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La entrevista entre Rufino y Salvaje se llevó a cabo en un café Starbucks enclavado en la esquina de avenida de Mayo y Luis Sáenz Peña, a metros de la Plaza del Congreso, famosa por sus habituales e innumerables manifestaciones populares.
—Podrías haberme convocado en un sitio algo menos transitado y más alejado del caos de la ciudad —se quejó Salvaje visiblemente contrariado.
Por algún motivo, andar por la vida de saco y corbata es sinónimo de respetabilidad y circunspección. Y Salvaje vestía esa solemnidad que contrastaba con la informalidad de los manifestantes.
—Nada mejor que una manifestación socialista para que el futuro gobernador de la provincia de Buenos Aires oiga de primera mano los reclamos de la gente, —respondió Rufino desentumeciendo el mal humor matutino de Salvaje.
—¿Cómo podés estar tan seguro de que se trata de una manifestación socialista?
—Porque la multitud se desplaza desde la avenida San Juan hacia el Obelisco.
”En cambio, si se tratara de una manifestación capitalista, la multitud se desplazaría desde la avenida del Libertador hacia el Obelisco. Es increíble cómo un simple cambio de dirección fracciona la sabiduría popular.
Salvaje se mantuvo en silencio mientras bebía su café Gold Coast blend y observaba a los manifestantes con pancartas en las manos exigiendo más trabajo y planes sociales. Una enorme pancarta le llamó poderosamente la atención. Estaba sostenida por una mujer arrozmente gorda e incluía una leyenda que declaraba sin eufemismo alguno: “tenemos hambre”. Su pensamiento dibujó lógicos paralelismos relacionados con las propiedades de la polenta y su doble interpretación cáustica que no venía al caso aclarar, y prefirió eludirlas en el brevísimo período de unos segundos de cocción. Hubiera podido incorporar a su estofada reflexión las propiedades de lentejas o garbanzos rehogados en su salsa, pero no tenía interés alguno en que tildaran a su pensamiento de gorila. Pero lo mismo se quedó pensando y una sonrisa tenue, palpablemente indecorosa, se asomó por los ángulos de su boca que quiso (o guiso, por continuar con esta pavada onomatopéyica), compartir la ocurrencia con Rufino que observaba perplejo a través de la ventana el desesperado intento de una pequeña mosca por escapar de su repentina prisión de seda plateada: una tela de araña excepcionalmente tejida que se interponía entre la mosca y la libertad. Apiadándose del estado de abstracción en el que se encontraba su alunado amigo, Salvaje dejó pasar unos breves segundos hasta que por fin se decidió a posar su dedo pulgar sobre su homónimo mayor, y ejerciendo una inconmensurable presión frotó ambos dedos haciéndolos chocar entre sí mediante un terrible latigazo cuyo sonido alteró la plácida abulia de Rufino e interrumpió de un chasquido la épica contemplación de la lucha entre la mosca por sobrevivir y la araña por succionar los líquidos del díptero alado.
—Dejá de joder, che —dijo Rufino—. Viví y deja vivir, hermano.
—Será que detesto la dispersión humana— contestó Salvaje.
—Abstraerse es humano, es uno de los pocos instantes en la vida en que se evaporan los pensamientos y nos sumimos al notable privilegio de permanecer con la mente en blanco.
—Yo también andaba pensando en algo relacionado con la evaporación, pero de líquido escaldado.
—¿Notaste que el sonido que se produce con el chasquido de los dedos no proviene del roce entre ellos, sino del golpe del dedo mayor contra la palma de la mano? —observó Rufino de lo más asombrado por el descubrimiento.
—¿De qué hablás, flaco?
—Intentá nuevamente el chasquido y comprobalo por vos mismo.
Salvaje no daba crédito a la conversación, pero la curiosidad mata al gato y se encomendó nuevamente al acto de chasquear los dedos. Los ojos se le abrieron como dos pelotas de hule al comprobar que efectivamente el sonido no provenía del choque entre los dedos sino del latigazo del dedo mayor al estrellarse contra la palma de la mano. Absolutamente absorto por el descubrimiento lo repitió en reiteradas ocasiones hasta cerciorarse de que la hipótesis se convirtiera en la teoría práctica que explicara el fenómeno. Y así coincidieron por unos segundos chasqueando los dedos al unísono mientras los demás comensales encorvaban ligeramente la espalda, intercambiaban miradas reticentes, encogían sus hombros, elevaban las cejas y apretaban los dientes superiores contra el labio inferior.
(Parecía como si todos estuvieran jugando al truco y hubieran ligado en la misma mano el ancho de espada y alguno de los cuatro tres de la baraja española), y amontonaban sus manos encarnando una figura similar al rezo o a la plegaria mientras las sacudían de arriba abajo como si estuvieran mezclando dados u ocultando una vaquita de San Antonio en evidente mueca corporal de sorpresa o alucinación.
Luego de un tiempo prudencial recuperaron la compostura y se encomendaron al motivo que los había reunido allí.
—Debemos sumergirnos en tu infancia, en tu adolescencia, en tus primeros años de juventud y en todo aquello que te formó como persona —le informó Rufino—. Como si fuera un biógrafo, intentaré llevarte por todos los rincones de tu vida hasta dar con tu arquetipo primario. Una vez detectado, pondremos manos a la obra en la construcción de una campaña de comunicación que saque a relucir tu verdadera personalidad, tu verdadera esencia, e impulse tu figura hacia los vericuetos inconscientes de la ciudadanía. Te pido encarecidamente que no faltes a la verdad ni me ocultes información.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Muchas veces hasta los pacientes más encumbrados les mienten a los médicos, a los psicólogos, incluso a sí mismos. Solo te lo menciono porque si noto que faltas a la verdad, y te aseguro que lo voy a notar, será el fin de nuestra efímera relación comercial.
—¡Yo soy el cliente y vos el consultor, carajo! Soy yo quien decide el momento en que esta relación comercial se termina —se exasperó Salvaje experimentando pequeñas contracciones de cólera mientras revolvía nerviosamente el café al que cargó con tres nuevas cucharadas de azúcar para matizar la amargura que el comentario de Rufino le había provocado.
Rufino apoyó los codos sobre la mesa con el rostro entre las manos.
—No sé por qué te pones así con una simple recomendación, che —dijo Rufino.
—Vos cumplís con esa rara condición innata de cagarme el día cada vez que abrís la boca —se encolerizó Salvaje.
A Rufino le dieron unas ganas locas de tirar todo al diablo. Sin mediar palabra, le dio un último sorbo a su blend Veronna, tomó sus cosas, se incorporó y se marchó del lugar.
Salvaje lo persiguió con la mirada.
Arrastrando las zapatillas con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y con los ojos en el piso, atravesó la ventana por el lado de afuera del Starbucks donde la mosca y la araña aún se debatían en su enfrascada batalla evidentemente dispar (no por la superioridad física de uno contra el otro, sino por el contexto evidentemente desfavorable para el díptero alado, ya que en una lucha cuerpo a cuerpo en un terreno neutral, el pequeño artrópodo no tendría chance alguna contra la mosca). De repente, Rufino se estremeció no solo por el ruido seco del certero puño de Salvaje estrellándose en reiteradas ocasiones contra la fina capa de cristal que propiciaba de abertura lumínica hacia el exterior o hacia el interior del Starbucks (dependiendo el lado de la ventana en que se sitúe el lector), sino también por la reprobable mueca en que, con una habilidad digna de reconocimiento, hizo curvar sus dedos índice, anular, medio y meñique de ambas manos y los sujetó apretándolos a los respectivos pulgares conformando una especie de recipiente o montoncito que se agitaban con movimientos ascendentes y descendentes en perfecta coordinación de tiempo, espacio y distancia y que expresaban de una manera precisa un exabrupto del calibre de: ¡vos sos boludo! O ¡a vos te faltan algunos caramelos en el frasco! O ¡vos no tenés todos los patitos en fila!
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