Marga Serrano - Más allá de las caracolas

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Más allá de las caracolas trata de la evolución psicológica y espiritual de una mujer en la cuarta etapa de su existencia. En unas extrañas vacaciones, en las que nada sale como estaba programado, conoce una pequeña aldea, al otro lado del océano, que la atrapa emocionalmente, y siguiendo un fuerte e incomprensible impulso traslada su vida allí. Durante su estancia vive la experiencia de encontrar el amor verdadero, que puede surgir en cualquier lugar, con cualquier persona y cuando menos lo esperamos.A partir de esa experiencia vital, en la que no falta una oscura y enfermiza etapa de celos, producto de su inseguridad emocional y de problemas de su pasado aún no resueltos, comienza un camino de introspección y evolución que la lleva a conocer y tomar contacto con el mundo mágico al que, generalmente, no tenemos acceso, lo que le hace darse cuenta de que no solo es real lo que vemos o tocamos. Hay otras realidades que nos rodean, como una especie de multiverso individual, cuyo acceso solo es posible cuando se hace a través del corazón y la espiritualidad, que supera ampliamente cualquier sentimiento relacionado con las religiones. La protagonista, a través de un duro camino de lucha interior contra las malsanas inclinaciones del ego y contra su propia razón, finalmente accede también a un secreto ancestral que esconden los habitantes de la pequeña aldea, convirtiéndose a partir de ese momento en copartícipe y guardiana del mismo.

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Aprovechamos aquellos días para recorrer aquel espacio escondido entre ásperos acantilados y una floresta indómita. Y así descubrimos aquellos maravillosos rincones. Y me sedujo. Me enamoré del mar, de la luz, del bosque que rodeaba la pequeñísima aldea, de aquella diminuta ensenada que invitaba al baño, a la que se llegaba a través de una escarpada ladera; de las distintas tonalidades del azul de sus aguas y de las caracolas traídas por las olas y esparcidas por la arena. Nunca había visto tantas. Siempre me había gustado pasear por la orilla de los mares que había conocido mientras miraba primero, y empecé a buscar y coleccionar después, distintos tipos de conchas y hasta pequeñas piedras pulidas por el agua que me llamaban la atención. Más tarde, en casa, llenaba con ellas bandejas, tarros de cristal y todo lo que se me ocurría. Era una forma de tener el mar cerca. Siempre me ha encantado y cautivado el mar, aunque en realidad viviese a muchos kilómetros de distancia. Pero en aquellos mares no solía haber caracolas en las playas, aunque en las del sur de mi país descubrí unas diminutas que me parecían preciosas. Me fascinan las caracolas. Siempre me han parecido misteriosas, tan misteriosamente arcanas como una llamada de lo desconocido, de la aventura del conocimiento… Tan misteriosas e incomprensiblemente mágicas como el amor. Como las espirales grabadas en cuevas y rocas prehistóricas, un símbolo que la naturaleza nos regala en multitud de formas y que intenta transmitirnos algún secreto relacionado con el origen de la vida, pero que nunca hemos sabido interpretar del todo. Por eso, cuando vi tantas, aunque ninguna de las más grandes, de esas que venden en algunos establecimientos turísticos, se removieron mi curiosidad infantil y mi fascinación adulta.

Entre los recuerdos de mi niñez hay uno muy nítido: la alcoba de mis abuelos maternos, una habitación que comunicaba con el dormitorio, y en ella una gran cómoda con varios cajones. La parte superior, cubierta con un fino tapete de encaje blanco, estaba llena de fotografías familiares y, en los dos extremos, sendas caracolas gigantes que mi abuela tenía como oro en paño. Desconocía su origen, pues por aquellas tierras no había mar, aunque había oído contar a mi madre que mis abuelos vivieron una temporada en Galicia, por lo que es posible que alguien se las regalase o las hubiesen comprado allí.

Siempre que entraba en aquel aposento, mis ojos infantiles se quedaban hipnotizados con aquellas preciosas y enormes caracolas. No alcanzaba a cogerlas y, aunque hubiese alcanzado, tampoco me lo habrían permitido. Pero de vez en cuando, tanto mi abuela como mi madre me las acercaban al oído para que oyese, según ellas, el ruido del mar, el ruido de las olas al chocar con las rocas o los sonidos que producían los delfines y las sirenas al intentar comunicarse con los seres humanos. Ni que decir tiene que mi curiosidad e imaginación infantil me hacían oír con fascinación todos esos sonidos, intentando entender el lenguaje de esas sirenas que, anteriormente, había visto dibujadas en un libro que mi abuela me dejaba hojear, también de vez en cuando. Supongo que de ahí me viene mi atracción por las caracolas y el irreprimible deseo de llevármelas al oído en cuanto veo alguna.

Aquel pueblecito semicostero era pequeño, muy pequeño, apenas unas veinte casas. Algunas de ellas eran de adobe, aunque había otras construidas con una mezcla de piedras, barro y madera. Era todo, incluidos sus habitantes, muy sencillo y pobre, si por pobre entendemos que había un cafetín donde tenían el único televisor que existía y donde solo había un teléfono, el de la gasolinera. La gasolinera estaba a unos diez kilómetros, en la estrecha y sinuosa carretera que llevaba a dos parques naturales situados tras las dos grandes montañas que dominaban el este de la zona. Si por pobre entendemos que había solamente una pequeña camioneta, dos furgonetas y tres lavadoras que utilizaban todas las familias, y que no se veía ningún objeto más o menos lujoso. Todo era antiguo, pero no inservible, pues eran los reyes del reciclaje y del aprovechamiento de cualquier utensilio. El aspecto de la aldea no podía ser más alegre, ya que las viviendas estaban conservadas perfectamente y pintadas de colores diversos, como una representación del arco iris. Todas las casas eran independientes y todas ellas tenían un pequeño jardín delantero, sin vallas, y un huerto detrás de la vivienda.

Eran pobres en artículos de lujo, pero eran ricos en todo lo que es realmente importante en la vida. Su trabajo en los huertos, o la pesca en el mar, y los animales como gallinas, ovejas, cabras y algunas vacas les proporcionaban todo lo necesario para alimentarse, y si había excedentes se vendían o intercambiaban en el mercado que cada domingo se celebraba en el pueblo más cercano, situado a unos setenta kilómetros, que casi parecían doscientos por aquella tortuosa y peligrosa carretera, y muchísimo más grande que aquella diminuta y perdida aldea. No entiendo cómo los turistas pueden pasar de largo por este enclave, cuyos alrededores son, al menos para mí, un verdadero paraíso. Quizás es un lugar para viajeros y no para turistas, aunque la aldea, en realidad, no se ve desde la carretera. Pero me alegro de ello, es mejor así, aunque no sé si dentro de unos cuantos años el auge del turismo y los especuladores que surgen con esas nuevas tendencias sociales terminarán con la magia de este precioso lugar.

Sus habitantes son muy trabajadores y sociables, quizás por su sistema de vida. Son una pequeña comunidad en la que todo lo importante que les atañe se resuelve en asamblea. Quizás de ahí, de esa necesidad de hablar y comunicarse, es posible que hayan heredado esa sociabilidad que ofrecen al viajero o extraño que les visita. Están anclados en un tiempo que se ha parado, o que han parado ellos, porque recelan de lo que llamamos civilización. No quieren que aquel pequeño paraíso se llene de casas de segunda residencia o de hoteles que, a su vez, se llenarán de gente que empezará a tener otras necesidades y, como en una espiral de modernización, acabe fagocitando el sortilegio de aquel territorio. Y yo deseo que continúe así, aunque temo que dentro de dos o tres décadas la situación pueda cambiar.

Pero, de momento, todo está como lo conocí y como me enamoró hace seis años, cuando, por una concatenación de circunstancias, tuvimos que pasar aquí tres días. No sé si fue el destino o simplemente el azar, que tampoco sé muy bien cómo funciona. Lo único que sé es que aquellos tres días cambiaron por completo mi vida, porque me hicieron dar un salto en el vacío sin pensar siquiera en un paracaídas.

No tengo familia directa. Nunca tuve el deseo ni la intención de casarme y mis relaciones de pareja no habían sido tan fuertes como para planteármelo. Mis padres y mis dos hermanos fallecieron hace algún tiempo y ni siquiera tengo sobrinos, por lo que mis vínculos más afectivos con la tierra en la que residía, aunque eran importantes, no tenían la suficiente entidad como para anclarme en aquel espacio geográfico. No tenía a nadie, excepto primos y amigos, a quienes, por supuesto, quiero y recuerdo, pero siempre había sentido en mi interior una llamada hacia lo desconocido, hacia otros lugares, que nunca había podido atender por las distintas circunstancias que me acompañaron durante toda mi vida. Pero en aquel momento, hace poco más de cinco años, sentí que ningún motivo especial me retenía allí y fui plenamente consciente de que era totalmente libre para volar si me apetecía hacerlo. Cuando digo «totalmente libre», me refiero a las obligaciones cotidianas del trabajo que tienes que llevar a cabo para poder tener un techo, un armario con ropa y una mesa con algo para comer. Sobrevivir a cambio de tu libertad, la física; porque la otra, la de las ideas, la de los sueños, tu libertad de pensar, esa es tuya siempre. No pueden robártela por mucho que lo intenten. Que lo intentan, ya lo creo que lo intentan, pero conmigo nunca lo lograron, porque mis sueños me convirtieron en una especie de superviviente en la maraña de la vida. Pero sí, físicamente, aunque ya en la cuarta etapa de mi existencia, me sentí libre.

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