1 ...8 9 10 12 13 14 ...18 En la Notaría se encontró a un Álvaro rebosante de felicidad y actividad (tanto natural como producto de la ingesta de bebidas estimulantes) que, nada más verlo, atropelladamente y con los ojos rojos como tomates por la mezcla de sueño, emoción y cafeína, le espetó de manera acelerada, sin hacer prácticamente pausas entre las palabras:
–Joder, gordo, llevo tres noches sin dormir, ¡qué pasada! No podía decirte nada porque Átomo es tan confidencial que hasta que no estuviera seguro de que estabas metido no quería arriesgarme a hablar contigo. Pero de puta madre que estés tú también. ¡Esto es la hostia, mariqueeeeeein!
Bernardo estaba tan cansado y desorientado que no sabía si ponerse a reír o decirle a Álvaro que se tomase una tila. Le contó que él también llevaba un par de noches casi sin dormir por culpa de Átomo, y que llevaba día y medio sin que nadie le dijera exactamente qué se esperaba que hiciera ahora.
–Pues tenemos que revisar las escrituras de titularidad de las acciones y los números de las acciones también –seguía soltando atropelladamente Álvaro, que estaba sinceramente feliz de tener a su compinche a su lado.
–¿Solo eso? ¿Y para eso hacemos falta los dos?
–Sí, gordo; yo ya ni veo los números y hay que sumar las acciones, comprobar que son correlativas… Con el coco que tú tienes para las mates te necesitamos. Además, en cualquier momento puede venir Tomás diciendo que todo está acordado y que firmamos inmediatamente, así que hay que darse prisa.
De repente Álvaro «le necesitaba». En fin, no quedaba otra, así que Bernardo se puso a la tarea, a la que siguió otra y otra y otra más, para finalmente, de madrugada como no podía ser de otra manera, asistir al acto solemne de la firma de los contratos por parte de Eléctrica y Gasista. Habían sido tres días con sus tres noches de trabajo ininterrumpido, sin dormir y casi sin comer.
Rodeado por los semblantes de deber cumplido de Tomás, «Henry», Álvaro y tantos más, Bernardo tenía una sensación de vacío tremenda. Todo este esfuerzo no era sino el primero de muchos similares que le esperaban. Si Tomás y «Henry», con veinte años más que él en edad y experiencia, también se habían pasado sus tres buenas noches sin dormir, su destino en El Gran Bufete no podía sino reservarle unas cuantas docenas de «matadas» similares. ¿Era eso lo que él buscaba al dedicarse a la abogacía? No estaba seguro de ello.
En medio de esas disquisiciones se le acercó un jovial, digamos más bien que «espídico», Álvaro:
–Joder, gordo, de esta seguro que nos cae un tombstone .
–¿Un qué?
–Sí, hombre, las placas esas de metacrilato con toda la información de la operación para conmemorar la firma. ¿No has visto nunca una? Las tienen todos los socios en las mesas de sus despachos.
Bernardo ahora caía. Se trataba de esas cositas transparentes con una hojita metida dentro que coleccionaban con tanto ahínco «Henry» y los demás socios de M&A . Tenían verdaderas filas de esas plaquitas alineadas de manera ordenada en un lugar visible del despacho como si tratase de trofeos de caza. El que más tenía era el más importante, el que acumulaba más mega-operaciones. A veces incluso lograban que les diesen dos o tres plaquitas por la misma operación, que por supuesto camuflaban entre las otras para hacer bulto y que no se notase que estaban «repes».
No sabía qué decir. Para Bernardo el tombstone de Átomo solo podría recordarle el absurdo vivido esas tres noches. No lo quería para nada. A sus ojos era como guardar de recuerdo la cruz en la que uno había sido clavado.
* * *
David llevaba meses desarrollando sus propias estrategias de supervivencia. Tras haber pecado de inexperto ya en demasiadas ocasiones en las que había acabado pringando de manera innecesaria, había logrado, a base de observación, encontrar la manera de que lo dejasen en paz. Sabía perfectamente que nunca podría irse a casa antes de las diez de la noche aunque fuera viernes y no tuviera nada de trabajo pendiente. Eso te convertiría en un vago. Sabía igualmente que tampoco podía quedarse calentando silla hasta esa hora, puesto que en cuanto algún socio le viera ocioso en su despacho lo «enmarronaría» con algún asunto nuevo. Así que se las ingenió para estar, pero sin estar. Para aparentar ocuparse, pero sin estarlo.
Su ritual comenzaba poco antes de las ocho de la tarde, que es cuando por una parte había concluido diligentemente con lo que tenía pendiente de hacer ese día, y por otra, aumentaba exponencialmente el riesgo de marrón. Porque era justo entonces cuando los socios comenzaban a pensar ellos mismos en irse a sus casas, por lo que iniciaban la ronda de búsqueda de júniores dispuestos a echarles «voluntariamente» un cable, esto es, a cargarse con el trabajo que aún tenían por hacer y así poder marcharse tranquilos a cenar con sus familias.
A esa hora David colocaba la chaqueta en el respaldo de su sillón, situaba estratégicamente dos o tres informes o contratos con revisiones bien visibles sobre la mesa y dejaba abierto en el portátil un contrato a medio redactar. Era sumamente importante tener configurado el ordenador para que no se activase el salvapantallas. Esto daría imagen de estar parado, de llevar tiempo inactivo fuera de su sitio y sin trabajar. Después se pasaba por la máquina de refrescos y comida. Compraba una lata de cualquier cosa y un par de sándwiches. Abría la lata, bebía un poco y la dejaba al lado de los contratos. Mordisqueaba uno de los sándwiches y dejaba el otro sin abrir. Los depositaba junto al refresco. A continuación salía del despacho dejando la luz encendida y la puerta bien abierta. Ya podía dirigirse a la biblioteca, donde a esas horas prácticamente no quedaba nadie. Allí se sentaba con un buen libro delante y dejaba pasar el peligro. Normalmente, llegadas las diez ya podía volver tranquilamente a su sitio, comerse los dos sándwiches, que también tenía hambre, recogerlo todo y marcharse a casa.
En algunas ocasiones la biblioteca estaba ocupada por abogados que estaban verdaderamente trabajando allí, buscando jurisprudencia o revisando doctrina. En tal caso, se dirigía a la planta baja, donde se encontraban las salas de reuniones. Preguntaba qué salas estaban libres a los encargados de la seguridad del edificio, que a esas horas ya habían hecho una primera ronda y habían apagado las luces de las salas que no estaban ocupadas ni se iban a ocupar ya. Se metía en la más lejana a la entrada, encendía la luz y volvía a sacar su libro. Era un plan casi infalible.
Casi. A veces fallaba, como esa tarde víspera de puente en que Tomás lo había enganchado para Átomo. Al tratarse de una reunión inesperada, los de seguridad no le habían podido advertir a tiempo y no había podido prever el riesgo que implicaba el estar allí a esas horas. Y lo cazaron. Así que David no llegaría nunca a recibir el tombstone de Átomo ni de ninguna otra operación. La operación del año había sido demasiado para él. Eso no era trabajar, ni asesorar, ni nada. Era una auténtica mierda que le ponía los nervios de punta y él no estaba dispuesto a aguantarlo ni un segundo más. Así que, de la manera más estrambótica, en medio de la reunión preparatoria de todo el equipo Átomo antes de acudir a la Notaría, se puso de pie en una silla y entregó oralmente desde ahí a «Henry» su carta de renuncia, a lo Club de los Poetas Muertos, su película favorita.
–Querido «Henry» –declamó delante de todos–, ha sido un inmenso placer formar parte de tu equipo. Como te he oído decir en muchas ocasiones, de verdad que habría estado dispuesto a pagar por haber tenido esta oportunidad de trabajar en un lugar así con abogados como tú. Porque he aprendido una barbaridad. Y es que en la vida se aprende más por el contraejemplo que por el ejemplo.
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