—Rufino, he de reconocer que hemos llegado hasta acá respetando el arquetipo del expedicionario y no pretendo desviarme del territorio de comunicación definido. Pero no logro comprender por qué no seguimos construyendo en esa misma dirección.
—¿A qué te referís, Salvaje? —preguntó Rufino mirándolo fijamente a los ojos—. Justamente es eso lo que estamos haciendo.
—Me refiero a replicar la palabra “expedicionario” en la campaña. No voy a hacerme el creativo, pero me imagino algo como: “El horizonte de la Argentina cuenta con un expedicionario que lo llevará a buen puerto”, no sé, qué sé yo… algo así.
—Menos mal que le picó el bichito de la política y no el de la creatividad —murmuró el gemelo Salvador que no mascaba chicle a su hermano, con la frialdad de una piñata sin caramelos.
—Hay dos palabras prohibidas en nuestra campaña arquetípica —continuó Rufino—, y son justamente: “aventurero” y “expedicionario”. Por todos los medios debemos evitar llevar al terreno consciente lo que debe mantenerse en el inconsciente. En años de comunicación, oíme bien, en años de comunicación, no encontrarás una sola adjetivación “inocente” en una campaña de Coca-Cola, ni una sola adjetivación “villana” en una campaña de Harley-Davidson. La clave pasa por decir sin decir, por adjetivar sin adjetivar. Una cosa es el brief y otra muy distinta es la comunicación. Y ahí golpeamos la puerta los creativos para transmitir mensajes que conmuevan, resuenen y de cuando en cuando se conviertan en íconos populares. Vayamos a los hechos. Le hemos recortado cinco puntos a Micaela Dorado y no tiene sentido girar el timón ahora. La gente no tiene una explicación racional que dar, pero se identifican inconscientemente con tu figura. Y no debemos olvidar que todo pasa por mantenernos consistentes con el tono de comunicación cosmopolita, independiente, bon vivant, trotamundos, inquieto. El concepto “declará tu independencia” apuntala todo lo que la gente pretende ser, pero no se anima a ser. La libertad no se refiere únicamente a la libertad física, sino también a la emocional, psíquica y espiritual.
Era tal la vehemencia de Rufino al hablar que una especie de apichonamiento invadió las convicciones de Salvaje, al igual que aquella vez que vio aparecer su atlética figura por la rendija de la puerta de su oficina. Se encontraba entre la espada y la pared. O cedía ante los cimientos de lo inédito, o cubría las ruinas de lo establecido con la lava fundida de sus convicciones. Fuera como fuere, la variedad de pensamientos se explicaba por el hecho de aceptar miradas diferentes sobre una determinada cosa. Justamente ahí estaba lo bueno y para eso lo había contratado. Y estaba claro que los números avalaban a Rufino. Accionando una válvula de escape, abrió el conducto de salida de agua de la represa y cedió la palabra a sus asesores en comunicación, quienes no hablaban gran cosa. Principalmente un muchacho rubio peinado a la gomina, con chupines que acentuaban una figura descuidada y mocasines marrones con medias amarillas que recalcaban un gusto al menos discutible. Y el Pelícano solo repetía. De haber podido hubieran obstruido la represa con hormigón armado para embalsar el agua y huir por el desfiladero de paredes escarpadas, pero el cauce fluvial había elevado su nivel y ya no quedaba otra escapatoria que la del propio razonamiento. Tras unos segundos de zozobra, y al confirmar que ninguno de los dos se atrevería a hacer uso de la palabra, Salvaje inyectó algo de energía cinética al estado de reposo y les formuló una especie de ping-pong de preguntas y respuestas donde cada uno debía levantar la mano en caso de estar de acuerdo y retenerla en caso de no estarlo.
—¿Les gusta la campaña? —preguntó Salvaje.
Ninguno de los dos levantó la mano.
—¿Y el concepto “declará tu independencia”?
Al principio tampoco la levantaron, pero luego de unos breves segundos el muchacho rubio la levantó. Al verse interpelado el Pelícano también la levantó.
Sin dar crédito al movimiento de masa y velocidad que tomaban las cosas, y anticipando la explosión de Chernóbil, Rufino cerró la tapa del reactor y arremetió contra semejante despropósito.
—La aprobación de una campaña no es un acto democrático —dijo Rufino levantando la voz por encima de su propia altura que no era poca, ya que arañaba el metro noventa. Si estuvieras volando en un avión en medio de una severa turbulencia y el aparato comenzara a zamarrearse de un lado al otro y las mascarillas de oxígeno cayeran y un descenso brutal se apoderada de tu aliento, ¿te tranquilizaría escuchar al piloto proponiendo a los pasajeros un ping-pong de preguntas y respuestas por los altoparlantes? Por sí o por no: ¿disminuyo la altitud o incremento la velocidad? ¿Reduzco el nivel de sustentación o despliego los flaps traseros? ¿Nivelo la nariz del avión o elimino combustible? O qué pasaría si tu hijo estuviera debatiéndose entre la vida y la muerte en plena cirugía a corazón abierto, y el cirujano se dirigiera a la sala de espera a consultar la opinión de los familiares. ¿Intento una incisión en la aorta o destapo una arteria? ¿Hago una transfusión en las válvulas cardíacas o presiono el miocardio?
Salvaje volvió a eludir un frenético impulso de cagarlo a trompadas, pero ya nada de lo que saliera de la boca de Rufino lo sorprendía. Hablaba crudamente, sacándole las capas de formalidad a la cebolla.
El muchacho rubio por fin se animó a opinar y se despachó con un atendible cuestionamiento improcedente por relacionar una campaña publicitaria con una operación de miocardio, a lo que el Pelícano, desencajado por no haber sido él quien generara la controversia, le soltó un puntinazo en medio de los huevos que de alguna manera burlaron la presión y el aplastamiento que ejercía el chupín y se reacomodaron en sus respectivos escrotos.
—¿Qué tiene que ver una campaña a gobernador con una operación de miocardio? —repitió el Pelícano.
—Hay un dicho popular que dice que de publicidad, fútbol y política todo el mundo puede opinar —observó el gemelo Salvador que no mascaba chicle.
—Hay que creer en los dichos populares —dijo el muchacho rubio, aun alborotado por el dolor en los escrotos.
—Yo no estaría tan seguro —dijo el gemelo Salvador que no mascaba chicle. Hay dichos populares que repetimos como loros de manera inconsciente sin percatarnos que cuentan con connotaciones absolutamente contradictorias entre sí: “no por mucho madrugar se amanece más temprano”, pero “al que madruga Dios lo ayuda”. ¿En qué quedamos? ¿Madrugamos o no? “Más vale pájaro en mano que cien volando”, pero “Quién no arriesga no gana”. ¿Qué hacemos? ¿Arriesgamos o no?
—Este tipo de expresiones también pertenecen a las conductas inconscientes del ser humano —continuó Rufino—, así como la decoración de árboles de Navidad, o el ocultamiento de huevos en Pascua, tal como le comenté a Salvaje en alguna oportunidad. Te garantizo que la comunicación es mucho menos subjetiva y mucho más objetiva de lo que todo el mundo cree. Nuestra campaña no puede depender de un ping-pong de preguntas y respuestas a tus asesores en comunicación. Pero de mantenerte en esta postura inflexible estás absolutamente liberado de contratar una nueva agencia de comunicación.
—Ah, bueno. ¿Ahora tampoco podemos opinar? ¿Debemos aprobar la idea tal cual como nos la contaron estas dos láminas de papel carbónico? —Alzó la voz el muchacho rubio.
—¡No podemos opinar! —repitió el Pelícano.
A los gemelos Salvador les gustó más bien poco la parábola carbónica e intercambiaron el chicle en señal de rebeldía.
—Estamos abiertos a intercambiar opiniones sobre la belleza de la flor, pero no sobre su raíz; sobre lo periférico, pero no sobre lo profundo —reflexionó Rufino.
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