Antonio Pavía Martín-Ambrosio - En el principio... la palabra

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El padre Antonio Pavía, en la introducción de esta obra, plantea de manera directa y sin adorno alguno la siguiente pregunta: «¿Qué crédito nos merece la palabra de Dios?». Esta es la cuestión que define si realmente somos o no creyentes, si afirmamos la existencia de Dios o preferimos perdernos en la algarabía y la confusión de los que han decidido separarse de la religión. Esa es la razón de que el autor decida retomar versículo a versículo el texto del Prólogo del evangelio de san Juan (Jn 1,1-18), texto que algunos consideran la puerta de entrada a la contemplación de la gloria del Hijo de Dios, para hacer una completa catequesis del mismo, explicando de manera amena y cercana sus referencias al Antiguo Testamento y todos sus complejos detalles. En este texto Dios se identifica como Palabra, como la Buena Noticia que después se encargará Jesucristo de trasmitir y por la que morirá para demostrarnos su amor.

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Nunca se oyó, no se oyó decir, ni se escuchó, ni ojo vio a un Dios, sino a ti, que tal hiciese para el que espera en Él (Is 64,3).

En este espacio inmenso entre lo que Dios quiere hacer por el hombre y lo que este cree que puede esperar de Él, emerge la grandeza sobrecogedora de la fe. Si nos adentramos en este espacio misterioso del creer, nos daremos cuenta que lo que nosotros consideramos imposible deviene en posible. No estoy hablando de milagrerías ni nada que se le parezca; por otra parte, ¿de qué nos serviría Dios si fuese tan incapaz de afrontar lo imposible como cualquiera de nosotros?

A la luz de todo lo expuesto abordamos con temblor sagrado, que no es el del miedo sino el de la adoración, aspectos del Prólogo del evangelio de san Juan, texto que algunos consideran la puerta de entrada a la contemplación de la gloria del Hijo de Dios. Gloria reflejada a lo largo de su santo evangelio. Recordemos la feliz intuición al unir la gloria de Dios con el Evangelio de su Hijo «[...] según el Evangelio de la gloria de Dios bienaventurado» (1Tim 1,11).

Nos acercamos, pues, al Prólogo de Juan como nuevos Moisés en su ascensión al Sinaí. Digo como nuevos Moisés. Como bien sabemos, Jesucristo es la plenitud de Moisés, y nosotros, sus discípulos que participamos de la plenitud de nuestro Señor, también tenemos nuestro Sinaí al que ascender y en el que nos es dado contemplar la gloria de Dios; contemplación que es fruto de la encarnación, como testifica Juan: «La Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria» ( Jn 1,14).

Subimos, pues, a nuestro Sinaí: el Evangelio de la gracia de Dios. Ascendemos hacia él sintiendo la cercanía de Moisés, uno de nuestros padres en la fe, y nos damos cuenta de que así como se encontró con una nube tenebrosa que se interponía entre él y Dios, lo mismo sucede con nosotros. Oigamos el relato catequético que nos brinda el autor del libro del Éxodo:

Dijo Yavé a Moisés: Sube hasta mí, al monte [...] y subió Moisés al monte. La nube cubrió el monte. La gloria de Yavé descansó sobre el monte Sinaí y la nube lo cubrió por seis días. Al séptimo día, llamó Yavé a Moisés de en medio de la nube [...]. Moisés entró dentro de la nube y subió al monte (Éx 24,1218).

Es cierto, tenemos que mirarnos en Moisés porque no hay encuentro con Dios sin nube tenebrosa que se interponga. Al igual que a Moisés, Dios nos invita a subir hacia Él por medio del Evangelio. Hasta ahí nos podría parecer normal, sí, hasta que nos percatamos de la nube que no es que nos corte realmente el paso, pero sí se interpone con la intención de hacernos desistir de nuestra ascensión hacia Dios.

Estas nubes no son otra cosa que la tentación, todo tipo de pruebas; a veces se nos presentan como algo tan irracional que tenemos que adherirnos con amor a la Palabra y hacer nuestra la pregunta que oímos a Isaías y a Pablo: «¿Quién dio crédito a nuestro anuncio?». Hoy recorremos el Prólogo de Juan con todos nuestros sentidos, con toda nuestra razón y mente, y es cierto que nos parece oír a Juan repitiendo ¿quién da crédito a este anuncio, a este Prólogo del evangelio que el Espíritu Santo susurra a mis oídos?

Porque el que busca, encuentra

Si nos detenemos a pensar con calma nos damos cuenta de que en general, unos más otros no tanto, somos dados a creer en los milagros. Quizá experiencias muy personales de cosas extraordinarias que nos han sucedido y en las que hemos visto el aliento de Dios, facilitan la aceptación de hechos extraordinarios y portentosos. Podemos también creer más o menos en las apariciones, aunque la excesiva proliferación de estas en las últimas décadas les puede haber restado credibilidad.

Ciertamente todo esto entra en el ámbito de lo creíble; pero creer que Dios, el que ha hecho el cosmos con sus millones de galaxias, se haya encarnado en una naturaleza humana sin dejar de ser Dios, eso es una gran nube que cubre y rodea la cima del Sinaí, el lugar de nuestro encuentro con Dios, el Dios vivo. Esa es –repito– la nube y también la madre de otras nubes subsidiarias. La encarnación de Dios da pie al grito por excelencia de la predicación evangélica «¿quién creyó, quién se aviene a creer esta Buena Noticia?».

A partir de este primer escollo que dificulta que demos crédito a la Palabra, nos encontramos con otros no menores como, por ejemplo, el testimonio de Juan quien, en nombre de los demás apóstoles, proclama que ha contemplado la gloria de Dios, expresión bíblica que indica que es partícipe de ella. Por su parte, el apóstol Pedro escribe que le es dado al hombre participar de la naturaleza del mismo Dios:

Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y poder, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina (2Pe 1,3-4b).

En la misma línea nos dice Juan en su Prólogo que a todos aquellos que reciben la Palabra –hablamos de un recibir que implica acoger, abrazarse a ella– esta les da poder para hacerse hijos de Dios, poder para engendrarlos como hijos suyos.

A estas alturas nos preguntamos si esto que nos dice Juan no traspasa los límites de lo que se puede creer razonablemente; si podemos –repito, razonablemente– dar crédito a la Palabra, no ya a la que nos trasmite Juan, sino, y por extensión, a todo el Evangelio del Hijo de Dios.

La respuesta no es fácil, pero aun así puedo afirmar que un hombre llega a creer en todo esto que aparentemente supera los límites de lo razonable cuando desata su razón de los límites que le impone su mundo sensorial, al tiempo que deja entrar en su mente y en su corazón –han de ir juntas– aquello que, como dijo el ángel Gabriel a María, es imposible. Esto fue lo que le respondió al proponerle la encarnación del Hijo de Dios: «[...] porque ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1,37).

El mundo sensorial nos hace no pocas veces audaces, casi rayamos en lo imposible; de hecho no son pocos los que pierden su vida en el intento. En el mundo de la fe temblamos ante el imposible tanto que no nos sirven ni la audacia ni el arrojo, tan solo la confianza de que la Palabra nos adentra en una realidad intuida por el corazón, al tiempo que ajena –al menos en parte– al mundo sensorial.

Con esta intuición grabada a fuego en lo más profundo de su ser, el buscador de Dios toma la decisión de ir al encuentro de la nube que se interpone entre él y Dios a quien busca, sin dejar de preguntarse si la Palabra que le mueve y hasta le quema tiene o no su crédito. Aun así se adentra porque quiere saber si hay Alguien más allá de la nube. No, nunca jamás podrán adentrarse en ella los escépticos, los autosuficientes, los bien pagados de su pedantería intelectual, los que se conforman con ser los reyes de la fiesta sensorial.

El hombre buscador se adentra en la nube aunque no las tenga todas consigo; sin embargo está haciendo gala de una sabiduría excepcional, pues ha llegado a la conclusión de que no tiene nada que perder y sí mucho, más bien todo, que ganar. Se introduce en la densa nube, y lo primero que descubre es que sí, que es verdad, «que aunque camine por valle de tinieblas, tú vas conmigo» (Sal 23,4). Es entonces cuando ante la pregunta de Isaías y Pablo, «¿quién dio crédito a nuestra noticia?», responde: ¡Yo doy crédito al anuncio, al Buen Anuncio, a la Palabra!

1

Dios y su Palabra

En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios ( Jn 1,1).

Antes de iniciar el comentario al Prólogo del evangelio de san Juan es conveniente aclarar el significado bíblico catequético de la expresión «en el principio» tal y como la encontramos en este contexto. Apunta a una pretemporalidad. Nos podremos hacer una idea de esto fijándonos en que una de las antífonas de los salmos de vísperas de la fiesta de la Navidad comienza así: «En el principio, antes de los siglos, la Palabra era Dios». Con esta clarificación pasamos a comentar este primer versículo.

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