Antonio Pavía Martín-Ambrosio - En el principio... la palabra

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El padre Antonio Pavía, en la introducción de esta obra, plantea de manera directa y sin adorno alguno la siguiente pregunta: «¿Qué crédito nos merece la palabra de Dios?». Esta es la cuestión que define si realmente somos o no creyentes, si afirmamos la existencia de Dios o preferimos perdernos en la algarabía y la confusión de los que han decidido separarse de la religión. Esa es la razón de que el autor decida retomar versículo a versículo el texto del Prólogo del evangelio de san Juan (Jn 1,1-18), texto que algunos consideran la puerta de entrada a la contemplación de la gloria del Hijo de Dios, para hacer una completa catequesis del mismo, explicando de manera amena y cercana sus referencias al Antiguo Testamento y todos sus complejos detalles. En este texto Dios se identifica como Palabra, como la Buena Noticia que después se encargará Jesucristo de trasmitir y por la que morirá para demostrarnos su amor.

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[...] quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? (Mc 8,35-36).

Nos imaginamos a estos hombres asombrándose de la sabiduría y buen hablar de su Maestro pero sin moverse un milímetro de su tesis: no hay duda de que estas palabras de Jesús no van con nosotros. Efectivamente, una cosa era seguir a Jesús, y otra hacerle caso en todas y cada una de sus palabras. No sabían estos pobres discípulos que su Señor les estaba ofreciendo una promesa que se haría efectiva en su entrega de la vida por ellos.

Lo entendieron cuando su impotencia ató sus corazones a la realidad: en su arresto, juicio y condena a muerte no fueron ni mejores ni más generosos que el resto de Israel. Solo a la luz del Espíritu Santo recibido fueron entendiendo gradualmente que el seguimiento era la forma de estar con el Hijo de Dios, y que podían seguir sus pasos porque estaba con ellos en su andadura.

Fue entonces cuando comprendieron que eran hijos de la Palabra y que, por medio de la misma, se cumplía en cada uno de ellos la revelación que el Espíritu Santo había hecho a Juan: «[...] y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios». Se sabían en Dios por medio de su Señor y Maestro porque su Palabra acogida se había adueñado de ellos hasta el punto de «recibir el poder de llegar a ser hijos de Dios» ( Jn 1,12). De ello hablaremos en profundidad y con detenimiento cuando, si Dios quiere, interpretemos catequéticamente este versículo del Prólogo. A estas alturas solo me queda añadir la felicísima definición que hace Pablo del Evangelio de Jesús, lo llama «el Evangelio de la gracia» (He 20,24).

Solo así, entendido como gracia y promesa, puede el hombre, todo hombre, por supuesto también nosotros, pasar del primer escepticismo de los apóstoles –recordemos: «estas palabras de Jesús no van con nosotros»a abrazarnos a ellas con el gozo del Espíritu Santo como los creyentes de Tesalónica, los que acogieron la predicación de Pablo:

Por vuestra parte, os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones (1Tes 1,6).

2

Vosotros estáis conmigo

Ella estaba en el principio con Dios ( Jn 1,2).

Pasamos ahora a enlazar catequéticamente el hecho de que la Palabra está en el principio, es decir, antes de los siglos en Dios, con la nueva creación del hombre en Jesucristo de la que nos habla el apóstol Pablo:

El que está en Cristo, es una nueva creación (2Cor 5,17a).

Sirviéndonos de la analogía, podemos decir que Dios crea a sus hijos por medio de la Palabra ( Jn 1,12) en una dimensión atemporal; por eso, creados por la Palabra eterna, sus hijos llevan en sí el sello eterno. Nos atrevemos a afirmar entonces que en este sentido Jesús les dice a sus discípulos que están con él desde el principio ( Jn 15,26-27). Se trata de la nueva creación, de la nueva dimensión del tiempo proyectada por el Eterno a lo eterno. Así son los hijos de Dios desde el principio por su nueva creación.

Sin embargo, a todo corazón y mente moralista, como son los nuestros, les asalta una duda ante lo que Jesús les dice a sus discípulos. Recordemos que está hablando en el contexto de la Última Cena, con lo que ello supone de incertidumbres y temores que ya conocemos. Jesús les dice también:

Mirad que llega la hora en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo ( Jn 16,32a).

Repito, es nuestra inclinación moralista la que hace aflorar la duda, el interrogante. ¿Cómo puede Jesús decir a estos hombres «estáis conmigo», expresión que indica adhesión y fidelidad, para añadir más adelante «os dispersaréis y me dejaréis solo, me abandonaréis a mi suerte»? ¿Estamos ante una contradicción de Jesús o será que su forma de pensar y juzgar, así como la de su Padre, está a años luz de la nuestra? (Is 55,8-9).

Nos encontramos, pues, ante una contradicción que se agudiza si nos hacemos eco de estas otras palabras dichas por el Hijo de Dios a sus discípulos, también a lo largo de la Última Cena y recogidas por Lucas:

Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas (Lc 22,28).

Si anteriormente nos asaltó la duda, ahora nos quedamos realmente perplejos. En el mismo ambiente tenso dada la inminencia de su huida y abandono al que siempre han llamado Maestro y Señor, este les elogia por haber perseverado-permanecido con él en sus pruebas.

Es evidente que el juicio y alcance de la mirada de Jesús es bastante diferente al de los nuestros. Él, que les ha llamado, sabe perfectamente hasta dónde podían llegar haciendo acopio de amores, adhesiones y generosidades; y hasta ahí llegaron, hasta las líneas rojas que daban paso a su pasión. Líneas rojas que solamente les será posible traspasar por la fuerza del Espíritu Santo enviado por el Hijo de Dios, una vez vencido el estigma y el abismo infranqueable de la muerte.

El caso es que hasta darse de bruces con el dique de las líneas rojas, los apóstoles hicieron suyas, al menos en parte, las afrentas con las que afrentaron a Jesucristo como había sido profetizado (Sal 69,10). Es cierto, le amaban y le eran fieles hasta donde llegaban sus fuerzas, y Jesús no les pedía más. Dieron pruebas de su amor no solo cuando fueron testigos de sus milagros, sino también cuando ante sus ojos fue rechazado, insultado, despreciado, etc. Recordemos que fue tachado de ignorante, loco, embaucador, blasfemo, y aun así seguían con él. Por eso les dijo «habéis estado conmigo en mis pruebas».

Fidelidad que abre puertas

Jesús entró solo con su Padre en la muerte. Resucitado, absorbió las líneas rojas que impedían a sus discípulos perseverar en su seguimiento. Fue entonces cuando cobraron actualidad, la actualidad de lo que es eterno, su testificación: «vosotros estáis conmigo desde el principio». No hay duda, estos hombres son eternos porque su nueva creación pertenece –hablando en términos científicos– a un nuevo eón que trasciende por completo la cosmología narrada por el Génesis.

Al absorber las líneas rojas que configuran nuestras limitaciones ético-morales, el Hijo de Dios mostró a la humanidad entera –estamos hablando de manifestación universal– la nueva y definitiva dimensión del amor, y la estamos manifestando justamente desde su fuente: Dios que es amor (1Jn 4,16).

Ante esta nueva concepción vital del amor todo cambia en la relación del hombre con Dios. Me estoy refiriendo al amor en cuanto que vivifica al ser amado, vivifica lo que está muerto. Nada hay que mate más el amor que la infidelidad. El amor de Dios rompe los moldes de nuestra fragilidad, de nuestra querencia a ser infieles no solo con Él, sino con todos los que nos relacionamos. Pablo, sin duda que pensando en sí mismo y también en la historia de los demás apóstoles, nos dejó esta nota magistral acerca del amor desconocido, el de Dios, manifestado por medio de su Hijo:

Si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo (2Tim 2,13).

Si somos infieles, Él mantiene su fidelidad. Fiel se mantuvo Jesús a su elección, a sus promesas aun cuando ellos fueron infieles. Cuando se les apareció repetidamente tras su resurrección y reafirmó su llamada, fue como si les dijera: Ya no hay líneas rojas, podéis ser fieles al seguimiento hasta la muerte. Ya nada os podrá separar de mí; os llamé desde un principio eterno para que estuvieseis conmigo, y lo seguiréis estando cuando la muerte venga a cobrar su tributo en vuestra carne: «Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» ( Jn 14,3).

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