Luis Vega-Reñón - La teoría de la argumentación en sus textos

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La teoría de la argumentación es un campo de estudios relativamente joven. Su eclosión y sus primeros desarrollos tuvieron lugar durante la segunda mitad del s. XX. Hoy, en su relativa madurez, ya se encuentra reconocido y consolidado en los medios académicos interesados en la investigación, análisis y evaluación del discurso. Pero hay buenos motivos para volver sobre los textos que pautan o documentan ese amplio y complejo proceso de constitución e institucionalización, pues no solo han contribuido a las señas de identidad del estudio de la argumentación, sino que aún pueden suscitar ulteriores problemas e inspirar nuevas revisiones e investigaciones.
LUI VEGA REÑÓN Catedrático de Lógica en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Director de la revista digital Revista Iberoamericana de Argumentación. Ha sido profesor visitante en diversas universidades, como Cambridge (Reino Unido), UNAM, UAM y Xalapa (México), Nacional de Colombia (Bogotá), Buenos Aires y Córdoba (Argentina), CEAR (Santiago de Chile) y Universidad de la República (Montevideo). Es responsable de programas y cursos de argumentación en estudios de máster y posgrado. Autor de numerosos artículos y varios libros sobre historia y teoría de la argumentación, como La trama de la demostración (1990), Las artes de la razón (1999), Si de argumentar se trata (2ª edición en 2007), y coeditor, en esta misma Editorial, del Compendio de lógica, argumentación y retórica (3ª edición en 016).

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Otro caso:

En el examen de las materias religiosas siguen muchos un camino errado. Toman por objeto de sus investigaciones un dogma, y las dificultades que contra él levantan, las creen suficientes para destruir la verdad de la religión; o al menos para ponerla en duda. Esto es proceder de un modo que atestigua cuán poco se ha meditado sobre el estado de la cuestión.

En efecto: no se trata de saber si los dogmas están al alcance de nuestra inteligencia, ni si damos completa solución a todas las dificultades que contra éste o aquél puedan objetarse: la religión misma es la primera en decirnos que estos dogmas no podemos comprenderlos con la sola luz de la razón; que mientras estamos en esta vida, es necesario que nos resignemos a ver los secretos de Dios al través de sombras y enigmas, y por esto nos exige la fe. El decir, pues, “yo no quiero creer porque no comprendo” es enunciar una contradicción; si lo comprendiese todo, claro es que no se hablaría de fe. El argumentar contra la religión, fundándose en la incomprensibilidad de sus dogmas, es hacerle un cargo de una verdad que ella misma reconoce, que acepta, y sobre la cual en cierto modo, hace estribar su edificio.

Y bien: este es el mismo hombre que nos ha dicho hace un momento que hay cierta clase de cuestiones cuya verdadera solución es no resolverlas; es el mismo que nos ha hecho sentir que a veces las dificultades de pensamiento son tan grandes, que hasta la misma dignidad humana exige no pronunciarse; y es el que hubiera debido decirnos, y hacernos sentir, que si hay un caso típico de cuestiones de ese género, son las cuestiones sobre las realidades primeras, en las cuales caben la hipótesis, la posibilidad, la suposición, y el sentimiento, y la esperanza, pero no la convicción absoluta y cerrada.

Y no les hablo de los sistemas metafísicos. La Metafísica tradicional ¡cosa curiosa!, la rama de los conocimientos que más ignora, es la que ha procurado presentarnos el conocimiento con un mayor aspecto de claridad y de precisión; y ha sido siempre la más preocupada de disimular y de disimularse su ignorancia.

Ya comparamos los conocimientos humanos a un mar, en el cual lo que ocurre en la superficie puede verse y describirse con claridad: a medida que aumenta la profundidad, se ve menos claramente: allá en el fondo, se entrevé, cada vez menos, hasta que deja de verse en absoluto. De modo que, si el que quiere describir o dibujar esas realidades nos presenta las cosas del fondo con la misma precisión, con la misma claridad, con la misma nitidez de dibujo que las cosas de la superficie —estoy queriendo decir: si alguien nos da una metafísica parecida a la ciencia1— podemos afirmar sin cuidado que nos da el error, en vez de la verdad parcial de que somos capaces.

Y el espíritu humano todo lo completa, todo lo simetriza; es como esos caleidoscopios de los niños, en que cada piedrecilla de colores se multiplica varias veces, por todos los lados, simétricamente, y donde es imposible, por más que se agite la arena, obtener una figura asimétrica o incompleta…

Yo escribí una vez lo siguiente (dándole tal vez una forma, quizá debido a preocupaciones literarias, un poco sibilina, de lo cual se me ha pedido cuentas; y aprovecho esta oportunidad para hablar al respecto más clara y más llanamente):

Un libro futuro

“Parece de filosofía. Me es imposible leerlo, a través de tanto tiempo. Pero entreveo algo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

. . . . . . . . . . . . . . Al llegar a este punto del análisis, ya no puedo pensar con claridad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

La simetría me inclinaría aquí a sostener que . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ; pero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ahora, sobre la otra cuestión sí me parece evidente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . De los dos argumentos que se me han hecho sobre este punto, el primero me parece completamente improcedente. En efecto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . En cambio, el segundo es muy serio y me inclino a abandonar la opinión que expuse, puesto que . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Punto es este sobre el cual no tengo una opinión fija. A veces me parece que . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . porque . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . otras veces, en cambio, pienso más bien . . . . . . . . . . . .

No podría expresar por ningún esquema verbal mi psicología a propósito de ese problema, y recurriré al artificio, ya tan corriente hoy, de transcribir anotaciones, en parte complementarias y en parte contradictorias, que he hecho en distintos momentos y en distintos estados de espíritu: el lector fundirá, combinará y —no, comprendiendo eso, sino comprendiendo a propósito de eso— encontrará tal vez alguna ayuda en las transcripciones que siguen, para formarse sobre la cuestión un estado mental amplio y comprensivo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . En este punto debo confesar que la manera de discutir de mi crítico me trae el recuerdos de las antiguas épocas, cuando . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . la vanidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Es cierto que la humanidad no había acabado de comprender todavía que, desde los tiempos de Aristóteles, había estado confundiendo durante más de veinte siglos el lenguaje con el pensamiento. Pero, aun así, parece imposible que a los autores de aquel tiempo no se les ocurriera, por lo menos, comparar sus obras con las anotaciones que les servían para prepararlas; notar cómo, en el paso de éstas a aquéllas, se habían desvanecido todas las dudas, las oscuridades, las contradicciones y las deficiencias; y cómo, por consecuencia, un libro de los de entonces, esto es: sistematización conceptual cerrada, con una tesis inconmovible, argumentos ordenados como teoremas, un rigor de consecuencia y una convicción que parodiaban artificialmente el pensamiento ideal de un ser superior que jamás ignorara, dudara o se confundiera, era un producto completamente falso y ficticio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Además, a pesar de que los químicos de aquellas épocas ya sabían utilizar los residuos de preparación de las sustancias, a los escritores no se les ocurría hacer otro tanto: no se les ocurría utilizar los residuos de fabricación de sus libros, un fermento riquísimo, y desperdiciaban lo más precioso de su pensamiento. Y como lo que expresamos no es más que una mínima parte de lo que psiqueamos, resultaba que cada escritor, y la humanidad toda, daban una producción muy inferior a sus propios alcances, y muchísimo menos profunda de lo que . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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