—Sí, afirmó escuetamente Jalid, amonestándola y clavándole los ojos como dos estalactitas puntiagudas que le minaban la confianza.
—No logro entender lo que está sucediendo. En apenas cuatro meses de campaña Salvaje Arregui redujo la brecha en cinco puntos. Aún me mantengo dos puntos por encima de él, pero de persistir esta tendencia nos encontraríamos en un hipotético empate técnico al día de las elecciones. ¡Debemos actuar rápidamente para revertir la tendencia antes de que sea demasiado tarde!
Jalid Donig era un embustero, un embaucador, un profeta del sofismo, pero a la hora de referirse a Salvaje Arregui procedía con total sinceridad.
—¿Qué sugerís que hagamos, Micaela? No tengo la menor idea de lo que está pasando. No encuentro explicaciones racionales. Supuse que vos me las darías.
—Tampoco logro hallar una explicación lógica —se apenó Micaela—, pero olfateo algo extremadamente extraño. Su plataforma política se mantuvo inalterable y su aprehensión a renovarla lo han llevado al fracaso en las dos últimas elecciones. Además, sus propuestas económicas no se adaptaron a los nuevos valores de época ni a las exigencias del electorado. Lo que no logro dilucidar es de qué manera se reinventó a sí mismo. Hace unos pocos meses era una reliquia prehistórica, un fascinador de lo extinguido. Hoy se ha convertido en un encantador de serpientes. Tampoco ha renovado a su cartera de ministros y a los pocos a los que se vio forzado a reemplazar fue por causas tan extremas como la jubilación o la muerte. No sé si habrán advertido que últimamente se ha convertido en un pendeviejo insufrible, un hombre que no asume su edad. Un bon vivant despojado de todo charme.
El cabello enrollado en la nuca de Micaela le daba a la escena un aire aún más trémulo y extravagante.
Ulises Cáceres vio una apertura en la conversación para congraciarse con el razonamiento de Micaela.
—¡Es increíble cómo se puede perder la dignidad en un minuto!
—En los últimos meses ha descuidado la campaña. Se dedicó a navegar por mares inhóspitos, a atravesar el cielo en globo, a escalar montañas —se exasperó Micaela. Es evidente que le importa poco la gobernación y no tiene la menor intención en ganar las elecciones. Pero a veces uno encuentra lo que no busca buscando lo que no encuentra. Muchas veces, la mejor estrategia para acceder al poder es justamente esquivarla. Estamos hablando de un hombre que se encuentra más allá del bien y del mal. Y es un enigma indescifrable luchar contra una persona que no tiene nada que perder.
Jalid la dejó hablar mientras revolvía unos papeles, firmaba unos documentos y miraba de reojo el celular. Parecía no darle demasiada importancia al asunto, aunque era un hombre tan impredecible que habitualmente se manifestaba de manera contraria a lo que proclamaba. Cuando decía A era B, cuando decía B era C, y así hasta llegar a la Z. Era como el tero que cacarea de un lado y pone los huevos del otro. Era como el escorpión que inyecta su veneno a quien lo pretende auxiliar. Era veneno en ornamenta de escorpión. Acechaba a su víctima con pinzas repletas de toxicidad. Estaba en su esencia, no lo podía evitar. Había algo que lo llevaba a inferir que la suerte ya estaba echada en favor de Salvaje. Era una corazonada, un presentimiento. Haberle recortado cinco puntos en unos pocos meses eran una pésima señal. En el fondo sabía que la fecha de expiración de su amor por Micaela coincidía con la fecha en que saliera derrotada de la elección. Le permitió desahogarse sin prestarle su hombro, sin ofrecerle contención, como a una botellita que se lanza al mar y se bambolea de un lado al otro sin poder manotear un tronco de donde aferrarse.
—Yo te escucho, aunque no parezca —ironizó Jalid.
—Me gustaría que escuches y que también lo parezca —se quejó Micaela.
—Hiciste bien en venir —dijo Jalid en un tono moderado—. Y no hay de qué preocuparse. Un gobernador debe parecerse a un gobernador, debe expresarse de manera correcta, vestir de forma adecuada, cuidar las formas y transmitir aplomo y moderación. En cambio, este excursionista de camping devaluado se presenta ante la ciudadanía en una tupida barba plateada que se confunde, en una danza siniestra, con extensos mechones de cabello dorado que, a su vez, se impregnan de una viscosidad grasosa y mal oliente desprendida por la combustión de su pipa. Sus palabras ampulosas, casi místicas, apelan a factores naturales, a corrientes marinas, a chispas de lava que parpadean eclipsando la garganta oscura de su voz. Ahora parece que se le ha antojado practicar deportes extremos sin tomar ningún tipo de recaudo. Es evidente que lo hace por llamar la atención, para que nos pasemos el día hablando de sus peripecias. Por el momento la estrategia le ha funcionado, pero una cosa es verlo y otra muy distinta es votarlo. Es como la rosa: a simple vista te atrae, pero al ponerle la mano encima te repele.
—“No interrumpas a tu enemigo cuando está cometiendo un error”, se despachó Ulises Cáceres aludiendo a un supuesto enunciado de Napoleón Bonaparte y girando repetidamente la bombilla para darse un poco de luz en el mate.
—¿A qué error te referís? —gritó Micaela enardecida—. ¡Salvaje Arregui nos acaba de recortar cinco putos puntos, infeliz, por si no te has enterado!
—Al margen de la incomprensible conducta de los votantes, podría sospecharse que nos estamos enfrentando a un hombre más cercano al arpa que a la guitarra —reflexionó Ulises. Entregar el voto a un candidato con intenciones evidentemente suicidas no concuerda con la lógica de sensatez que la ciudadanía ha expresado en tantos años de democracia. Salvaje es libre de arrojarse sin paracaídas de una avioneta a diez mil metros de altura, pero la ciudadanía es libre de no votar a un insensato. El pueblo busca previsibilidad y concordancia en el futuro gobernador que dictará los destinos de la provincia de Buenos Aires por los próximos cuatro años.
No debes angustiarte, Micaela. En un mes mandaremos a relevar nuevas encuestas que resultarán en una caída segura en la imagen de Salvaje Arregui que se derrumbará como un castillo de arena arrastrado por la crecida del mar.
Micaela puso una cara semejante a la de una madre primeriza que retiene sus impulsos homicidas al verse sermoneada por su suegra sobre la manera correcta de criar a su bebé.
—Puede que Ulises esté en lo cierto —dijo Jalid poniendo paños fríos. Simplemente hay que dejar que la naturaleza haga su trabajo.
—¿Cómo pueden estar tan seguros? —interrumpió Micaela.
—Son años de profesión… —alardeó Ulises subiéndose a un pony.
—No te vengas a hacer el argentino conmigo —lo amonestó Micaela.
—Es de manual, Micaela —insistió Ulises—. Un hombre que luego de años se afeita la barba llama la atención el primer día; pero después de un tiempo, la cara al ras se vuelve tan indiferente como la tupida barba plateada.
—Esta dialéctica de jardín de infantes no nos lleva a ningún lado —sentenció Micaela. Y como yo no iba a quedarme de brazos cruzados viendo cómo mis votos se evaporaban por arte de vaya uno a saber qué, contraté a una consultora privada para que indagara sobre los verdaderos motivos de este enamoramiento repentino de los votantes por Salvaje. ¿Pueden imaginar lo que respondieron?
—No —contestó Ulises tragando la poca saliva que aún le quedaba.
—La mayoría de la gente dijo que hay un no sé qué en Salvaje.
—¿Un no sé qué? —repitió Jalid.
—Te lo juro, eso dijeron. Su nueva figura despierta algo incomprensible que les infunde confianza, respeto y admiración. Es como si los hubiera hechizado con el movimiento perpendicular de un reloj pulsera. Como si les hubiera lavado la cabeza y hubiera aplazado su razonamiento. No sé, nunca vi una cosa igual. Lo más inquietante es que lo veneran hasta el punto de querer imitarlo. Y tal como les mencioné anteriormente su plataforma política se mantuvo inalterable. No logro entender lo que está pasando, si es que está pasando algo que no logro entender.
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