—Así parece, pero retomemos la senda de nuestra catarsis biográfica. ¿Tus películas favoritas? —preguntó Rufino.
—Indiana Jones, Star Wars, Náufrago —enunció Salvaje recuperando la línea de la conversación mientras levantaba la mano para pedir su segundo café, aunque en esta oportunidad la balanza se inclinaría por una infusión Medium Road originaria de Kenia.
—¿Un personaje admirado?
—Neil Armstrong, Jacques Cousteau, Ernest Hemingway.
—¿Una marca de autos?
—Jeep.
—¿Un deporte?
—Surf.
—¿Una marca?
—Red Bull.
—¿Una marca de indumentaria masculina?
—Timberland, Wrangler, Patagonia.
—¿Una bebida alcohólica?
—Johnny Walker.
A medida que avanzaba la entrevista, Salvaje sacudió sus prejuicios, se fue aflojando el nudo que le aprisionaba la garganta, y su evocación floreció como un árbol genealógico cuyos brotes ramificaron la conversación por el espacio de horas y horas transportándolo a Manchita, su fiel dogo de la infancia cuyo apodo no le hacía justicia a la fama del animal, a su abuela Nelly que a los noventa y cinco años había muerto de nada, que es la manera más difícil de morir, al pelotazo en el vidrio roto del vecino, a su ojo en compota por esa noble adicción de perseguir amores imposibles, a sus sueños incumplidos de convertirse en piloto de líneas comerciales, a su tía Malela y su mousse de chocolate con doce huevos batidos a mano y sus budines de naranja. Compadecía la indulgencia de sus padres por haberse mantenido unidos por amor a sus hijos y no por amor a ellos mismos; como si sus hijos fueran a aplaudir la resiliencia de sus padres de extender la agonía, en lugar de celebrar la desobediencia por claudicar a un amor envejecido.
A pesar de haber contraído matrimonio en dos oportunidades, se quebró al adentrarse en las vicisitudes del amor verdadero del que se sentía ajeno y despojado, ya que jamás había tenido la deferencia de golpear a su puerta, y si lo hizo, él no se encontraba en casa. Era acaso la expresión más pura y sosegada de un hombre al que le brotaban por los poros secreciones hormonales de adrenalina por adentrarse en desafíos imposibles (adjetivo al que le había amputado el prefijo para convertirlo en posible) mediante un espíritu explorador que le permitió conquistar el Aconcagua, navegar los siete mares y cruzar el mar de las Antillas en kayak. Tan a gusto se sentía esa mañana en Starbucks que incluso confesó su próxima proeza que se debatía entre atravesar el océano Atlántico desde el Puerto de Santa Cruz de Tenerife hacia Venezuela en una primitiva balsa de troncos a vela y sin timón, o descender por el hueco de un volcán apagado en Nicaragua.
Sacando pecho, le enseñó la medalla de plata que había recibido al obtener el segundo puesto de la America’s Cup, la competición a vela más importante del mundo, y que siempre llevaba consigo como fiel reflejo de su espíritu deportivo.
Rufino escuchó atentamente a Salvaje hasta convencerse de que el arquetipo que mejor lo representaba era tan encarnizadamente brutal, tan elípticamente proporcionado que hasta un niño lo hubiera detectado con la módica asistencia de su intuición y una lupita que hiciera combustión con las hojitas secas de su pasado. Por un momento lo inquietó haber acordado semejantes honorarios en dólares para un territorio de comunicación tan evidente, tan elocuentemente coetáneo para todo el mundo, menos para Salvaje.
—Ya es tiempo de que saquemos a relucir el aventurero que hay en vos, Salvaje —reflexionó Rufino con un convencimiento tal que hasta los fondos buitre hubieran cedido parte de su ganancia en acciones caritativas.
—¿Aventurero?
—Tan aventurero sos que hasta te llamás Salvaje. Ante semejante exposición, puedo asegurar sin temor a equivocarme que el arquetipo que mejor te representa es el “aventurero” porque siempre se mantuvo latente en tu interior, en la dermis, no en la epidermis, en todo lo que se mantenía oculto, pero acaba de asomar la cabeza por la rendija de la persiana. Es hora de que dejes de ponerte las medias al revés, que te entreabras la camisa y dejes de ahorcarte con la corbata. Tu próxima campaña debe transpirar aventura en cada acción, en cada palabra, en cada gesto. Marcas aventureras como Heineken, Red Bull o Jeep utilizan un tono de comunicación individualista, cosmopolita, inquieto, intrigante, bohemio. Debemos convertirte en el trotamundos de la política, el bon vivant de los grandes placeres de la vida.
—Son justamente las marcas que enuncié anteriormente —balbuceó Salvaje.
—Y esas cosas no pasan por casualidad. Johnny Walker es el whisky escocés más vendido en el mundo. Sus fundadores aprovecharon el apellido de la familia para posicionarse como una marca aventurera.
Su eslogan lo refuerza aún más: “Keep walking”.
El famoso y popular logo de la marca, mejor conocido como “el caminante”, surge en 1908 y, al mejor estilo de la época, representa a un caballero con galera y bastón, elegante y refinado. Su comunicación más emblemática retrata aquellos momentos bisagra de la humanidad: la llegada del hombre a la luna, el primer vuelo a motor, la construcción de la ciudad de Nueva York y la caída del muro de Berlín: “Quién sabe a dónde nos llevará el próximo paso”, declara el concepto de campaña.
—Otra emblemática marca aventurera es casualmente el sitio que nos cobija —continuó Rufino mientras relojeaba vagamente todo aquello que lo rodeaba—. Los orígenes de Starbucks se remontan a la famosa novela Moby Dick escrita en 1851 por Herman Melville que narra la historia del capitán Ahap, quien tiene una extraña obsesión por perseguir a una ballena blanca por los mares de todo el mundo a bordo de su embarcación Pequod. Podrás deducir rápidamente el nombre del primer oficial del barco.
—¿Starbucks?
—Acertaste —confirmó Rufino—. En ese personaje se inspiraron los tres socios fundadores de la que es hoy la cadena de cafeterías más grande del mundo. ¿Sabés en qué sitio abrieron la primera cafetería?
—No.
—En el Pike Place Market, a unos metros del muelle de Seattle, famoso por sus puestos de pescado fresco. Por favor, mirá a tu alrededor y decime qué figura representa su isologo.
—Una sirena, evidentemente —respondió Salvaje mientras comenzaba a explicarse el motivo por el que estaba tan cómodo aquella mañana.
—Una sirena, sí, pero no cualquier sirena; una de color verde, verde naturaleza. En cualquiera de sus 26.000 sucursales se pueden degustar sabores que provienen de todas partes del mundo. Como ese Gold Coast blend que pediste al llegar, o el Medium Road de Kenia que ahora te quema la garganta. Prestá especial atención al mobiliario: madera anudada con grandes tornillos metálicos. A vos que navegaste los siete mares, ¿te recuerda algo?
—Me recuerda a mi embarcación: La Tempestad.
—Es así como decís. La experiencia de compra tampoco se encuentra librada al azar, ya que se distingue justamente por la modalidad de ofrecerte un simple café para que prosigas tu viaje, no para que te detengas.
”Primero te venden la libertad y después te venden el café. Una simple receta que no falla.
”No se trata de un ámbito que se caracterice precisamente por la amabilidad de sus cómodas sillas que inviten a instalarse durante horas a conversar de bueyes perdidos con amigos de ocasión. Cada mínimo detalle, cada pequeño elemento, ha sido estudiado y analizado a la mínima expresión. ¿O realmente alguien se puede imaginar que todo esto es casualidad? Al momento en que una persona se detiene en un Starbucks no solamente absorbe el café, sino también el posicionamiento inconsciente del aventurero y emprende una travesía simbólica en una embarcación en medio del mar, una pequeña licencia que de alguna manera nos ha permitido por un instante escapar de la rutina y de la jungla de cemento. Y esa percepción inconsciente es la que nos predispone a pagar un poco más por un café similar al que encontraríamos a la vuelta de cualquier esquina a un precio ridículamente más bajo.
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