La Obra de la Divina Providencia [la congregación] comenzó hace siete años, un día de cuaresma en que yo me puse a enseñarle un poco de Catecismo a un niño que se había escapado de la iglesia y estaba llorando.
Así, ese niño fue más bueno y más cristiano, y hoy que está en el servicio militar, sigue recordando con gusto aquel día tormentoso y feliz al mismo tiempo.
Y detrás de ése, ¡cuántos otros niños fueron más buenos y más cristianos, por el Catecismo y la gracia de Dios!
Ah, la eficacia del Catecismo. Hijos míos ¿saben ustedes qué es y qué importancia tiene el Catecismo? Jesús transformó totalmente la sociedad: en las ideas, las costumbres, las leyes, en todo.
¿Con qué medio visible? Con uno muy sencillo. Escuchen. Un día llamó a su alrededor a doce pobres pescadores y, después de haber escrito durante tres años el Catecismo en sus mentes y corazones, les dijo: “Vayan e instruyan a todos los pueblos; y enséñenles lo que yo les he enseñado a ustedes, y que sus sucesores hagan lo mismo hasta el fin de los tiempos”.
Y ellos lo hicieron, y el mundo se convirtió al cristianismo.
¿Y qué es lo que hace la Iglesia, hoy? Le entrega a los misioneros una Cruz y un pequeño libro, el Catecismo, y los envía en medio de los bárbaros y salvajes, y éstos entran de a miles en las pacíficas carpas de la Iglesia.
Así, con la gracia de Dios y con el Catecismo el mundo se convirtió, y se sigue convirtiendo.
Así como el Cristianismo nació y se arraigó gracias a la predicación simple y pura del evangelio, o sea con el catecismo, así ahora lo tenemos que conservar y reavivar entre los pueblos.
¡Oren, hijos míos! Con la oración de ustedes la doctrina de Jesús volverá a entrar en las familias y las escuelas, como primer elemento de educación moral, como la enseñanza más necesaria y la base de todo lo demás.
¡Padres y madres, recen! Nuestra juventud, principalmente en las ciudades, se está desviando de manera preocupante, ¡pero Dios escuchará la voz de ustedes y tendrá piedad de tantos pobres ilusos! ¡Tendrá piedad de las lágrimas de la Iglesia que, como una nueva Raquel, llora desconsolada la masacre de tantos hijos desviados y miserablemente arrastrados por la impiedad! Hijos de la Providencia, esparcidos en tantos pueblos, ¿no podrían durante las vacaciones ayudar a los párrocos en la tarea catequística?
¿Quieren atraer a la Iglesia el mayor número posible de niños, entusiasmarlos y hacer todo lo posible por instruir en la suavísima doctrina de Jesús las almas de sus compañeros?
¿Quieren conocer el secreto para ganarse el afecto de los niños y lograr que los sigan en masa?
El gran secreto es éste: ¡revístanse de la caridad de Jesucristo!
Para implantar y mantener viva la obra del Catecismo basta una sola cosa: la caridad viviente de Jesucristo.
Si los eligen para el alto privilegio de ayudar al párroco en la enseñanza del Catecismo, pidan al Señor que les dé una gran caridad. Esa caridad paciente y benigna, humilde, amable, que todo lo sufre, todo lo espera, todo lo soporta, y nunca desfallece [1 Cor 13, 7]
Llenos de esta caridad, salgan a buscar a los niños que, especialmente los domingos, andan por calles y plazas, y con esa caridad conquístenlos. No se cansen jamás, pasen por alto los defectos, sepan soportarlo y comprenderlo todo.
Sonrían, tengan una palabra afectuosa y amable para con todos, sin hacer diferencias; hijos míos, háganse todo para todos [cf 1 Cor 9, 22] para llevar todas las almas a Jesús. Estén dispuestos a dar la vida por un alma ¡mil vidas por una sola alma! Queridos hijos, con la dulzura de Jesús ganarán y conquistarán todos los niños de su pueblo.
Hijos y hermanos míos, la caridad de Nuestro Señor Crucificado: ¡éste es el secreto, el arte de atraer y tocar los corazones, y de convertir, iluminar y educar a los niños, esperanza del mañana y delicia del Corazón de Dios!
¡Caridad viviente! ¡caridad grande! ¡caridad, siempre! ¡Con caridad lo lograremos todo; sin caridad, nada!
¡Ven, caridad santa e inefable de Jesús, triunfa y conquista los corazones de todos, y enciende ardientemente mi pobre alma!
A los 27 años, el 26 de noviembre de 1899 Don Orione publica este artículo pedagógico, expresión profunda de su dedicación pastoral por los jóvenes.
¡... Dios y mi madre! Estas dos ideas fundamentales constituyen la luz, la guía de los jóvenes que van por el buen camino.
Pero todo joven sale un día del ámbito familiar y entra en la sociedad. En esa circunstancia difícil se encontrará con personas que hablan un lenguaje totalmente opuesto al que solía escuchar en su casa o en el colegio cristiano donde se educó; personas que desprecian todo lo que su madre y el sacerdote le han enseñado a valorar. Estas personas, con sus máximas, sus ejemplos, su influencia, su desprecio, son lo que suele llamarse “el mundo”.
En ese momento cada uno tiene que hacer una opción. O superar el respeto humano, mis queridos jóvenes, y seguir a Jesús el primer amigo de la infancia, que nos indica el camino de la cruz; o sofocar la voz de la conciencia y optar por el camino del mundo.
Hay muchísimos que optan por el segundo grupo. ¿Por qué? Porque Jesucristo impone una ley de humildad y mortificación, y promete una felicidad a largo plazo, mientras que el mundo promete libertad sin límites y felicidad inmediata.
Si ustedes siguen el mundo tendrán una gran libertad de opinión, sin preocuparse mayormente por su alma. Tendrán una vida libre, sin la incomodidad que suponen los deberes religiosos. Tendrán amplia libertad para sus gustos; ya que mientras Jesucristo nos dice que el que peca comete el mal [cf. 1 Jn 3, 4], el mundo nos asegura que aún haciendo lo que el evangelio llama pecado podemos ser honestos y caminar con la frente alta.
Esto es lo que el mundo promete. Pero, ¿son verdaderas estas promesas de felicidad y libertad? ¡Absolutamente no, hijos míos, de ninguna manera!
Miren, ¡yo he conocido tantos jóvenes! Eran buenos y me querían, y yo también los amaba en el Señor, y eran felices. Pero de pronto se levantó como un viento abrasador y varios se alejaron, ¡pobres hijos míos! se perdieron entre la gente en busca de una felicidad turbia, muy distinta. Y cada tanto alguno, desilusionado y arrepentido, se acuerda de los tiempos felices y me escribe... y son cartas que conmueven y hacen llorar, ¡mis queridos pobres muchachos!
Es verdad que en un primer momento el joven que se entrega a sus pasiones tiene la sensación de respirar más libremente. Ya no siente la obligación de los mandamientos de Dios y los preceptos de la Iglesia, y ello le parece una gran conquista. Como el potro que rompe la cuerda y sale al galope, pisoteando plantas y flores. Pero después, ¿qué pasa? Se cae en una esclavitud peor que la anterior. Jesucristo es un Padre, pero el mundo es un tirano y nos trata como tal.
De ahí que el joven que creía haber conquistado su independencia, rebelándose contra la fe de sus padres, no tardará en caer en manos de compañeros perversos que lo dominarán; y tendrá que pensar como ellos, ir donde van ellos, gastar como gastan ellos... Maldecirá su yugo, pero tendrá que cargarlo.
¡Vaya libertad, la que ha conquistado!
Mis queridos jóvenes, ¡Dios los libre de la libertad y la felicidad que este mundo malvado les promete!
¡En el lecho de muerte, es donde tendrían que ver cómo mantiene sus promesas!
Recuerdo la muerte de un joven que hubiera podido llegar a ser un excelente escritor, pero sólo se dedicó a escribir cosas blasfemas y a ofender las buenas costumbres.
Al acercarse su prematuro fin, sintió la necesidad de la antigua fe y decía:
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