Miguel Tornquist - Ladrón de cerezas

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"Ladrón de cerezas" es un ensayo arquetípico atravesado por una novela, o una novela atravesada por un ensayo arquetípico: así como las aguas dulces y saladas de los estuarios que se funden en una sola agua, el lector decidirá pararse del lado del ensayo o del lado de la novela.
Rufino Croda es un publicitario del montón con graves desvaríos de personalidad que promueve una extraña teoría arquetípica basada en los hallazgos del psiquiatra y psicólogo suizo Carl Gustav Jung, jamás utilizadas en campañas políticas.
Relatos de aventureros, héroes, magos, villanos, inocentes, sabios y rebeldes se confunden entre historias de amor, pasión, traición y amistad.
Con sutil humor y un final sacudido por la conmoción, «Ladrón de cerezas» libera los arquetipos del corsé del marketing y la publicidad para acercarlos al folclore popular.

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—Soy yo quien debería agradecerte por la lección arquetípica que acabo de experimentar —bramó Rufino extasiado—. ¡El expedicionario y el aventurero! Dos caras de una misma moneda que se complementan.

—Acostumbro a sorprender a la gente —alardeó Salvaje sin entender realmente lo que había dicho para extasiar de tal manera a Rufino.

—Tampoco te pienses el quinto Beatle —replicó Rufino bajándole los humos.

—Es que estás re manija, che.

—Porque se me acaba de espabilar una idea que me ha estado dando vueltas en la cabeza por años.

—Alguno de los tantos misterios que aún no han sido develados.

—Hay algo detrás del aventurero —dijo Rufino emborrachándose de nostalgias.

Salvaje se sentó al borde de la silla, echó su cuerpo hacia atrás y le puso una mano en el hombro a Rufino.

—Desde hoy que la tenés con los aventureros, Rufino, pero vamos a zambullirnos al mar de los expedicionarios, vamos a navegar entre olas mayores que los tres a cuatro metros y a enfrentar las más aterradoras tormentas y vientos huracanados, y muy probablemente seremos cebo de tiburones, pero no vamos a naufragar. De eso debemos quedarnos tranquilos.

Rufino echó el cuerpo hacia adelante, apoyó ambos codos sobre el borde de la mesa y se puso a observar por la ventana cómo se diluía la manifestación socialista.

—Estamos como queremos —balbuceó Rufino.

Finalmente se estrecharon las manos y se dieron una palmada en el hombro. Mientras Rufino se retiraba del lugar, Salvaje comenzó a desajustarse la corbata que tanto lo oprimía.

Enredo de sábanas

A escasos seis meses de las elecciones generales, las encuestas reflejaban un aplastante triunfo de Micaela Dorado, candidata a gobernadora de la provincia de Buenos Aires por el Partido Popular. Una mujer de un cuerpo transitado e indiscreta compañera de sábanas de Jalid Donig, presidente de la nación que también se postulaba a la reelección.

Jalid Donig era un hombre de principios jabonosos y dignidad resbaladiza. Como una olla de teflón todo se deslizaba en su superficie, nada se mantenía impregnado en el metal. Sus valores humanos encubrían resortes que se esparcían dispuestos en espiral y se deformaban y se estiraban y se comprimían adaptándose a su conveniencia inmediata. Podrido en plata, era señalado en un sinnúmero de causas de corrupción jamás esclarecidas, eludía a la justicia valiéndose de jueces comprados y fiscales puestos a dedo en una enmarañada red de marionetas manipuladas con hilos invisibles que se movían a su antojo como pequeños títeres en miniatura. Su reputación se iba a pique como un ancla en el mar, pero se aferraba al poder gracias a votos comprados y planes sociales distribuidos sin discreción alguna. De origen armenio, era capaz de fracturarle la tibia a su propia madre por unos pocos pesos o por un pilaf de arroz. Un hombre de temer, un farsante, un impostor, un ser inescrupuloso capaz de embaucar a millones de argentinos en una empresa deficitaria para todos, menos para él. Lo único coherente en su persona era la correlación de su atroz aspecto exterior con su espeluznante aspecto interior. Un rostro marcado por la viruela que le ocasionaba una afección en la piel con áreas escamosas y zonas rojas. Una figura antropomórfica contorneada por anillos de sebo trazando circunferencias en espiral alrededor de un cuerpo gelatinoso y un vientre tan explotado que los botones del pantalón se ganaban, con creces, el jornal de cada día. Hasta los ojos eran fofos. Su inherente traje negro de marca dudosa lo acompañaba en sus recorridas habituales con la fiel compañía de una costra de caspa tan blanca que alguna vez un cocainómano confundió su hombrera y la aspiró. Era un fumador tan empedernido que los cigarrillos olían a él, y sus dientes tan negros que, al sonreír, su cara parecía virar a un tono extremadamente blanco, y su mal aliento crónico viraba al azul la cara de los desafortunados oyentes que se le plantaban a menos de un metro de distancia. Al expresarse de manera atolondrada se le formaban repugnantes montículos de espesa saliva en los extremos de las comisuras de la boca. Un ser tan repugnante como Micaela Dorado, capaz de aspirar de esa espesa saliva por un centímetro de poder y algo de reconocimiento. Una mujer con el estómago de la mosca que sobrevuela por la mierda sin molestarse por enmascarar la escatológica fragancia posándose de cuando en cuando sobre algún jazmín.

Las cifras oficiales mostraban a Salvaje Arregui siete puntos por debajo de Micaela Dorado y con el margen ampliándose.

El pronóstico no era el más alentador.

—¡Otra vez sopa! Se ofuscó pesadamente Salvaje, mientras encendía el vigésimo cigarrillo Marlboro. No hay manera de revertir semejante diferencia. Lo mismo me ha sucedido en las dos elecciones anteriores. Para qué darle más vueltas al asunto. ¡Se terminó! Era mi última oportunidad de convertirme en gobernador de la provincia de Buenos Aires.

—¿Por qué hablás en pasado? —preguntó Rufino—. Aún contamos con tiempo suficiente para revertir esta tendencia decreciente.

—¡Seis meses no es tiempo suficiente para recortar siete puntos en las encuestas!

—Nacen bebés seismesinos.

—Vos y tus metáforas…

—Mientras sigamos el plan al pie de la letra podremos dar el batacazo.

—¡Los batacazos solo pasan en el hipódromo! ¡En ningún otro lugar pasan! —gritó, Salvaje enfurecido—. Esto se trata de política y en política no hay lugar para sorpresas ni resultados inesperados.

—Vamos a atacar el problema real en lugar de seguir dando vueltas por la periferia —replicó Rufino.

—Tal vez aún estamos a tiempo de cambiar el rumbo. En una de esas Septiembre tenía razón —balbuceó un Salvaje pensativo—. Me genera ansiedad la posibilidad de haberme equivocado.

—La ansiedad es pensar que siempre se pudo haber elegido algo mejor: una esposa mejor, un trabajo mejor, un auto mejor, una casa mejor. Y de esa manera entrás en un círculo vicioso de nunca acabar que finaliza irremediablemente en un aneurisma. Debemos validar nuestras propias decisiones y confiar en nosotros mismos.

—Eso y decir que te conformás con poco es básicamente lo mismo —lo inquirió Salvaje.

—Hay que valorar lo que uno tiene, che, que es muy distinto. El verbo conformarse tiene mala fama, porque uno no debe mirar únicamente hacia arriba, también debe mirar hacia abajo y reconocer el centro como nuestro punto de equilibrio.

—Es que tengo ambiciones por superarme.

—La ambición es el motor que nos mueve todos los días. Es necesaria la ambición. Pero cuando la ambición ambiciona desmesuradamente se convierte en el azúcar que se estanca en el fondo de la taza de café y ya no se disuelve en el líquido por estar excedido justamente de azúcar.

—La ambición tiene la buena fama que le falta al conformismo —dobló la apuesta Salvaje.

—Todo en su justa medida —concluyó Rufino.

Al otro fin de semana, Salvaje canceló sus habituales partidos de fútbol con amigos para embarcarse en un velero rumbo a Colonia, Uruguay, con la única compañía de cuatro o cinco peces muertos que flotaban panza arriba a la orilla del río. Era un tibio sábado de madrugada cuando soltó amarras en el puerto de San Isidro y aceleró hacia el Río de la Plata a una velocidad promedio de cinco nudos por hora. El clima se perfilaba óptimo y se propuso alcanzar el puerto de Colonia al anochecer. No llevaba combustible en el motor. El desafío era navegar a vela únicamente: Salvaje, el río y la embarcación, una fiesta de tres invitados únicamente; y el viento que se colaba de cuando en cuando saltando por la medianera. La prensa fue invitada especialmente a cubrir la travesía. Rufino se apuró en entregarles la hoja de ruta del trayecto y los alentó a tomar fotografías y capturar imágenes audiovisuales del inicio de la travesía. Salvaje se hizo angular en las lentes de las cámaras que le deformaban su descolorida sonrisa por el ojo de pez. Sus focales reflejaban a un navegante con su barba mal afeitada, jeans gastados, camisa leñadora y un sombrero de paja estilo canotier. Llevaba en su mano derecha el cuento de Hemingway: El viejo y el mar y en su mano izquierda una pipa que Rufino se había ocupado de reemplazar por sus habituales cigarrillos Marlboro. Haciendo unos pequeños movimientos giratorios deslizaba las velas y calibraba la aguja náutica con una destreza que llamaba la atención. Al momento de zarpar experimentó una sensación de sosiego, una conciliación tan ancha como las aguas que iba a navegar; un presagio de medialuna en el café, de miga de pan en el huevo, de dedo en la torta, enlazados en un festín de una versión superadora de sí mismo. Lo alborotaba un cosquilleo en el pecho, un ejército de hormigas coloradas que avanzaban a paso redoblado sobre un campo de batalla minado por el desasosiego y la contrariedad de lo no auténtico, lo ilegítimo, lo que no es y debería haber sido.

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