El líquido tenía un peculiar olor a cebolla.
La enfermera Murillo, veterana de mil urgencias, solo pudo levantar la mirada hacia la puerta de la habitación de Andrea. Su sentido común procesó la imagen del oficial caído con lo que podía estar pasando dentro de ese cuarto y las posibilidades se redujeron a una sola opción.
Sus ojos se entrecerraron, un plan formulándose en su cabeza.
Nadie le haría daño a esa joven en su turno.
***
«Alegría» se paró a su lado y no pudo resistir inclinarse y aspirar el aroma de sus cabellos. La sensación no era igual llevando un par de guantes de látex, pero al deslizarlos entre sus dedos la fragancia se elevó cual perfume.
Los dejó caer y observó a la joven que dormía. Sus signos vitales, reflejados en un monitor encima de su cabeza en cifras de color verde, permanecían estables. Ya lo peor había pasado, así que no podía confiar que la naturaleza terminaría de hacer su trabajo. Era hora de finiquitar su error de una vez por todas.
Se metió la mano en el bolsillo de la bata y sacó otra jeringuilla. En ella, una dosis masiva de cloruro de potasio. Unos cuantos mililitros del líquido y su corazón dejaría de funcionar. Hubiera preferido hacerlo sin dejar huellas y que le achacaran su muerte a una causa natural, pero el guardia en la puerta lo hizo imposible. Era la única forma de actuar y se estaba quedando sin opciones.
Quitó la tapa y la aguja brilló con un destello metálico bajo la luz fluorescente de una lámpara de pared. Empujó el émbolo y una gota de líquido claro se deslizó por la plateada superficie del estilete.
Una voz resonó desde un altoparlante en el techo. El mensaje lo tomó desprevenido.
⎯Código Azul ⎯dijo una voz femenina⎯. Habitación 15. Código Azul.
⎯¿Habitación 15? ⎯pensó «Alegría» mirando el disco de color negro en el techo ⎯. Yo estoy en la habitación 15.
***
Los muros se cerraban sobre ella. Eran de color verde oscuro con afilados dientes. Una picante esencia saturaba el aire y sentía cómo se le pegaba a la piel, casi como una entidad física y viviente. Sombras se movían a su alrededor, oscuras garras que trataban de atraparla y succionarle la vida. El mundo empezó a dar vueltas. La máscara de la Alegría hacía su aparición como una roca que se asomaba de las escarpadas olas de un mar tormentoso…
Andrea percibió el movimiento casi como una onda tergiversando la realidad en la periferia de su conciencia. Sus ojos apenas se abrieron y a través de la luz que penetró en ellos pudo ver la figura que, parada a solo unos metros, sostenía una jeringuilla en la mano.
⎯Estoy soñando ⎯pensó. Se negaba a procesar la información que sus ojos le planteaban como una realidad⎯. Estoy en una pesadilla. Todo lo que tengo que hacer es despertar. Despierta, Andrea. ¡Despierta!
Recuerdos de días anteriores lucharon por surgir. Aun cuando su cerebro había tomado la sabia decisión de olvidar, un sexto sentido tomó el control. La figura le resultó familiar. Si fue su aroma, su pose o esa calmada parsimonia que parecía dirigir todos sus movimientos, Andrea no lo supo decir. Sus ojos se abrieron por completo al ponerle nombre al visitante.
El hombre que simplemente conocía como Alegría había venido a terminar el trabajo.
Su despertar fue enmascarado por una voz que, desde lo alto del techo, avisaba de un Código Azul en alguna parte del hospital. Alegría levantó la mirada al escuchar el anuncio. La jeringuilla sostenida con delicadeza entre los dedos.
Su padre, durante todos los años de su adolescencia, insistió que ella era una rebelde por naturaleza. Su madre la calificó de insufrible. El tiempo se encargó de demostrar que todos eran unos exagerados.
Era una luchadora y no le gustaba perder.
Al primer descuido de «Alegría» trató de escapar. Cometió el error de subestimar a su oponente y lo pagó con creces. Cuando aún no sabía que iba a morir enterrada en la arena, se prometió no volver a ser impulsiva. Se convenció de que, si quería sobrevivir, tenía que ser inteligente y elegir bien sus batallas. Aceptó el sufrimiento con la esperanza de sobrevivir. Dejó de combatir y casi le costó la vida.
El precio a pagar por no seguir su primer impulso. Siempre era mejor morir luchando.
Su pulso se aceleró y en cuestión de segundos tomó una decisión.
***
El policía afuera había logrado dar la voz de alerta o alguien lo había descubierto. Independiente de la causa, venían a por él.
Un golpe en la mano le hizo soltar la jeringuilla. Al bajar la mirada, sus ojos se encontraron con los de Andrea.
Fue un instante de puro reconocimiento. La liebre y la zorra estudiándose en los dos extremos de una pradera, midiendo distancias y haciendo cálculos. Ella sabía por qué estaba allí y él captó que ella no estaba dispuesta a irse sin luchar.
La aguja rebotó contra las baldosas del piso y se perdió en las oscuras penumbras debajo de la cama.
No tenía tiempo para recuperarla y no podía perder un solo segundo más.
Abrió la bata y sacó un cilindro de su bolsillo.
***
Todo el personal médico de turno empezó a llegar al escuchar el código que indicaba un paro cardíaco. Los dos primeros en apersonarse fueron auxiliares del cuarto de urgencias y detrás de ellos un doctor de apellido Hawkins.
⎯¿Qué ocurre? ⎯preguntó al ver a la enfermera Murillo⎯. ¿Por qué no tienes el carro de paro listo? ¿Dónde…?
⎯No hay ningún paro ⎯replicó con calma. Levantó la mano y señaló hacia el guardia tirado en el piso⎯, pero alguien hizo eso y no pienso arriesgarme.
Como conjurado por estas palabras la puerta de la habitación se abrió y una figura vestida con una larga bata blanca salió de su interior. Llevaba una gorra de cirujano, lentes oscuros sobre los ojos y una máscara que le cubría la mitad de la cara.
⎯¿Quién es? ⎯logró preguntar uno de los auxiliares antes de que la figura alzara la mano en su dirección. Sostenía un cilindro con un largo embudo que apuntaba hacia ellos.
La enfermera Murillo no tuvo tiempo de gritar. Una nube de gas salió disparada a toda presión y en lo encasillado del corredor los golpeó y envolvió como una ameba a su alimento.
Sintió que sus ojos se prendían en llamas y, cada vez que respiraba, el aire que entraba en sus pulmones eran mil agujas clavándose en todas partes. A través de la película de lágrimas que difuminó su visión pudo apenas distinguir la figura alejarse del lugar en dirección contraria, atravesar una puerta en el otro extremo del pasillo y fusionarse con las sombras para desaparecer por completo.
 
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