Le sacamos fotografías, y todo el que las ha visto hasta hoy día, también lo reconoce.
Cuando descubrí la piedra, estaba todavía en el entendido convencional de la pintura. El ciruelo podía ser un caballete, la piedra el soporte sobre el cual trataría de insertar algún signo.
Pero cuando la levanté y la pusimos ahí arriba, se impuso por sí misma que quedara así y que no iba a ser otra cosa que lo que había ahí.
Se había producido el transcurso o el paso de una relación entre una situación que quería ser pictóricamente convencional a una situación pictórica albergada por la poesía.
Y solo puede haber aceptación de este transcurso, cuando la pintura tiene un horizonte, o como dice Braque, un objetivo que es «lo poético»24.
En otro texto de 2015 entregó nuevos detalles:
Se decidió ir a un lugar en la zona de Vézelay.
Íbamos en varios autos, recuerdo a los poetas Michel Deguy y Josée Lapereyre, además del poeta Iommi. Cargamos materiales para pintar con el pintor Pérez-Román. Éramos cerca de diez personas.
Iniciamos el viaje en un día muy luminoso después de la lluvia, cielos muy azules y límpidos en que se deslizaban henchidas nubes blancas. Región de suaves colinas de tonos verdes y ocres, algunas masas de árboles con toda gama de verdes oscuros. Acercándonos a Vézelay ya veíamos de lejos alzarse las torres de la catedral, lejanas, blancas, rosadas.
Al internarnos en un camino secundario bordeado de campos cultivados, pasamos al lado de un gran campo recién labrado, de un intenso color siena tostada. En pleno centro del campo había un gran ciruelo, cuyas dos principales ramas formaban una y griega. G. Iommi pide que nos paremos y descendiendo del auto se interna en el campo en dirección al círculo. Una vez allí nos convoca a formar una ronda alrededor del árbol. Los poetas comienzan a improvisar su poesía, medio declamando, medio invocando a grandes voces.
Terminada la ronda, G. Iommi se dirige a mí y a Pérez-Román y nos dice: «Bueno, ahora les toca a ustedes».
En ese momento nos baja el pánico, pues los materiales habían quedado lejos, en los autos. Nos sentimos totalmente desguarnecidos.
Veo que hay una gran piedra al pie del árbol, de color blancuzco amarillento. Le pido a Pérez-Román que me ayude y la colocamos en el vértice que formaban con el tronco las dos ramas principales.
La piedra colocada entre las dos ramas y el tronco, que eran de color rojizo oscuro, adquirió un especial esplendor. Árbol y piedra formaban una sola unidad. Se habían convertido en –imagen–.
Todos los de la ronda se asombraron de la especie de transfiguración que había sufrido el árbol. Al volver a los autos, Pérez-
Román pintó un poste de teléfono que había ahí cerca, con varios colores, para señalar el lugar.
Ahí quedó la –piedra en el árbol–, imponiéndose por sobre el campo labrado, las verdes colinas, las masas de árboles alrededor y todo el paisaje lejano25.
Si bien se narra el mismo episodio, la distinta manera de abordarlo permite comprender en mayor profundidad los objetivos del acto poético y la irrupción del primer ejercicio sígnico. En ambos se refuerza la indicación del poeta como punto de partida y el nerviosismo propio de la urgencia de responder al llamado, que en el primer texto es definido como furia y en el segundo como pánico. Al depositar la piedra sobre el ciruelo, el texto de 1979 señala que en ese momento «había aparecido algo», mientras que en el de 2015 se le menciona como un «especial esplendor». Si el acto poético irrumpe la cotidianeidad26, el signo irrumpe en el acto poético. Esto implica un cambio en su configuración, que a partir de ese momento incluyó la visualidad: en uno de los textos aparece como hecho plástico, en el otro como imagen. Ambos coinciden que el gesto involucra una transformación, generando una «situación pictórica albergada por la poesía» que implica una señalización del lugar en donde ocurrió.
Fig. 2: Primer signo. Piedra sobre ciruelo. Vézelay, hacia 1962-1963.
Archivo Histórico José Vial Armstrong.
Desde entonces, el signo se incorporó de manera relativamente estable a los actos poéticos, que –hacia el mismo periodo, según ha coincidido la historiografía–27 se comenzaron a denominar phalène28, palabra francesa que significa polilla nocturna. Fernando Pérez sugirió que el nombre fue dado al abrir al azar un diccionario francés, tal como el mítico bautizo del dadaísmo29. En realidad, el apelativo surgió a inicios de la década de 1960 en Francia, propuesto por François Fédier30.
Si bien no está clara la diferencia entre ambos, se ha señalado que el acto poético tendría un carácter más general que la phalène31, aunque también, como ha mencionado Crispiani, se les ha presentado como sinónimos32.
Quisiera defender la idea de que la phalène es una etapa más avanzada del acto poético, cuya principal diferencia es la inclusión del signo. Este elemento no pretendía ser artístico, sino que, de acuerdo con Méndez33, buscaba presentarse como un hecho plástico, que formara parte de la phalène en cuanto a un todo cohesionado en donde dialogaban varias manifestaciones artísticas simultáneas. Pese a su condición efímera, los signos dan cuenta de la búsqueda por dejar un registro de lo ocurrido, transformando el carácter de la acción poética. El signo, en cuanto huella, es cercano al concepto de índice de Rosalind Krauss: «Son señales o huellas de una causa particular, y dicha causa es aquello a lo que se refieren, el objeto que significan»34. Al incorporar las artes visuales como tercera disciplina al antiguo acto poético, se le dio un carácter más permanente, superando la transitoriedad de la poesía y su condición de guía de la arquitectura.
Siguiendo a la teórica Florencia Garramuño, se puede afirmar que, al incluir al signo como indicador, el tránsito del acto poético a phalène también implicó que esta pasara a ser una obra formalmente inespecífica. Esto apunta a su capacidad para hacer dialogar a varias disciplinas artísticas poniéndolas en tensión. En Garramuño esta condición va más allá de la interdisciplinariedad de la obra35, aspecto que el acto poético ya estaba desarrollando desde sus orígenes36. Su rol era, a través de la palabra poética, abrir y orientar la creación arquitectónica: se trataba de explorar la poesía como una dimensión práctica, que se encontraba al servicio de la arquitectura y la enriquecía.
La inespecificidad medial, dada por la incorporación del signo, dio paso también a la inclusión de una estética de emergencia, que se manifestó mediante la utilización de todo tipo de materiales para realizar estos hechos plásticos. La incorporación de desechos, piedras, tierra, metales, maderas y otros dan cuenta que, en el interés por dejar una huella, no se reparó en su materialidad. Desde la acción de Méndez, el signo, como estrategia de emergencia con objetivo de señalética, se instaló como práctica abierta a la experimentación material. Es posible desde aquí comenzar a trazar una línea que permite identificar la incorporación del elemento sígnico en la trayectoria de la EAV, que se presentó en los signos realizados en el contexto de las phalènes. Este se encuentra también en otros de los ejercicios realizados en la escuela que, en distintos grados, comenzaron a incorporar tanto la estética de emergencia como la inespecificidad medial.
La intervención de Méndez sirvió para que Iommi conceptualizara la noción de signo pictórico, entendida como el residuo físico de la phalène, esencial pero no definitorio de la acción. Esto permitió consolidar el acto poético como hecho artístico colectivo y multidisciplinario. Al igual que todas las acciones creativas emprendidas por la EAV, se caracterizó por la participación y construcción grupal a la vez que una autoría individual. Por ello, el arquitecto Alejandro Crispiani lo definió como jerárquico, liderado por el poeta y abierto a los demás participantes37. Sobre estos actos, Francisco Méndez señaló:
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