Cesar Vallejo - 7 mejores cuentos de César Vallejo

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La serie de libros «7 mejores cuentos» presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española.
En este volumen traemos César Vallejo, un poeta y escritor peruano. Es considerado uno de los mayores innovadores de la poesía del siglo XX y el máximo exponente de las letras en su país.
Este libro contiene los siguientes cuentos:
– Cera.
– Él Vendedor.
– Los dos soras.
– Muro Antártico.
– Hacia el reino de los Sciris.
– Paco Yunque.
– Sabiduria.

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Los dados saltaron de la diestra del asiático, juntos, al mismo tiempo, dotados de un impulso igual. Con un instrumento de medida que pudiese registrar en cifras innominables las humanas ecuaciones gestadoras de acción más infinitesimales, habríase constatado la simultaneidad absolutamente matemática con que ambos mármoles fueron despedidos al espacio. Y juraría que, al auscultar la relación de avance que desarrollábase entre esos dos dados al iniciar su vuelo, lo que hay de más permanente, de más vivo, de más fuerte, de más inmutable y eterno en mi ser, fundidas todas las potencias de la dimensión física, se dio contra sí mismo, y así pude sentir entonces en la verdad del espíritu, la partida material de esos dos vuelos, a un mismo tiempo, unánimes.

Chale había arrojado los dados constriñendo toda su escultura hacia una desviación anatómica tan rara y singular, que ello turbó aún más mi ya sugestionada sensibilidad. Diríase que en ese momento había el jugador estilizado toda su animalidad, subordinándola a un pensamiento y un deseo únicos a la sazón en su juego.

En efecto. ¿Cómo poder describir semejante movimiento de sus huesosos flancos, arrimándose uno contra otro, por sobre la gritería misma de un silencio de pie suspenso entre los dos guijarros de la marcha; semejante ritmo de los omóplatos transfigurándose, empollándose en truncas alas que, de pronto, crecían y salían fuera, ante la ceguedad de todos los jugadores que nada de esto percibían y que me dejaban ¡ay, sólo ante aquel espectáculo que me castigaba en todo el corazón!... Y aquella confluencia del hombro derecho, quieta, esperando que la frente del chino acabase de ganar todo el arco que la intuición y el cálculo mental de fuerzas, distancias, obstáculos, elementos aceleratrices y hasta del máximun de intervención de una segunda potestad humana, tendían, templaban, ajustaban desde el punto más alto de la vidente voluntad del hombre hasta los cercos lindantes a la omnipotencia divina... Y esa muñeca pálida, alambreada, neurótica, como de hechicería, casi diafanizada por la luz que parecía portar y transmitir en vértigo a los dados, que la esperaban en la cuenca de la mano, saltando, hidrogénicos, palpitantes, cálidos, blandos, sumisos, transustanciados tal vez, en dos trozos de cera que sólo detendríanse en el punto del extendido paño, secretamente requerido, plasmados por los dos lados que plugo al jugador... La presencia entera de Chale y toda la atmósfera de extraordinaria e ineludible soberanía que desarrolló en la sala en tal instante, habíanme envuelto también a mí, como átomo en medio del fuego solar del mediodía.

Los dados volaron, mejor, corrieron tropezándose entre sí, patinando, saltando isócronos a veces, con el rehillo punzante de dos tambores que batieran en redoble de piedra la marcha de lo que no podía volver atrás, aun a pesar de Dios mismo, ante las pobres miradas de aquella estancia, solemne y recogida más que iglesia a la hora de alzar la hostia consagrada...

Vibrante, grisácea línea trababa cada dado al rodar. Una de esas líneas empezó a engrosar, fue desdoblándose en manchas unas más blancas que otras; pintó sucesivamente 2 puntos negros, luego 5, 4, 2, 3 y plantóse por fin marcando quina. El otro mármol ¡oh los costados y el espaldar, el hombre y el frontal del jugador! el otro mármol ¡oh la partida simultánea de los dados! el otro avanzó tres dedos más que el anterior, y por parecido proceso de evolución hacia la meta insospechada, fue a presentar también 5 puntos de carbón sobre el tapete. ¡Suerte!

El chino, con la serenidad de quien lee un enigma cuyos términos le fuesen desde mucho antes familiares, hizo ingresar a su banca los cinco mil soles de la apuesta.

Alguien dijo a media voz:

–¡Es una barbaridad! Siempre las más altas paradas son para Chale. No se puede con él.

El chino, repetí para mí, no hay duda, tiene completo dominio sobre los dados que él mismo labrara, y, acaso, todavía más, es dueño y señor de los más indescifrables designios del destino, que le obedecen ciegamente.

Los más poderosos jugadores parecieron encolerizarse y refunfuñar contra Chale, a raíz de la última jugada. La sala entera sacudióse en un espasmo de despecho; y quizá la protesta amordazada de esa masa de seres a los que así golpeaba la invencible sombra del destino encarnada en la fascinante figura de Chale, estuvo a punto de traducirse en un zarpazo de sangre. Un solo gran infortunio puede más que millares de pequeños triunfos dispersos y los atrae y ata a sus huracanadas entrañas, hasta untarles por fin en su aceite incandescente y funerario. Todos esos hombres debieron sentirse heridos por la última victoria del chino, y, llegado el caso, todos le habrían arrancado la vida a las ganadas. Hasta yo mismo –me aguijonea el remordimiento al recordarlo– hasta yo mismo odié furiosamente a Chale en ese instante.

Siguió una apuesta de diez mil soles al azar. Todos temblamos de expectación, de miedo y de una misericordia infinita, como si fuésemos a presenciar un heroísmo. La tragedia revolcase cosquilleante a lo largo de las epidermis. Las pupilas relincharon casi vertiendo lloro puro. Los rostros alisáronse cárdenos de incertidumbre. Chale lanzó sus dados. Y de este solo cordelazo, apuntaron dos senas en el paño. ¡Suerte!

Sentí que alguien se abría paso a mi lado y me apartaba para adelantarse a la mesa, presionándome, casi acogotándome en forma brutal y arrolladora, como si una fuerza irresistible y fatal impulsara al intruso para tal conducta. Quienes estuvieron a mi lado sufrieron idéntico vejamen del desconocido.

Y he aquí que le chino, en vez de recoger dinero ganado, hizo de él desusado olvido, para como movido por resorte, volver inmediatamente la cara hacia el nuevo concurrente. Chale se demudó. Parece que ambos hombres chocaron sus miradas, a modo de dos picos que se prueban en el aire.

El recién llegado era un hombre alto y de anchura proporcionada y hasta armoniosa; aire enhiesto; gran cráneo sobre la herradura fornida de un maxilar inferior que reposaba recogido y armado de excesiva dentadura para mascar cabezas y troncos enteros; el declive de los carrillos anchábase de arriba abajo. Ojos mínimos, muy metidos, como si reculasen para luego acometer en insospechadas embestidas, las niñas sin color, produciendo la impresión de dos cuencas vacías. Tostado cutis; cabello bravo; nariz corva y zahareña; frente tempestuosa. Tipo de pelea y aventura, sorpresivo, preñado de sugerencias embrujadas como boas. Hombre inquietante, mortificante a pesar de su alguna belleza; céntrico. ¿Su raza? No acusaba ninguna. Aquella humanidad peregrina quizá carecía de patria étnica.

Tenía innegable traza mundana y hasta de clubman intachable, con su correcto vestir y su distinción, y el desenfado inquirido de sus ademanes.

Apenas este personaje tomó una posición junto al tapete, todo el gas envenenado de ebriedad y codicia, que respirábamos en la sala, inclusive el de la última jugada de diez mil soles, la mayor de la noche, despejóse y desapareció súbitamente. ¿Qué oculto oxígeno traía, pues, aquel hombre? De haberse podido ver el aire entonces, lo habríamos hallado azul, serena y apaciblemente azul. De golpe recobré mi normalidad y la luz de mi conciencia, entre un hálito fresco de renovación sanguínea y de desahogo. Sentí que me liberaba de algo. Hubo un dulce remanso en la expresión de todos los semblantes. El señorío de Chale y todas sus posturas de sortilegio se acabaron.

En cambio, una cosa allí nacía. Una cosa en forma de sensación de curiosidad primero, luego de extrañeza y de espinosa inquietud. Y esa inquietud partía, indudablemente, de la presentación del nuevo parroquiano. Sí. Pues él –yo lo hubiera afirmado con mi cuello– traía algún propósito apabullante, algún designio misterioso.

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