Javier Vasserots (Santander, 1973) estudió Derecho y Ciencias Económicas y Empresariales en Madrid. Ha ejercido como abogado y actualmente es financiero y consultor estratégico. Javier ha sido profesor en varias universidades españolas y continúa su labor docente en la Universidad Pontificia de Comillas en Madrid.
Antes de sus dos novelas, El juego de las élites y La condena de las élites , publicó los poemarios Una vida cualquiera y Eso que nos queda.
El brillante estudiante Bernardo Fernández Pinto se gradúa en Derecho por la Gran Universidad de la Capital y, al igual que todos los jóvenes con talento de su generación, aspira a labrarse un gran futuro trabajando en alguno de los grandes bufetes de abogados de la Nación.
Su capacidad de trabajo y su inteligencia le permiten alcanzar su sueño. Pero pronto descubrirá las trampas que encierra el mundo de las élites profesionales. El mantenerse fiel a sus principios le acabará pasando factura, y haciéndole experimentar, una tras otra, todas las estaciones de un formidable vía crucis .
El juego del poder a algunos se les va de las manos, atrapando irremediablemente en él a muchos profesionales bienintencionados que sin darse cuenta entran en una espiral que no tiene salida.
JAVIER VASSEROT
Título original: El juego de las élites
Segunda edición: Enero 2022
© 2022 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Javier Vasserot
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Maquetación de cubierta: Beatriz Fernández Pecci
Maquetación: Carolina Hernández Alarcón
ISBN: 978-84-18811-58-6
Producción del ePub: booqlab
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A Silvia
I. CONDENADOS A MUERTE
II. CARGANDO LA CRUZ
III. CAE POR PRIMERA VEZ
IV. ENCUENTRA A MARÍA
V. D. LE AYUDA A LLEVAR LA CRUZ
VI. LIMPIAN SU ROSTRO
VII. CAE POR SEGUNDA VEZ
VIII. BERNARDO CONSUELA A LAS MUJERES
IX. CAE POR TERCERA VEZ
X. DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS
XI. LATIGADO
XII. CLAVADO EN LA CRUZ
XIII. MUERE EN LA CRUZ
XIV. SEPULTADO
EPÍLOGO: RESUCITADO
AGRADECIMIENTOS
–Sois las «elites» –escuchó Bernardo afirmar pausadamente al profesor de Derecho Romano.
–Sois las «elites» –de nuevo así, sin tilde en la «e». Nunca antes en su vida lo había oído pronunciar de esa manera.
El término retumbaba rotundo, único y mágico en el Aula Pretorio ese primer día de clase, a esa primera hora, en esa primera aula de la Facultad de Derecho de la Gran Universidad de boca del que iba a tener la responsabilidad de ser el tutor de esos sesenta adolescentes que compartían el honor de haber superado las muy exigentes pruebas de admisión, esfuerzo que veían recompensado con un momento que nunca en sus vidas se les iba a olvidar. Era el momento en que, sin aún mérito alguno, se les admitía como integrantes del círculo de los elegidos, compuesto por los que, en palabras de ese circunspecto profesor de acento engolado, distante a la vez que misteriosamente cercano, serían los llamados a dirigir la Economía de la Nación.
Con cierto azorado sonrojo, a Bernardo le sonaba bien el distingo, pero al mismo tiempo lo irritaba. Le molestaba ese inmerecido premio, que percibía totalmente hueco. A sus ojos no era sino un arma simple y vulgar utilizada por su nuevo tutor para atraer a su grupo de en teoría socialmente privilegiados a unos inocentes chavales que aún tenían todo el camino por recorrer. Y es que Bernardo no era un chico corriente en ningún aspecto, lo cual no era necesariamente ni bueno ni malo, ni una ventaja ni una desventaja. Quizá su manera de ser fuera el resultado de una involuntaria tendencia innata a pensar demasiado sobre la realidad que le rodeaba, hasta llegar a rayar la manía, incluso en el plano físico. No soportaba el desorden y su exceso de cuidado personal no era vanidad, aun cuando esa fuera la imagen que al resto proyectara, sino una barrera de protección que le ayudaba a olvidar, si acaso de manera temporal, su obsesión por el orden. Llevar el pelo perfectamente peinado y arreglado, las uñas cortadas a ras de las yemas con las cutículas bien perfiladas, un afeitado apurado, vestimenta combinada, zapatos impecablemente limpios, o incluso una relativa buena forma física, no eran sino pequeñas jaulas en las que encerrar cada una de sus preocupaciones, ficticios centros de orden dentro de una realidad que de forma natural no podía más que tender a la entropía. A Bernardo todos los años previos hasta llegar a ese momento, intensos en preparación y maduración, le habían servido para poco a poco crearse una idea aproximada de aquella persona en la que quería llegar a convertirse. Lo que creía querer llegar a ser. En su juvenil inocencia pensaba que ya sabía qué camino habría de tomar en la vida, aunque de una manera ciertamente idealizada, como no podía ser menos a una edad en que lo habitual era que el mundo solo se hubiera leído o que a uno se lo hubieran contado.
A Álvaro, en cambio, la disertación del tutor le sonaba a música celestial. Rubio, ojos claros, robusto sin ser especialmente alto, de mirada viva aun cuando no necesariamente inteligente, con esa vivacidad que a uno le concede el estar rodeado de múltiples posibilidades desde niño y de personas que, ellas sí, en algún momento debieron de haber conseguido algo relevante y meritorio en sus vidas. No era la primera vez que le decían algo así. No en vano llevaba sobre sus anchas espaldas trece años de educación privada en un muy exclusivo colegio de futuros elegidos. Trece años para ir construyéndose una imagen y un carácter mimetizados con un contexto irreal pero extrañamente persistente en la sociedad y que le rodeaba desde la cuna. Se trataba, sin más, de lograr acabar encajando en ese molde. No estaba oyendo en definitiva nada diferente a lo que él esperaba oír, sin realmente haberlo llegado a escuchar nunca. Estaba lisa y llanamente en el lugar que le correspondía. Por eso y porque también sabía de la importancia de una buena primera impresión, había ocupado, ataviado con sus pantalones beis de pinzas y una camisa a rayas de marca, un asiento en la primera fila del aula, repleta en su totalidad de ex compañeros de colegio o similares. Y donde, por supuesto, no estaba Damián D.
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