—Espero que te guste, a Nano le encantaba el guiso de lentejas.
—Gracias, para este frío nunca viene mal.
Juan miraba los cansados y tristes ojos de Abril, y pensaba en preguntarle cómo hacía para sobrellevar la partida de su hijo, pero ella le ganó de mano.
—Juan, siento mucho lo de tus padres, tu madre fue una gran amiga mía, la recuerdo con tanto cariño.
Juan la miró y con una forzada y tímida sonrisa le dijo:
—Seguro que lo fue, doña Abril, gracias. –Un silencio se apoderó de la escena y una vez terminado el plato Abril guio a Juan hasta su cuarto.
—Cualquier cosa que necesites estamos abajo.
—¿Estamos? –preguntó Juan.
—Sí, Carlos siempre está despierto, le cuesta dormir, se la pasa leyendo o mirando televisión, que tengas buenas noches.
Desde la habitación se podía ver el imponente puente Méndez Casariego, un emblema inoxidable inaugurado en 1931 traído desde Ámsterdam, Holanda. Ya un poco cansado Juan bajó la persiana y bloqueó la luz de las luminarias de la calle para poder dormir un poco. La noche transcurrió normal hasta que un extraño frío heló la habitación obligando a Juan a saltar de la cama, no bien encendió el velador, un chispazo lo dejó a oscuras.
—Pero la puta, che. –Con cautela tanteó los objetos, y las paredes de aquel cuarto en busca de la puerta o la ventana. Él avanzaba unos pasos y se encontraba con una pared, parecía que su memoria visual le estaba fallando, una y otra vez terminó en el mismo lugar, hasta que en un momento se quedó apoyado en la pared y oyó unos murmullos indescifrables, extrañado golpeó la pared. Toc, toc.
—Hola, doña Abril, ¿es usted? –Un golpe fuerte se escuchó y súbitamente se alejó de la pared y una voz le dijo:
—Hola, Juan. –Asustado alejó la cara de la pared y al instante doña Abril abrió la puerta.
—Juan, ¿estás bien?, se fue la luz, vengo a dejarte una vela. –Desde la otra punta de la habitación le agradeció.
—Much… Muchas gracias. –Con desconcierto miraba la puerta y no entendía cómo nunca había podido llegar a ella, algo que parecía simple se había transformado en un juego laberíntico.
—Hay unos cobertores en el armario por si tenés frío, que descanses, tesoro… –Juan esa noche se quedó pensando en esa voz que le dijo hola, el sueño se le había ido, tenía miedo, esa noche no sería el único en vivir una experiencia de otro mundo.
En la estancia, los animales comenzaron a alborotarse, Elena se despertó en plena madrugada y aprovechó para ir por un vaso de agua, a lo lejos se escuchaban los alaridos de los animales y sin darle mucha importancia ella caminó por el pasillo y se dirigió a la cocina, pero antes de llegar escuchó susurros que provenían de las paredes y sonaban como voces distorsionadas.
—Elena, ya llegamos, ¿no nos vas a saludar?
Una fría correntada de aire pegó en su nuca y la puerta de entrada se había abierto. Una luz roja comenzó a brillar con fuerza desde la cocina y un olor putrefacto invadió toda la casa, por las ventanas sombras humanoides iban y venían a gran velocidad, con sus ojos llorosos y muerta de miedo, Elena se refugió en su cuarto e intentó dormirse pero le fue en vano. Ansiosa por que amaneciera miró su muñeca derecha y observó la hora, pero para su sorpresa su reloj se había detenido. “Lo que me faltaba, ¿qué hora será?”. Elena salió del cuarto y con pavor abrió la puerta, se asomó al barandal y otra vez la luz, pero esta vez estaba a los pies de las escaleras, parecía que ese ente podía sentir el miedo así que comenzó a rezar con todas sus fuerzas y a pedirles a todos los santos que sea lo que sea que desaparezca.
La puerta comenzó a temblar violentamente como si alguien con mucha fuerza la pateara y Elena gritó con desesperación. “Diosito, no sé qué sea esto, pero te imploro, hacé que desaparezca, viejos, si me están cuidando desde el cielo ayúdenme, que se vaya! ¡Que se vaya! ¡QUE DESAPAREZCA!”.
Las luces de la casa se prendieron y emitieron tanta luz que Elena casi quedó ciega. Parecía que la casona se había defendido de algo que no debía estar ahí. Al igual que su hermano después de esa noche, no pudo dormir y decidió descansar solo cuando saliera el sol.
Eran las 10:30 de la mañana y Juan Cruz llegaba de la ciudad con malas noticias, al ingresar a la estancia vio el gigantesco sauce partido a la mitad.
—¡Que carajo pasó acá! –En ese momento se percató de que las puertas estaban abiertas de par en par–. ¡Elena! Elena, ¿dónde estás? –Al entrar observó que todo estaba revuelto, algunos barrales de los cortinados habían salido proyectados contra los muebles, exasperado corrió rápidamente a las escaleras gritando el nombre de su hermana. Temeroso porque le haya pasado algo, irrumpió en la habitación de Elena, la vio dormida aferrada a un rosario y un arma blanca. Confundido la despertó–. Elo, ¿estás bien? ¿Qué pasó? –Entre lágrimas, le contó el terror que había vivido la noche anterior y Juan recordó su experiencia en la hostería y le relató lo que había pasado en el pueblo, además de aquel extraño suceso le dijo a Elena que nadie sabía nada de los López.
—¿Les habrá pasado algo?
—No sé, espero que estén bien. –Esa tarde se dedicaron a ordenar el caótico living.
La noche se iba acercando y Juan se ponía cada vez más nervioso.
—Hermano, te tengo que pedir algo. –Juan miró a Elena con intriga.
—Decime, ¿qué pasa? –Elena se acercó al interruptor de luz y lo apagó.
—Esta noche vamos a quedarnos a oscuras, esa luz va a volver y de alguna manera hay que hacerla desaparecer.
Aquella noche Juan Cruz desconectó el tablero principal de energía y Elena decidió prender algunas velas, al finalizar la cena se ubicaron frente al hogar y compartieron felices recuerdos junto al fuego, a las 00:00 horas, apagaron los candelabros y quedaron iluminados por la parpadeante y cálida luz del hogar, esa noche no había luna, por lo tanto iba a ser más fácil detectar cualquier indicio de luz. Las horas pasaron y todo parecía calmo, Juan no aguantó y se quedó dormido. Elena se mantenía firme buscando por todos lados, a través del ventanal. El silencio era descomunal, solo se escuchaba el ruido de la chispeante madera que ardía dentro del hogar y el tic tac de su reloj, el cual instantáneamente se detuvo. Una atmósfera pesada se sintió en todo el lugar, como si se hubiese detenido el mundo y el aturdidor silencio se desvaneció con un golpe en seco provocado por la caída de un portarretrato de los padres de Elena y Juan Cruz. De pronto los caballos comenzaron a relinchar, los animales de la granja estaban enloquecidos. Desde la copa de los árboles los pájaros huían despavoridos. Una luz roja iluminaba gran parte del campo y Elena aterrada despertó a su hermano.
—¡Ahí está, volvió, es la luz mala, Juan! –Él no podía acreditar lo que veía, los caballos sueltos corrían de un lado, las gallinas y cerditos corrían en círculos, todo era un caos. En un abrir y cerrar de ojos, Elena estaba sola, su hermano se encontraba hincado frente a esa luz roja llorando y agarrándose el pecho como si le hubiesen clavado un puñal en el esternón, Juan Cruz se retorcía de dolor y la luz parecía incrementar su radio. Entonces Elena salió de la casa para acudir a su hermano pero un viento huracanado lo empujó de manera violenta al suelo, alzó su vista y le gritó a la luz, que desapareciera, que vuelva al lugar de donde salió y que los deje en paz, sus ojos llenos de lágrimas y tristeza veían cómo ese maligno resplandor de a poco se llevaba a su hermano.
Los ojos de Juan Cruz se pusieron negros, en ellos se reflejaban una triste escena que se repetía en un bucle temporal, Juan gritaba: “¡Mamá! ¡Papá!”.
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