El asiático estaba demudado. Desde que éste advirtió al desconocido, no volvió a mirarle cara a cara. Por nada. Aseguraría que la tomó miedo y que en él más que en ningún otro de los presentes, el efecto repulsivo y aborrecible que despertaba ese hombre, fue mucho mayor para ser disimulado. Chale le odiaba, le temía. Esa es la palabra: le tenía miedo. Además, nadie había visto jamás a tal caballero en aquella casa de juego. Chale ni siquiera le conocía. Detonaba, pues, también por esto su presencia.
El clubman de súbito empezó a respirar con trabajo, como si se asfixiara. Jadeaba mirando fijamente al cabizbajo chino que parecía triturado por aquella mirada, mutilado, reducida a pobres carbones toda su personalidad moral, toda su confianza en sí mismo de antes, toda su beligerancia triunfadora siempre del hado. Chale, cariacontecido, como niño cogido en falta, movía los dedos en el hueco de su diestra temblorosa, queriendo derribarlos por impotencia.
El corro, poco a poco, llegó a converger todas sus miradas en el forastero que aún no había pronunciado palabra. Se hizo silencio.
Por fin el recién llegado dijo dirigiéndose al chino:
–¿Cuánto importa toda su banca?
El interrogado pestañeó haciendo una mueca apocalíptica y ridícula de desamparo, como si fuese a recibir una bofetada mortal. Y volviendo en sí, balbuceó, sin saber lo que decía.
–Allí está todo.
La banca importaba más o menos cincuenta mil soles.
El hombre equis nombró esta suma, extrajo una cantidad igual de su cartera y con majestad la colocó en el paño, apostándola al azar, ante el pasmo de los circunstantes. El chino se mordió los labios. Y, siempre rehuyendo el rostro de su nuevo adversario, empezó a barajar los cubos de mármol, sus cubos.
Nadie acompañó a tan monstruosa y atrevida apuesta.
El apostador único, solitario, sin que nadie, absolutamente nadie, menos el chino, pudiese advertirlo, extrajo del bolsillo su revólver, acercólo sigilosamente al cerebro de Chale, y, la mano en el gatillo, erecto el cañón hacia aquel blanco. Nadie, repito, percibió esta espada de Damocles que quedó suspendida sobre la vida del asiático. Muy al contrario. La espada de Damocles viéronla todos suspendida sobre la fortuna del desconocido, pues que su pérdida estaba descontada. Recordé lo que momentos antes habíase susurrado en la sala:
–Siempre las más altas paradas son para Chale. No se pude con él.
¿Era su buena suerte? ¿Era su sabiduría? No lo sé. Pero yo era ahora el primero que preveía la victoria del chino.
Echó éste los dados. ¡Oh los costados y el espaldar, el hombro y el frontal del jugador! De nuevo, y con más óptima elocuencia, repitiese ante mis ojos y ante mi alma, el espectáculo extraordinario, la desviación anatómica, la polarización de toda la voluntad que doma y sojuzga, entraba y dirige los más inextricables designios de la fatalidad. De nuevo, ante el esfuerzo creador del lanzador de dados, sobrecogido fui de un cataclismo misterioso que rompía toda armonía y razón de ser de los hechos y leyes y enigmas en mi cerebro estupefacto. De nuevo esa partida simultánea de los dados ante iguales términos aleatorios de apuesta. De nuevo abrí los ojos desmesurándolos para constatar la suerte que vendría a agraciar al gran banquero.
Los mármoles corrieron y corrieron y corrieron.
El cañón y el gatillo y la mano esperaban. El de la gran parada no miraba los dados: sólo miraba fija, terrible, implacablemente a la testa del asiático.
Ante aquel desafío, que nadie notaba, de ese revólver contra ese par de dados que pintarían el número que pluga a la invencible sombra del Destino, encarnada en la figura de Chale, cualquier habría asegurado que yo estaba allí. Pero no. Yo no estaba allí.
Los dados detuviéronse. La muerte y el destino tiraron de todos los pelos.
¡Dos ases!
El chino se echó a llorar como un niño.
Un incidente de manos en el recreo llevó a dos niños a romperse los dientes a la salida de la escuela. A la puerta del plantel se hizo un tumulto. Gran número de muchachos, con los libros al brazo, discutían acaloradamente, haciendo un redondel en cuyo centro estaban, en extremos opuestos, los contrincantes: dos niños poco más o menos de la misma edad, uno de ellos descalzo y pobremente vestido. Ambos sonreían, y de la rueda surgían rutilantes diptongos, coreándolos y enfrentándolos en fragorosa rivalidad. Ellos se miraban echándose los convexos pechos, con aire de recíproco desprecio. Alguien lanzó un alerta:
–¡El profesor! ¡El profesor!
La bandada se dispersó.
–Mentira. Mentira. No viene nadie. Mentira...
La pasión infantil abría y cerraba calles en el tumulto. Se formaron partidos por uno y otro de los contrincantes. Estallaban grandes clamores. Hubo puntapiés, llantos, risotadas.
–¡Al cerrillo! ¡Al cerrillo! ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hurra!...
Un estruendoso y confuso vocerío se produjo y la muchedumbre se puso en marcha. A la cabeza iban los dos rivales.
A lo largo de las calles y rúas, los muchachos hacían una algazara ensordecedora. Una anciana salió a la puerta de su casa y gruñó muy en cólera:
–¡Juan! ¡Juan! ¡A dónde vas, mocito! Vas a ver...
Las carcajadas redoblaron.
Leonidas y yo íbamos muy atrás. Leonidas estaba demudado y le castañeteaban los dientes.
–¿Vamos quedándonos? -le dije.
–Bueno -me respondió-. ¿Pero si le pegan a Juncos?...
Llegados a una pequeña explanada, al pie de un cerro de la campiña, se detuvo el tropel. Alguien estaba llorando. Los otros reían estentóreamente. Se vivaba a contrapunteo:
–¡Viva Cancio! ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hurraaaaa!...
Se hizo un orden frágil. La gritería y la confusión renacieron. Pero se oyó una voz amenazadora:
–¡Al primero que hable, le rompo las narices!
–Voy a Juncos.
–Voy a Cancio.
Se hacían apuestas como en las carreras de caballos o en las peleas de gallos.
Juncos era el niño descalzo. Esperaba en guardia, encendido y jadeante. Más bien escueto y cetrino y de sabroso genio pendenciero. Sus pies desnudos mostraban los talones rajados. El pantalón de bayeta blanca, andrajoso y desgarrado a la altura de la rodilla izquierda, le descendía hasta los tobillos. Tocaba su cabeza alborotada un grueso e informe sombrero de lana. Reía como si le hiciesen cosquillas. Las apuestas en su favor crecían. Por Cancio, en cambio, las apuestas eran menores. Era este un niño decente, hijo de buena familia. Se mordía el labio superior con altivez y cólera de adulto. Tenía zapatos nuevos.
–¡Uno!... ¡Dos!... ¡Tres!
El tropel se sumió en un silencio trágico. Leónidas tragó saliva. Cancio no se movía de su guardia, reduciéndose a parar las acometidas de Juncos. Un puñetazo en el costado derecho, esgrimido con todo el brazo contrario, le hizo tambalear. Le alentaron. Recuperó su puesto y una sombra cruzó por su semblante. Juncos, finteando, sonreía.
Cancio empezó a despertar mi simpatía. Era inteligente y noble. Nunca buscó camorra a nadie, Cancio me era simpático y ahora se avivaba esa simpatía. Leonidas también estaba ahora de su parte. Leonidas estaba colorado y se movía nerviosamente, ajustando sus movimientos a los trances de la lucha. Cuando Cancio iba a caer por tierra, a una puñada del héroe contrario, Leonidas, sin poder contenerse, alargó la mano canija y dio un buen pellizcón a Juncos. Yo le dije:
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