Javier Vasserot - El juego de las élites

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El brillante estudiante Bernardo Fernández Pinto se gradúa en Derecho por la Gran Universidad de la Capital y, al igual que todos los jóvenes con talento de su generación, aspira a labrarse un gran futuro trabajando en alguno de los grandes bufetes de abogados de la Nación.
Su capacidad de trabajo y su inteligencia le permiten alcanzar su sueño. Pero pronto descubrirá las trampas que encierra el mundo de las élites profesionales. El mantenerse fiel a sus principios le acabará pasando factura, y haciéndole experimentar, una tras otra, todas las estaciones de un formidable vía crucis.
El juego del poder a algunos se les va de las manos, atrapando irremediablemente en él a muchos profesionales bienintencionados que sin darse cuenta entran en una espiral que no tiene salida.

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Bernardo se puso manos a la obra, revisando todos los informes, dictámenes, memoranda y precedentes, tanto nacionales como del resto de Europa, todo lo escrito en español, inglés, italiano, alemán y francés, hasta corroborar que la estructura que había ideado tenía un sustento basado en otros entramados jurídicos previamente testados y que habían resultado aprobados por los respectivos supervisores de cada uno de esos mercados. Dedicó semanas al estudio, concentrado al máximo, totalmente motivado ante la idea de ser capaz de encontrar la manera de desbloquear la operación, hasta que finalmente completó la redacción de un extremadamente complejo informe de Derecho Comparado. Treinta densas páginas de razonamiento jurídico del que el propio Karl Popper se habría sentido orgulloso, planteando una hipótesis, poniéndola a prueba con otra contra-hipótesis, para finalmente de esa manera ir matizándola y acabar logrando un pleno acomodo jurídico.

Tras revisarlo una y mil veces, no fuera a ser que tanto trabajo se viera empañado por un par de espacios seguidos imprevistos, un sangrado mal justificado o una enumeración con números árabes y no romanos, dejó el informe sobre la mesa de «Henry» con las hojas impresas a una cara y unidas con un clip por la esquina superior izquierda, sin grapar, como se estilaba en las normas de presentación del Gran Bufete, el famoso house style . En el pequeño adhesivo amarillo pegado sobre la primera página puso, como era la costumbre, un breve mensaje para «Henry», tras dedicar casi media hora a pensar con detenimiento un texto que fuera una perfecta mezcla de contenido, asepsia e información no confidencial:

PARA: Enrique Garmendia

DE: Bernardo Fernández Pinto

Te dejo el informe sobre toma de control. Cuando lo hayas podido revisar me avisas.

Le parecía que había realizado un trabajo concienzudo. Y, además, había conseguido dar con una estructura que solucionaba el problema y desbloqueaba la operación. «Henry» iba a estar encantado. Ahora solo faltaba esperar a que lo revisara e hiciera sus comentarios. Bernardo estaba expectante por conocer la reacción del socio.

A los pocos días recibió una llamada de la extensión 1723. Era el número directo de «Henry». No le había llamado a través de su secretario. Buena señal. Eso es que le había realmente gustado el informe, se ilusionó Bernardo.

–Bernardo, ¿puedes bajar a mi despacho, por favor?

–Enseguida, «Henry» –contestó saltándose de la emoción su regla de no llamar por su apelativo apocopado a Enrique. Bajó de dos en dos los escalones hasta la primera planta, corrió hacia el despacho de «Henry» y… se encontró la puerta cerrada. Prudente, se dirigió a la mesa de Gabriel Martín, su secretario, y le preguntó:

–¡Hola, Gabriel! Había bajado a ver a «Henry» pero tiene la puerta cerrada, ¿sabes si está hablando por teléfono? –extremó la prudencia.

Gabriel miró al teléfono y vio la luz de la extensión de «Henry» apagada.

–No, no está hablando. Y no he visto entrar a nadie, así que puedes pasar. Llama antes, por favor.

Así lo hizo Bernardo. Llamó a la puerta con la fuerza precisa para que se oyera bien pero al mismo tiempo sin denotar la ansiedad que lo inundaba.

–Pasa, pasa, Bernardo, y siéntate.

Muy seco, pensó el aludido, que prefirió no darle muchas más vueltas y sentarse enfrente de la mesa de «Henry», tal y como éste le había indicado. Y ahí estaba, inquieto, a punto de preguntarle al socio qué le había parecido el informe cuando, de un rápido vistazo a la mesa del socio, se percató de que ni siquiera le había quitado el adhesivo amarillo.

Siguió sentado en silencio mientras «Henry» retiraba el adhesivo y comenzaba parsimoniosamente a leer la primera página del documento preparado con tanto esmero por Bernardo, quien no podía evitar una sensación extraña. Eso de revisar su trabajo delante de él le parecía extremadamente peculiar. ¿Acaso se iba a leer las treinta páginas con él presente? ¿Y le iba a ir haciendo preguntas a medida que le fueran surgiendo dudas?

Al cabo de pocos minutos, levantó la vista del papel, miró al horizonte con los ojos entornados como tratando de buscar una referencia, volvió al papel, de nuevo vista al horizonte. Bernardo estaba comenzando a desesperarse. Le parecía todo muy teatral. Pero la función no había hecho más que comenzar. De sopetón, el brillante y joven socio se levantó de su silla dando un golpe en la mesa y lanzó el informe en dirección a donde estaba Bernardo, que sintió cómo súbitamente le temblaban las manos mientras la boca se le iba secando progresivamente. Era increíble la sensación de desasosiego que podía llegar a experimentarse sin motivo alguno, tan solo a raíz de un simple gesto y sin que hubiera nada realmente que a uno se le pudiera reprochar. Edad adulta le llaman. Esa en la que la correlación entre mérito, esfuerzo y recompensa se ve turbada por el sesgo de la autoridad mal ejercida, los intereses creados, las envidias, los recelos, o sencillamente, la maldad. Esa clase de maldad en apariencia inocua que poco a poco se va instalando en el alma de todos y cada uno de nosotros, en muchas ocasiones fruto involuntario de cicatrices del pasado.

–«No existen en apariencia motivos sólidos que debieran impedir la adquisición pretendida» –leyó en voz alta «Henry» tras recoger de nuevo el informe mientras miraba fijamente al joven abogado apoyado en su retorcida sonrisa–. ¿Tú qué crees que pensará Miguel Stravssen cuando lea esto? ¿Qué va a pensar un importante hombre de negocios como él, que pone en manos del Gran Bufete su futuro empresarial, esa tarde otoñal al hojear este informe?

Bernardo no sabía qué contestar. «Joder, imagino que al menos antes de opinar se lo habría leído entero, no como tú», pensó.

–Así, de sopetón, un grandísimo problema jurídico se resuelve de un plumazo ¡en la primera línea de un informe! Cientos de miles gastados en asesores para concluir que «en apariencia» no existen impedimentos –continuó su furibundo ataque «Henry».

–Bueno, podemos eliminar esa frase y ponerla de otra manera en el apartado de conclusiones. Yo tan solo quería adelantar que existe una manera de…

–¡¡Ya está bien!! –le interrumpió «Henry» dando un segundo manotazo sobre la mesa con la cara teatralmente descompuesta por la ira.

–¡Acompáñame! –ordenó a Bernardo, que ya estaba bastante acojonado, mientras se dirigía en dirección a la puerta de su despacho empujando al júnior levemente con la mano derecha sobre su espalda.

Salieron juntos al pasillo, donde «Henry» le señaló el pequeño cartelito a la izquierda del marco de la puerta en el que aparecía en letras grandes el nombre del socio que lo ocupaba: Enrique Garmendia.

–Mira, Bernardo, no sabes la suerte que tienes. Si en este cartelito, en vez de Enrique Garmendia pusiera Tomás Cantalapiedra ya te habrían follado.

A Bernardo le parecía todo tan absurdo e irreal que se quedó sin palabras. Por un momento las lágrimas se le agolparon en los ojos, luchando por brotar, pero era más por rabia que por temor o vergüenza. ¡Si tan solo se había leído los primeros dos párrafos de un informe de treinta páginas! Había dedicado semanas a diseñar una solución que ni siquiera se dignaba a leer. Entonces, ¿para qué le había pedido el memorándum ?

No supo qué decir. Ni tampoco llegó nunca a saber cómo consiguió «Henry» resolver el problema y lograr que finalmente Miguel Stravssen se saliera con la suya.

Bernardo tardaría aún unos años en volver a ver su informe. Buscando monografías para prepararse para otra OPA encontró una en apariencia muy sugerente de la Editorial Roman Law. En el capítulo seis aparecía un caso de estudio:

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