—Te suena Richard Branson —preguntó Rufino aludiendo al dueño de Virgin Group.
—Claro, cómo no —replicó Salvaje—. El magnate de los negocios anglosajones.
—No viene al caso detenerse en su visión para hacer negocios, pero un tipo capaz de crear 360 empresas refleja un extravagante espíritu competitivo, porque ser un emprendedor también es sinónimo de aventura.
—La libertad no se refleja únicamente al desafiar la naturaleza —aseveró Salvaje.
—En todo caso se refleja al protegerla —lo contradijo Rufino—. Y a lo que nunca deberías renunciar es a tu propia naturaleza, a tus propias convicciones y a tus propios ideales. Y eso fue justamente lo que movió a Branson a conseguir el récord mundial por el cruce más rápido del océano Atlántico en su embarcación: Virgin Atlantic Challenger. Lejos de conformarse con eso, dos años más tarde, volvió a cruzar el océano Atlántico, pero esta vez en globo. En 2004 realizó el cruce más rápido al canal de la Mancha en un vehículo anfibio. Y unos años más tarde obtuvo el récord mundial al vuelo más rápido entre Marruecos y Hawái. ¿Te recuerda a alguien?
—¿Lo que intentás decirme es que Branson realizó todas esas maravillas para posicionar a su marca Virgin como una marca aventurera? —preguntó Salvaje.
—Más bien lo contrario. Su marca se posicionó gracias a la figura de Branson. Muchas veces las marcas se parecen a sus dueños.
—A ver si logro descifrarte. ¿Estás insinuando que yo debería convertirme en el primer candidato a gobernador en atravesar la Cordillera en globo?
—Vamos progresando, Salvaje —dijo Rufino.
—¿Te volviste loco?
—¿Qué haces los fines de semana?
—¿Qué tiene que ver?
—Todo tiene que ver con todo.
—Visito a mis hijos, ejercito mis músculos en el gimnasio, juego al fútbol con mis amigos, voy al cine, salgo a cenar… Qué se yo, lo mismo que cualquier mortal.
—Pero vos no sos cualquier mortal. Vos sos el candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires —se impacientó Rufino mientras se detenía específicamente en los partidos de fútbol de los fines de semana.
—¿Te gusta el fútbol?
—No mucho.
—Y entonces, ¿por qué lo jugas?
—Porque me da popularidad. Convocamos a la prensa antes de cada partido.
”El fútbol es el deporte argentino por excelencia y me acerca al hombre común y corriente. En cambio, recorrer el país en globo me alejaría de ellos. Me da toda la sensación de que se trata de una experiencia demasiado sofisticada para la gente de a pie, una práctica elitista de la cual no se sentirían representados. Por no decir, además, que le estamos hablando a la gente de un deporte individual en un país donde predominan los deportes en equipo.
—No me llevo bien con aquellos deportes donde se puede empatar —aseguró Rufino. Y generalmente se trata de los deportes en equipo.
—¿Qué tiene de malo empatar?
—Que nadie gana.
—O nadie pierde, según la óptica por donde lo mires.
—Ahora entiendo por qué perdiste las últimas dos elecciones —lo frenó en seco Rufino apretando la pelota y tajeándola con una navaja filosa—. El día que dejes de ser otro ganarás la elección. Los argentinos no se van a identificar con vos porque juegues al fútbol; ellos son fútbol, son baldío, son camiseta de club de barrio, son pelota de trapo y no se van a detener justamente en alguien que hace lo que ellos hacen, sino justamente en alguien que hace lo que ellos no hacen, o no se animan a hacer. Ya te lo expliqué antes. Es cierto que la Argentina es un país relacionista donde predominan los deportes grupales. Es el país de la amistad, de los vínculos sociales, de los encuentros familiares, de los asados, y la sobremesa. Los argentinos no somos de raíz argentina. No descendemos de los aztecas como los mexicanos, ni de los incas como los peruanos, ni de los mayas como los guatemaltecos. Adolecemos de una raíz cultural, de una tradición arraigada a una civilización arcaica. No hay apellidos argentinos porque descendemos de los españoles y de los italianos, países gregarios si los hay. Hasta el origen de la palabra “argentina” es italiano. Ciertos arquetipos pueden aparentar ser más efectivos en una cultura que en otra. Por ejemplo, los arquetipos generalistas como “hombre/mujer común” parecen ideales para una cultura relacionista como la nuestra. Y los arquetipos individualistas como el salvaje (evitando alusiones personales) funcionarían mejor en culturas individualistas como las de Estados Unidos o Inglaterra. Sin embargo, la teoría funciona exactamente al revés. A las culturas relacionistas les generan una mayor atracción inconsciente aquellos arquetipos individualistas y a las culturas individualistas les generan una mayor atracción inconsciente aquellos arquetipos relacionistas. Es como la gata flora, quieren lo que no tienen. Pero no debemos confundir individualismo con egoísmo, autonomía con codicia. En realidad, construyen algo colectivo sin perder su individualidad. La propia persona sin abstracción de las demás. Lo importante es que las grandes masas de gente no anulen al individuo.
Debemos comenzar a quemar los libros de marketing que avalan esas teorías de que la gente se mira en el espejo que les devuelve su figura; eso de que buscan marcas que hablen su mismo idioma. El arquetipo “aventurero” es individualista, pero no por eso deja de ser gregario.
Pues entonces debés abolir la pelota y comenzar con los preparativos para atravesar la cordillera de los Andes en globo. No los subestimes. Las personas captan rápidamente cuando alguien hace algo forzado buscando sacar un rédito que no le corresponde. Ellos pueden detectar que jugás al fútbol por conveniencia. Y como no te creen no te compran y tu imagen en lugar de crecer se desmorona. Así de simple. Te van a empezar a votar cuando te animes a escalar el Aconcagua o a cruzar a nado el Río de la Plata o cuando rompas el espejo de la identificación que no es tal. Está en tu naturaleza y tu naturaleza es lo que crece en tu jardín, no en el jardín del vecino.
—He escalado el Aconcagua. Sin embargo, que yo sepa, nadie se percató—lo contradijo Salvaje.
—No lo escalaste siendo candidato. Además, en lugar de haber convocado a la prensa a un partido de fútbol deberías haberla convocado al pie de la montaña. De haberlo hecho, ya serías gobernador.
—Dudo de que quisieran acompañarme a escalar el Aconcagua.
—Ellos no, pero su tinta sí.
—Avalo tu teoría, Rufino, pero hay algo que no me termina de cerrar. Jamás me consideré un aventurero, en todo caso siempre preferí ser reconocido como un expedicionario.
El comentario le abrió los ojos a Rufino.
—¿Cuál es la diferencia?
—Parafraseando al intrépido Alfredo Barragán: “Un aventurero se tira al mar a ver qué pasa. Un expedicionario, en cambio, se tira al mar sabiendo exactamente lo que va a pasar porque durante años estudió las corrientes marinas, la dirección de los vientos, las temperaturas, las profundidades oceánicas, los termo climas”. Al expedicionario las cosas no le van sucediendo, sino que hace que le sucedan. No puede ocurrir un imprevisto. Antes de lanzarme con Nelo Pimentel a recorrer los siete mares, trabajamos denodadamente en la estabilidad de La Tempestad, en su quilla, en sus lastres, en su combinación de peso y longitud. Esta obsesión por los detalles la implementamos en cada desafío intempestivo que iniciamos.
Rufino leyó algo entre líneas que es la manera más difícil de leer.
Extrajo del bolsillo del saco la libreta que siempre llevaba consigo y comenzó a anotar agitando las manos dando muestras de una visible excitación.
Salvaje le había concedido una nueva óptica sobre los arquetipos, una capa de arena que tapaba algo más profundo aún. Algo extremadamente peculiar olfateaba en ese hallazgo, pero aún no lo podía descifrar. A Rufino lo excitaba interactuar con personas inteligentes porque se nutría de ellas y habitualmente les extraía algún jugoso entrecot de la mente.
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