Finalmente, luego de un silencio ensordecedor, Salvaje les agradeció la colaboración a sus asesores y se inclinó por darle un voto de confianza a Rufino. Sabía que a esa altura no era prudente abrir un nuevo cauce en el río, aunque significara sucumbir en la elección.
—Muy bien, Rufino, declaro tu independencia. Te libero de todo tipo de ataduras. Avancemos con la campaña —manifestó Salvaje agitando la bandera de la rendición—. Al final no los contraté para decirles lo que ustedes tienen que hacer, sino para que ustedes me digan lo que yo tengo que hacer.
Rufino apreciaba la confianza y le estiró la mano en señal de agradecimiento.
—Te declaro la independencia —repitió el Pelícano.
Un mes y medio previo a la elección la campaña comenzó a emitirse en medios masivos y a amplificarse en medios digitales. Las primeras repercusiones fueron despiadadamente crueles hacia la figura de Salvaje. En redes sociales se lo caricaturizaba como al nuevo Libertador General San Martín y se lo parodiaba con el padre de la patria. Sin embargo, a los pocos días, la tendencia comenzó a revertirse y a inclinarse a su favor. La campaña fue vista por más de quince millones de espectadores en YouTube, se compartió más de veinte millones de veces en Instagram y Facebook y arañó los diez millones de likes en LinkedIn. De un día para el otro, Salvaje había pasado de ser la figurita repetida a la figurita difícil. Se había convertido en un personaje admirado, un hombre glamoroso y atractivo cuya imagen se había ensanchado como la panza de la provincia que se disponía a gobernar. A pocos días de la elección, las encuestas mostraban prácticamente un empate técnico, tal como había anticipado Micaela Dorado. A contramano de esta tendencia alcista, Septiembre Del Mar, candidata a presidenta por el Partido Republicano, retrocedía estrepitosamente en las encuestas y se alejaba de la posibilidad de arrebatarle la presidencia a Jalid Donig.
En un intento desesperado por evitar lo inevitable, Septiembre convocó de urgencia a Salvaje a su despacho.
—Necesito reunirme de manera urgente con tu asesor en comunicación —le imploró Septiembre en estado de shock por la tremenda paliza que Jalid Donig le estaba propinando en las encuestas—. ¿Cuál era su nombre?
—Rufino Croda —respondió escuetamente Salvaje—. ¿Por qué motivo te interesa conocerlo?
—Los motivos son los mismos de siempre. En unos pocos meses, la brecha de siete puntos entre vos y Micaela Dorado se ha esfumado. No logro descifrar lo que está sucediendo, pero, de repente, todo el mundo comienza a adorarte, a aclamarte como si te hubieras transformado en la última Coca-Cola en el desierto. En contraposición, yo me alejo cada vez más de la posibilidad de convertirme en presidenta de la nación. La tendencia es prácticamente irreversible, pero tal vez podamos jugar nuestras últimas cartas con Rufino.
—Las cartas ya están echadas, Septiembre —se lamentó Salvaje—. Conozco a Rufino y es una persona que no cree en los manotazos de ahogado, mucho menos a tan pocos días de los comicios.
—Tal vez tengas razón, pero insisto en conocerlo.
—Deberías haberlo hecho en aquella oportunidad cuando te comenté acerca de la teoría arquetípica.
—Tal vez cometí un error.
—Además, me da toda la sensación de que ustedes dos se llevarían a las patadas. Rufino es un ser impredecible, un hombre sin filtro, con la capacidad de sacar de sus casillas al mismísimo papa Francisco. No, definitivamente no es buena idea que se conozcan.
—Como jefa del Partido Republicano te ordeno que lo convoques de urgencia a mi despacho. No hay tiempo que perder. Lo espero mañana a las dos de la tarde.
—Se lo haré saber.
Había algo del encuentro entre Rufino y Septiembre que le daba mala espina a Salvaje. Su lado conciliador decía una cosa, pero su lado contendiente decía otra. Aunque era preciso reconocer que, a esa altura, el encuentro era inevitable.
Era miércoles. El encuentro se llevó a cabo en las oficinas del Partido Republicano donde Septiembre Del Mar atendía sus asuntos cotidianos. Llovía. Diluviaba, a decir verdad. La cita estaba prevista para las dos de la tarde, pero un asunto urgente retrasó a Septiembre por más de una hora. Rufino aguardó impoluto, sin inmutarse, exhibiendo una absoluta hidalguía, casi un quijotismo en un hombre acostumbrado a lo efímero, a lo fugaz. Finalmente, tras una hora de espera que pareció prolongarse por más tiempo, las agujas del reloj le señalaron el camino al despacho de la candidata a presidenta por el Partido Republicano.
Se miraron el uno al otro por unos segundos más de lo permitido.
—Buenas tardes —lo saludó Septiembre sin percatarse del retraso evidente, apretándole la mano y mirándolo con la curiosidad del gato al ovillo enmarañado de lana. Salvaje Arregui había pasado de ser un hilito de humo en la cerilla a un fogonazo inextinguible en un bosque de arrayanes. Y Rufino Croda había sido parte responsable de frotar el fósforo.
Septiembre era una mujer de una belleza infrecuente, como la de un flamenco verde que a la larga llama la atención porque uno se cansa de ver tanto flamenco rosa… Era de una delicadeza extravagante, esa que solo se puede hallar en la celestial desatención de una madre que se hace la distraída ante los primeros reclamos de su bebé en reemplazarla por un biberón, y de una peculiaridad invasiva que embiste despiadadamente al hombre más distraído, aunque no anduviera buscando pleito. La alquimia de su presencia le revolvía las materias a Rufino y le traspapelaban la física superficial con una química trascendental que nunca había experimentado. Quizá no era su extrema timidez lo que lo paralizaba, sino la inédita sensación de sentirse vulnerable ante una mujer horrorosamente hermosa, con un par de esmeraldas pegadas en los ojos que cada vez que se prendían se declaraba un armisticio entre Corea del Norte y Corea del Sur y cada vez que se apagaban se derrumbaba la bolsa de Nueva York. Llevaba un simple vestido de flores multicolores vaporizadas por el agua de lluvia que se abría paso a empujones por la hendidura de las ventanas indebidamente selladas. A sus cuarenta y tantos años se había convertido en candidata a presidenta de la nación por el Partido Republicano. Quince años antes, contrajo matrimonio con un hombre que intentó pintar de rosa al flamenco verde y que se le escabulló como el dibujo de un niño que no consigue mantener el trazo dentro de los límites de la hoja. Tras cuatro años de divorciada no se le había conocido romance alguno a pesar de los innumerables suspiros que su exótica belleza despertaba entre miles de hombres dispuestos a cautivar a una mujer de rasgos desacostumbrados. Su hablar y su andar acelerado desafiaban las leyes del tiempo y la distancia en las fórmulas del movimiento. A pesar de haber sido concebida con un inconfundible olor a bohemia de barrio, transmitía una sofisticación, un refinamiento y una elegancia que hubieran obligado a la mismísima reina de Inglaterra a inclinar la cabeza para hacerle una reverencia. Estudió en la escuela pública número cuatro de Caballito, a pocos pasos de la casa donde había nacido. Entre patadas en los huevos y escupitajos en el puchero logró sobrevivir a dos hermanos varones que no se percataban de que su garganta adolecía de nuez. De su madre aprendió el ejemplo del trabajo duro y el sudor en la frente, y de su padre que el título de señor no se obtiene en universidad alguna. Al finalizar la escuela secundaria se debatía entre convertirse en maestra jardinera o licenciada en Ciencias Políticas. Su amor por los niños le tiraba fuertemente de la pollera, pero la injusticia la descomponía y la desigualdad la exasperaba. Se discernía entre la obligación moral de tomar cartas en el asunto o la decencia incuestionable de no complicarse demasiado la vida. Finalmente, primó su obligación moral y se graduó sin demasiados honores y con notas promedio en la carrera de Ciencias Políticas de la Universidad de Buenos Aires.
Читать дальше