–Gordo, ¿has visto que Templeton & Smith va a abrir oficina en la Nación, no? –disparó Álvaro sin previo aviso.
A Bernardo una descarga le sacudió el espinazo.
–¡Y dicen que se llevan a un socio del Gran Bufete como socio director! –añadió.
Por supuesto que lo sabía. Lo primero porque había salido en toda la prensa especializada. El desembarco de los bufetes ingleses en la Nación. En particular, el más grande de los radicados en Londres. Lo segundo porque Pablo Pastor, socio del área de Derecho Mercantil del Gran Bufete, se lo había confirmado días atrás en persona, cuando se reunió con él en una discreta y céntrica cafetería para proponerle su incorporación a Templeton & Smith como primer (y único por el momento) asociado de la flamante nueva oficina en la Gran Capital del gigante anglosajón.
–Sí, ya lo sabía –replicó Bernardo de manera lo suficientemente confusa como para levantar las sospechas de Álvaro, logrando que le hiciese la pregunta que, en el fondo, estaba deseando escuchar.
–¿Cómo que lo sabías, perro? Vaciló un momento.
–¿No me jodas que te han llamado para irte con ellos? ¿Y no me has contado nada?
Bernardo puso cara de póker. O al menos lo intentó.
Torpemente.
–Es un despacho cojonudo, las grandes ligas… ¡Qué cabrón eres!
Álvaro lo presionaba sin quitarle la mirada de encima.
–Bueno, todavía no he aceptado la oferta, es un proceso largo –confesó finalmente Bernardo lleno de orgullo.
–Joder, ¿y no podríamos irnos los dos? Sería increíble.
Sería como empezar nuestro propio despacho de cero.
–Se lo puedo preguntar a Pablo si quieres.
–Claro que quiero, gordo. Díselo enseguida –le pidió a Bernardo mientras le pasaba el brazo por encima del hombro dándole unas palmadas sonoras–. ¡Vamos a ser los putos amos!
Estas eran las cosas que María no alcanzaba a comprender. Tras tres años de noviazgo con Bernardo y estando ya formalmente comprometidos para casarse a finales de año, todavía había momentos en que la dejaban perpleja las pocas luces de su prometido. ¿Seguro que era tan inteligente?
María y Bernardo se habían conocido al mes de incorporarse este al Gran Bufete. Fue en la primera cena de despedida de un abogado que abandonaba la firma a la que acudía Bernardo. Era la primera ocasión en la que iba a socializar con sus nuevos compañeros de trabajo fuera del despacho. Llegó tarde a la cena puesto que ser el nuevo implicaba irse el último de la oficina, así que no tuvo más remedio que sentarse en el único espacio que quedaba libre en la larga mesa. No conocía prácticamente a nadie. Frente a él había un asiento vacío. Al parecer alguien iba a llegar todavía más tarde que él. Era María. Se había tomado las vacaciones el mes de julio e iba a llegar tarde a la cena pues venía directa-mente del aeropuerto. Estaban aún con los entrantes y Bernardo no tenía con quién hablar. Entre que a izquierda y derecha tenía a dos perfectos desconocidos y la silla que tenía enfrente estaba vacía, su aburrimiento, unido al cansancio del día, le estaba provocando un intenso sopor.
Prácticamente ni se dio cuenta del momento en que María llegaba azorada y se sentaba frente a él. Hasta que levantó la mirada. Desde el primer momento en que la vio supo que iba a ser la mujer de su vida. Morena de piel, pecosa con un pelo zaíno recogido en un moño alto, iluminaban su cara dos grandes ojos verdes que parecían no tener fin ni dudas. Aunque sentada, Bernardo podía vislumbrar su cuerpo menudo, femeninamente coqueto, embutido en un escotado y veraniego vestido blanco corto. El contraste entre el moreno y el blanco era tremendo. La miró a los ojos y ella le devolvió la mirada. Intensa y confiada. Los dos estaban pensando lo mismo. Bernardo quiso preguntarle cómo se llamaba, quién era, por qué no la había visto antes en El Gran Bufete, en qué departamento trabajaba, desde cuándo, qué hacía. Pero no se atrevió. Ni le dio tiempo.
–Me llamo María. Tú debes de ser Bernardo, uno de los nuevos, ¿verdad?
Su voz acabó de subyugar a Bernardo. Dulce, pausada, producía el efecto embriagador de decelerar el paso del tiempo.
El idilio fue inevitable.
Tras unos meses comenzaron a salir, conculcando la norma no escrita del Gran Bufete de no tolerar las relaciones entre miembros de la firma, hasta que, al poco tiempo, María aceptó una oferta de Gran Telecom.
Así que ella conocía bien los resortes del Gran Bufete. Y, por supuesto, también conocía muy bien a Álvaro, en parte a través de Bernardo y en parte a través de sus antiguos colegas del despacho. Sobre todo gozaba de esa intuición, de esa innata inteligencia de la que solo disfrutan algunas mujeres. Un sexto sentido que siempre le había advertido claramente de las intenciones de la otra mitad de «Los Chaquetas».
–Hoy he estado hablando con Álvaro, peque.
–¿Con Álvaro? ¿De qué?
María se estaba temiendo lo peor.
–De Templeton. Se quiere venir, ¿sabes? Sería estupendo arrancar los dos de cero desde allí. Como un equipo. Con todo el camino por delante.
María dudaba de si trasladar o no sus temores a Bernardo, pues sabía que pese esa externa apariencia de extrema autoconfianza se escondía una enfermiza necesidad de aprobación. Y nada podía certificar de mejor manera el acierto de dejar El Gran Bufete que el hecho de que Álvaro decidiera acompañarlo. Así que, muy a su pesar, decidió no decir nada y dejar que siguiera fluyendo el curso natural de los acontecimientos, lo que llevaba a gala como filosofía de vida.
De todas formas, Bernardo tampoco acababa de estar convencido del todo del cambio de aires. Al fin y al cabo El Gran Bufete era el mejor despacho de abogados de la Nación. Y haber llegado a abogado de cuarto año era un indudable mérito que nadie podía negarle. Estaba totalmente encauzado en su carrera trabajando para Pier. Llevaba ya varias operaciones en que había ido ganándose la confianza del joven socio y con ello cada vez más independencia en operaciones relativamente importantes.
Paradójicamente, sería Pier quien terminaría de manera involuntaria, lo que acabó por ayudar a decidirse a Bernardo.
–Bernardo, campeón, pásate por mi despacho –le ordenó telefónicamente Pier, pese a que los despachos de ambos colindaban y lo más sencillo habría sido asomar la cabeza por la puerta.
–Voy enseguida, que estoy acabando de rellenar las hojas de tiempos.
Pasó al despacho de Pier sin llamar a la puerta; la camaradería tras casi dos años juntos lo permitía de sobra.
–Dime, Pier, ¿qué necesitas?
–¿Cómo vas de lío?
«Joder, ya estamos», se dijo Bernardo.
–Pues la verdad es que bastante hasta arriba. Tengo que acabar el informe de due diligence de la compra de Ingeniería Pequeña por Ingeniería Grande. Y además estoy preparando el calendario para la OPV de Energética.
–No te preocupes, campeón, que para eso se ha inventado la clonación.
«Qué gracioso», pensó Bernardo, que no sabía si se trataba de una mala gracia o de un intento de inculcar disciplina castrense.
Pier era un reputado experto en una rama poco común del Derecho Mercantil, el Derecho Logístico, sector regulado concerniente a las empresas que se dedicaban al comercio internacional de mercancías. Tras muchas operaciones de modesta dimensión, Logística USA le había confiado a Pier el asesoramiento de la adquisición de un porcentaje relevante en el capital de Logística de la Nación, sociedad de titularidad estatal que ostentaba el monopolio de la distribución logística del país y que el Gobierno de la Nación había decidido privatizar parcialmente.
–¿Te suena Proyecto Cargo?
Esta vez Bernardo, aunque sabía perfectamente de qué iba la operación, no pensaba volver a picar como con Átomo.
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