El día recién comenzaba para dos hermanos herederos de tierras fértiles, que vivían a la vera de un lugar poco conocido llamado Camino de Rojas en las afueras de Gualeguaychú.
Para llegar a aquella localidad por lo general se debía tomar una ruta de ripio con quebradas y varias estancias repartidas en amplios kilómetros.
Un sórdido golpe despertó a Elena aquella tranquila mañana invernal, ella era una joven de 26 años golpeada por la repentina muerte de sus progenitores. Hacía diez meses que habían partido y se sentía como si hubiese sido ayer. Ahora ella junto a su hermano Juan Cruz heredaron una afanosa estancia de la cual debían hacerse cargo.
Mientras Elena se miraba en el espejo sufrió un vahído, había algo que la inquietaba, algo en su mirada no estaba bien, o sí, eran sus ojos, los sentía diferentes, en ese momento de introspección su hermano se paró frente a la puerta de su cuarto y dio dos golpecitos.
—¡Arriba, dormilona! Hoy vienen los López y tenemos que tener listos los planos.
—¡Los López! –Se oyó desde adentro del cuarto y apresurada se vistió, tomó sus aros preferidos y se volvió hacia el espejo. Otra vez había tenido aquella sensación extraña, sin darle más importancia se dirigió al comedor y mientras desayunaban hablaron de sus padres y de la responsabilidad que debían afrontar, la época de cosecha se acercaba y debían tener todo listo para los agroexportadores.
—Juan, ¿creés que los López van a querer seguir en el negocio?
—Yo creo que sí, Elo, de la zona somos los que más producimos, además esta Ramírez que nos asesora igual que el viejo, cómo se lo extraña. Juan le había dado un último sorbo a su mate cocido–. Vamos a arrancar porque si no…
Esa tarde una Chevrolet Impala Wagon transitaba por las serenas tierras coloradas levantando una espesa nube de polvo rojo. Dentro se encontraba el matrimonio López que de a poco se acercaba a un cartel que indicaba el camino hacia la estancia de los Molinari. En la entrada un cartel de madera tallada llevaba grabado el nombre de aquella porción de tierra. LA CANDELARIA y debajo una pequeña oración que decía “La que resplandece”.
Mientras Juan Cruz preparaba el papelerío para entregarle a Florencio López, socio de su difunto padre, Elena decidió ir a darles de comer a los peces que tenían en el estanque bajo el molino.
Las escamas de los alborotados peces brillaban como pepitas de oro, sus colores anaranjados fulgurosos parecían luces que iban y venían debajo del agua, al acercarse más de lo normal, Elena vio en el agua el reflejo de una adolescente. Elena no era nada más ni nada menos que Casiopea, ella se dio cuenta de que estaba dentro del cuerpo de la protagonista de su “sueño”, ya no era la adolescente de 14 años que vivía en Barracas. “No lo puedo creer, yo no soy yo, pero sí soy…”. Como si dos personalidades convivieran en una sola mente, Casio podía sentir el dolor de la pérdida de los padres de Elena, podía recorrer sus cicatrices, su felicidad, sus amoríos, su historia de vida. Casio estaba en el cuerpo de una adulta.
Un señor de traje se apareció a su costado y le dijo:
—¡Elena! Qué gusto verte, tanto tiempo.
—Hola, señor López, ¿cómo se encuentra? ¿Su esposa Margarita vino hoy?
El señor cariñosamente le respondió:
—Pero claro, hija, Marga te trajo un delicioso Rogel.
Juntos dejaron aquel viejo molino y se dirigieron hacia la casona.
—Florencio, este año va a ser bueno, muy bueno, perdimos por un lado pero ganamos por otro. –Al escuchar la palabra pérdida, Marga lo interrumpió y en tono cuidadoso y amable le preguntó:
—Por cierto, Juan, ¿cómo estás llevando este momento?
—Como puedo, Marga, hay días en que es difícil, pero de a poco voy mejorando. –Elena lo miró y les ofreció otra ronda de mate.
Esa tarde los chicos y el matrimonio cerraron el negocio y pactaron volver a verse en unos días.
La noche estaba acercándose, eran las 5:40 y los caminos de tierra iban perdiendo su intenso color rojizo. Margarita le dijo al Sr. López:
—Florencio, vamos, se hace de noche y los caminos no tienen luz. –En ese momento Florencio le retrucó con una broma.
—Bueno. Quizá la luz mala nos puede alumbrar y guiar. –Margarita con poco humor le dijo:
—No digas eso ni en broma. Los Devaux dicen que casi vuelcan por esa luz, además Inés está aterrada, no sé si será un cuento o un chascarrillo pero no quisiera averiguarlo. –Los cuatro se despidieron y Elena junto a Juan Cruz los acompañaron hasta la entrada de la estancia. A lo lejos se perdía el auto de aquel matrimonio haciéndose cada vez más diminuto.
—¿Hablaron de la luz mala?
—Sí, Ramírez también dijo algo de eso, son de campo y creen en esas leyendas.
—No seas malo, las brujas no existen pero que las hay…
—Las hay, yo conocí a una
—¿Quién, Juan?
—Mi exsuegra… Vamos, hace frío.
—Qué machista.
Margarita miraba con una sonrisa a través del retrovisor a los hermanos fundirse con el horizonte.
—Son buenos chicos, todavía recuerdo el día en que Mario y Elizabeth nos los presentaron.
—La muerte de los padres es difícil de superar pero el tiempo sana las heridas.
La noche había caído con todo su peso sobre la estancia La Candelaria, aquel caserón era el único punto de luz en medio de aquellos vastos campos. Debajo de una menguante luna acompañada por unas brillantes estrellas, Juan Cruz se encontraba fumando a los pies de la galería de la casa.
Desde adentro Elena contempló a su hermano en soledad y decidió salir a hacerle compañía, con cuidado posó el termo en una mesa y se sentó en el silloncito de madera con un mate caliente entre manos.
—Está fresca la noche, pero no hay viento. Quizá mañana tengamos algunas lluvias –comentó Juan.
—¿Querés un mate? –preguntó ella.
—No, Elo, estoy lleno, gracias.
Juan le dio dos caladas más al cigarrillo y se metió a la casa, en cambio Elena se quedó observando la oscuridad de las tierras a través de las arcadas de la galería. No podía dejar de pensar en lo que había dicho Margarita sobre la Luz Mala. Su tío le había contado de muy pequeña la historia de una luz que vagaba por los suelos de los campos o las laderas de la montañas por las noches sin luna, pero recordó que ella estaba en el litoral argentino y no en el norte, así que se despreocupó y dejó de pensar en esa leyenda, tomó el termo y el mate e ingresó a la casa, dejó las cosas sobre la mesada de la antigua cocina de campo, caminó por el pasillo y subió las escaleras hasta llegar a su cuarto.
Elena estaba a punto de acostarse cuando a través de la ventana vio un destello parpadeante emergiendo del tanque de agua que se encontraba debajo del molino.
—No puede ser… –dijo asombrada, no podía creer lo que estaba viendo, así que agarró un abrigo, una linterna y se adentró en la profundidad de la noche, el portazo que dio al salir de la casa despertó a Juan Cruz, quien vio por la ventana de su cuarto a su hermana corriendo hacia el estanque.
Al llegar Elena no encontró nada. Solo estaban los peces un poco alborotados, y pensó que quizá fue por la vibración que provocó el golpe de la linterna con el metal. Inmediatamente Juan Cruz corrió detrás de ella y, al ser interceptada por él, Elena se sobresaltó.
—¿Elena qué hacés? Es tarde.
—Es que pensé que alguien estaba en el campo, vi luces por acá y vine de inmediato.
—No salgas más así, es peligroso, quizá algún ladrón estaba queriéndose llevar un poco de agua para su molino.
—¡Había una luz! No estoy loca.
—Está bien, Elo, la próxima me llamás y punto. –Juan estaba molesto, tenía miedo de que a su hermana le pasara algo.
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