Si bien la dictadura frenó el proyecto colectivo del Taller de Murales, a fines de la década Méndez desarrolló el proyecto Pintura no albergada, que se vincula con los ejercicios porteños en su dimensión de ejercicio pedagógico y experimental en torno al soporte y al espacio.
Pintura no albergada
Desde 1973 y durante la dictadura, los ejercicios que la EAV había llevado a cabo en el espacio público se replegaron a la Ciudad Abierta. Fundada en 1969 por miembros de la escuela, fue definida como una comunidad de vida, trabajo y estudio en la localidad de Ritoque, al sur de Viña del Mar59.
Durante la década del setenta, la EAV implementó el Taller de América, curso que sugería a través del arte y la poesía una reflexión sobre el continente americano. Los ejercicios tuvieron un correlato en las travesías, viajes que planteaban un descubrimiento de América desde una nueva cartografía poética, reconociendo y reconfigurando el espacio. Amereida, en 1965, fue el primero y más icónico de estos viajes. Dio origen al poema de aspiraciones mítico-fundacionales del mismo nombre y a una serie de travesías que la escuela ha llevado a cabo hasta la actualidad.
Fue en ese marco que, en 1979, Méndez dictó un seminario teórico llamado Cálculo pictórico, dedicado a reflexionar acerca de la relación entre superficie, formas y orden en la pintura. Lo complementó, ese mismo año, con el curso Pintura no albergada –parte del Taller de América–, entendido como una investigación experimental y práctica de las ideas discutidas en la asignatura Cálculo pictórico. La pintura no albergada rememoraba la «situación pictórica albergada por la poesía», que había sido la piedra sobre el árbol como primer signo, y fue entendida como «la posibilidad de estar liberada [la pintura] de toda sujeción a una organización espacial, predeterminada y existente anterior a ella»60. En los experimentos realizados se cuestionaba un abandono paulatino del soporte, permaneciendo únicamente la pintura en sí misma. En este intento, Méndez reconoció el primer momento de la búsqueda de una liberación del medio en el ejercicio porteño de 1969-1973.
En el curso Pintura no albergada, Méndez radicalizó las experiencias llevadas a cabo en el Taller de Murales. Como continuación de este, buscaba desprenderse del soporte bidimensional que había sido primero el lienzo, después el muro:
El paso siguiente fue abandonar el soporte del muro. Las pinturas se colocaron directamente en el espacio natural circundante [...]
El próximo paso fue no considerar más el soporte como un plano, sino que el soporte podría ser cualquier situación que el lugar propusiera. Esto significó que las pinturas abandonaran el plano tradicional que las soportaba. La pintura No estaría más Albergada por el plano. Esto significa que ya no está más albergada por el plano de un cuadro o por un muro u otro elemento arquitectónico61.
En etapas sucesivas se propuso hacer figuras móviles a modo de cometas y volantines que, al encumbrarlos, generaban un «constante intercambio de vecinazgo y yuxtaposición de los colores»62, sugiriendo una supresión de los límites.
El profesor caracterizó su práctica pictórica como la «experiencia en el espacio natural y en el espacio urbano, la que hemos llamado pintura no albergada»63. Esta aparece aquí cercana a la noción de Pintura de presencia, que el autor desarrolló posteriormente en sus escritos64. El cálculo pictórico, en cuanto reflexión en torno a los elementos constitutivos de la obra de arte, genera una presencia, que es la pintura en sí misma. La pintura abstracta, entonces, al no buscar la representación de las cosas65, es, en definitiva, pura presencia.
La pintura no albergada viene a reafirmar el compromiso con la pintura como realidad en sí misma desde su materialidad, cuyo soporte pasa a ser irrelevante, para incluso –como en los ejercicios más radicales de 1979– llegar a desaparecer. Para Méndez:
[…] la actitud de suprimir el marco, de dejar la pintura tal cual en el bastidor, la veo como signo de una voluntad de hacer retroceder la superficie pintada para tratar de confundirse con un plano límite (teórico) del espacio en el que se halla66.
Esta búsqueda en torno a una supresión de los límites continuó siendo materia de análisis, en su intento por reconocer una pintura expandida vinculada al entorno. Su tercer momento, el Museo a Cielo Abierto, fue, por su misma naturaleza, el menos radical en cuanto a investigación pictórica, pero también el con mayor conexión con el territorio, dada su propuesta museal.
Ausencia de institucionalidad
Como ya he adelantado, el MaCA es una iniciativa inédita en el arte chileno contemporáneo que surgió desde el ánimo poético que Méndez heredó de la EAV y traspasó a los artistas participantes. En el contexto del retorno a la democracia, dicha invitación se transformó en símbolo de la libertad recientemente reconquistada y de la necesidad de volver a los espacios públicos.
En cuanto a experiencia pictórica e interdisciplinaria, este museo se entendió a sí mismo como un hecho público, participativo y colectivo cuyo foco estuvo puesto, desde un inicio, en el diálogo y el ofrecimiento de un regalo a la comunidad. Por lo mismo, la intención de preservación y conservación no fue un tema de interés en un primer momento, apareciendo tardíamente. Méndez jubiló de la Universidad a fines de 1998 y nombró a su ex ayudante Paola Pascual como curadora del museo, cargo que existió hasta 2015, cuando la Unidad de Extensión Cultural prescindió de él.
Mientras se trabajaba en las obras, la pregunta por el devenir de las pinturas no se hizo, considerando que el ánimo dominante en los pintores participantes era la acción antes que el producto67. Es posible evidenciar, por lo tanto, que el proyecto se fue institucionalizando durante la marcha, sin ser este uno de sus objetivos primarios. Pese a ello, hay dos aspectos para tener en cuenta y que demuestran que, de todos modos, hubo una noción de continuidad en el Museo a Cielo Abierto, aunque apareció en los años siguiente. El primero de ellos fue la publicación del libro Museo a Cielo Abierto de Valparaíso por la editorial de la universidad, con una primera impresión en 1995 y una segunda en 2003. El libro se hizo con el objetivo de dar a conocer la propuesta inicial y es la fuente más directa para conocer el estado original de los murales68. Según el relato de Pascual, en el momento en que se hicieron las obras no existían códigos o un registro que identificara los colores, por lo que no se pudo dejar anotaciones de ella. Además, muchos de los artistas participantes hicieron mezclas in situ, generando variaciones y nuevos colores de los que tampoco quedaron comentarios. El libro pretendía ser la referencia más directa con respecto a cómo había sido el proyecto original, pensando tanto en la dimensión técnica del uso de los colores como en las transformaciones del barrio que alberga al MaCA. Esto es relevante pues el entorno ha sufrido también numerosas transformaciones en los últimos años, evidenciados sobre todo en una intervención llevada a cabo en los primeros años de la década de los 2000 y que consistió en pintar fachadas e instalar veredas y escaleras como parte de un proyecto municipal69. Esto tuvo un efecto visual sobre las pinturas, minimizando su impacto en el sector, antes caracterizado por los colores neutros de los materiales de construcción (concreto y calamina) y que luego destacó por su colorido.
El segundo aspecto relevante fue la inclusión de los carteles informativos de cada obra. Este dispositivo, propio y característico de las instituciones museales, indica número de mural, autor y año de realización.
Aunque la pregunta por la restauración y mantención no había sido planteada, a través de la ubicación de los carteles y de la publicación del libro podemos detectar una intención de permanencia, que también se manifestó en 1994 cuando los primeros murales en presentar daños debieron ser intervenidos. Si bien en ese momento ninguno de ellos estaba rayado70, los factores atmosféricos propios de la ciudad porteña determinaron la necesidad del repintado. La mezcla entre óleo y látex utilizada se comenzó a descascarar, tanto por el paso del tiempo como por la constante humedad de la piedra y cemento sobre el que se trabajó. También el clima porteño (por una parte, humedad y salinidad del aire, pues los muros dan, en casi todos los casos, directamente a la corriente marina, y por otra, el sol, que la mayoría recibe directamente) hicieron que se decoloraran muy prontamente. Ninguno de los repintados fue autorizado explícitamente por los pintores. Se entendió que, en cuanto regalo, estas obras pasaban a formar parte del patrimonio de Valparaíso y de la administración de la universidad, por lo que su porvenir no fue consultado a los artistas.
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