empecé a asistir a las asambleas y me emocioné al vivir la democracia en su estado más real y más puro. Aquí nadie es más que nadie y la solidaridad y la ayuda a quien lo necesite son totales en toda la aldea. Si tuviera que definir su forma de vida, se acercaría mucho a la teoría de un comunismo perfecto y a la autogestión. Cada familia es dueña de su vivienda, sus enseres, sus animales y su huerto, pero todo lo que sacan con la venta en el mercado de sus excedentes, así como de sus trabajos de cestería y madera (pequeños muebles y objetos hechos a mano), hermosos tejidos de lana y tres variedades de riquísimos quesos y otros productos que elaboran, va a parar a una hucha común que sirve para cubrir cualquier necesidad, tanto comunitaria como individual. Las puertas de las casas nunca se cierran, es más, ninguna puerta tiene una cerradura con llave, sino un simple pestillo, algunas ni eso, y los tres vehículos que hay en el pueblo siempre tienen las llaves puestas por si hay alguna urgencia y alguien los necesita. Creo que estas sanas costumbres solamente pueden darse en comunidades tan pequeñas y tan aisladas como esta aldea.

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