1 ...8 9 10 12 13 14 ...19 Precisamos entonces identificar la existencia de dichas prerrogativas que, aunque insertas de manera implícita en el texto constitucional, pueden llevarnos a responder a la pregunta planteada. Veamos.
Es bien conocido que el artículo primero de nuestra Constitución contempla el bloque de constitucionalidad; es esta útil herramienta la que permite que a través de ella se puedan incorporar aquellos derechos que no siendo reconocidos explícitamente por la norma fundante, sí forman parte de un contenido amplio de la misma. Esto sucedería si en una interpretación extensiva consideramos lo dispuesto por la Carta Iberoamericana de los Derechos y Deberes del Ciudadano en Relación con la Administración Pública.
Por otra parte, el contenido del derecho a la buena administración empata en gran medida con el contenido de distintos artículos de nuestra Constitución. Tal es el caso de los artículos 6, 8, 14, 16, 17, 25 y 109 de la Constitución federal, en los cuales se aprecian puntos de conexión profundos con este derecho o con algunas de sus garantías, como el derecho de acceso a la información pública, como deber de la administración pública de mantener actualizada la información para ser consultada por quien lo desee; el derecho de petición; el derecho al debido proceso; la garantía de audiencia; el derecho de defensa; la responsabilidad patrimonial del Estado y la mejora regulatoria, entre otros (Arcila y López, 2019).
Esta nueva manera que tiene el ciudadano de relacionarse con el poder público lo coloca en un papel protagónico en el funcionamiento institucional, al convertirse en un escrutador permanente del quehacer institucional.
La buena administración y la responsabilidad patrimonial del Estado
Ahora bien, hemos señalado también el carácter creativo que el Poder Judicial tiene a su cargo. En ese sentido, uno de los derechos en los que mejor puede apreciarse la esencia del derecho a la buena administración es el de la responsabilidad patrimonial del Estado, contenido en el artículo 109 constitucional, que al ser tratado en sede jurisdiccional señala:
La razón de la responsabilidad patrimonial es propiciar y garantizar, en primer lugar, que la actividad administrativa sea regular y que la gestión pública se preste conforme a ciertos estándares de calidad, lo que encierra en sí mismo un derecho fundamental a una eficiente Administración Pública, pues si se incumple con esos estándares se tiene garantizado el derecho a la indemnización. Por ello, cuando en la prestación de un servicio público se causa un daño en los bienes y derechos de los particulares por la actuación irregular de la Administración Pública, se configura, por una parte, la responsabilidad del Estado y, por otra, el derecho de los afectados a obtener la reparación, ya que la actividad administrativa irregular del Estado comprende también lo que la doctrina denomina faute de service, funcionamiento anormal de un servicio público por falla o deficiencia (SCJN, 2013: 2077).
En cuanto a la concepción doctrinal, Álvaro Castro Estrada (2006: 546-547), al hablar sobre la responsabilidad patrimonial del Estado, señala que esta es una institución jurídica que, mediante criterios objetivos de derecho público, establece la obligación directa del Estado de indemnizar a los particulares que hayan sido lesionados antijurídicamente en sus bienes y derechos como consecuencia de la actividad del propio Estado.
Por su parte, para Zulema Mosri (2019: 35-36), la responsabilidad patrimonial del Estado existe para establecer, como garantía individual y obligación del Estado, un sistema de responsabilidad objetiva y directa que le permita indemnizar a los particulares cuando estos sufrieran daños y perjuicios por la actividad administrativa irregular de los entes públicos.
Después de revisar la definición de ambos autores, es posible apreciar que la esencia de la responsabilidad patrimonial es el establecimiento de la obligación que tiene el Estado de indemnizar al ciudadano por una actividad irregular, es decir, una que escapa a los estándares de calidad bajo los cuales no puede hablarse de una administración pública eficiente, violando al mismo tiempo la esencia del derecho a una buena administración puesto que este supone que los servicios públicos funcionen correctamente.
La buena administración y la mejora regulatoria
Un ejemplo más en que puede apreciarse cómo el derecho a la buena administración ya se encuentra como derecho implícito en nuestro orden jurídico nacional es el caso de la mejora regulatoria.
Una herramienta fundamental para materializar de manera sistemática los objetivos del Estado es la obligación que el último párrafo del artículo 25 constitucional impone a todas las autoridades de los órdenes de gobierno a fin de contribuir al cumplimiento de los objetivos de los párrafos primero, sexto y noveno del mismo artículo. Dicha obligación consiste en la implementación de políticas públicas de mejora regulatoria para la simplificación de regulaciones, trámites, servicios y demás objetivos que establezca la Ley General de Mejora Regulatoria (LGRM).4
La Comisión Nacional de Mejora Regulatoria (Conamer) establece en el documento Estrategia Nacional de Mejora Regulatoria, publicado el día 30 de agosto de 2019:
[…] se entenderá por mejora regulatoria a la política pública que consiste en la generación de normas claras, de trámites y servicios simplificados, así como de instituciones eficaces para su creación y aplicación, que se orienten a obtener el mayor valor posible de los recursos disponibles y del óptimo funcionamiento de las actividades comerciales, industriales, productivas, de servicios y de desarrollo humano de la sociedad en su conjunto. Se trata de una política sistemática de revisión y diseño del marco regulatorio y sus trámites, de forma que este sea propicio para el funcionamiento eficiente de la economía (Conamer, 2019: 21).
Y es que la mejora regulatoria
[…] resulta fundamental para generar condiciones que permitan el buen desempeño de la actividad económica, al promover una mayor competencia, definir los derechos de propiedad, brindar certidumbre jurídica, corregir las fallas de mercado, fomentar la actividad empresarial y, en general, promover las reglas que permitan generar una mayor productividad, innovación, inversión, crecimiento económico y bienestar de la población (Conamer, 2019: 20).
Para dimensionar la importancia de esta actividad del Estado basta mencionar que la Encuesta Nacional de Calidad Regulatoria e Impacto Gubernamental en Empresas (ENCRIGE) del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) muestra que, a nivel nacional, de las unidades económicas encuestadas en 2016, se identificaron costos monetarios de cumplimiento de las regulaciones estimados en 115.7 mil millones de pesos, equivalentes a 0.56% del PIB nacional. En promedio, cada unidad económica gastó 48 871 pesos por cargas administrativas (Conamer, 2019: 31).
Por su parte la Conamer ha realizado estimaciones de carga administrativa de la regulación federal, obteniendo que, al 5 de diciembre de 2010, representó un costo del 4.8% del PIB y en junio de 2019, un costo del 2.41% del PIB (Conamer, 2019: 100).
Así la mejora regulatoria se identifica plenamente con el fin perseguido por el derecho a la buena administración, pues este significa elegir los instrumentos adecuados para la consecución del fin —que la administración tenga—, obtener con el menor costo posible los resultados procurados, así como evitar efectuar trámites inútiles.
Tenemos así que el derecho a la buena administración impregna diferentes disposiciones constitucionales, como las anteriormente mencionadas, pero además ha recibido un tratamiento que ha desarrollado sus términos en sede jurisdiccional. Esto, sumado a la referencia internacional que se ha vertido anteriormente, nos lleva a concluir que, en efecto, al hablar del derecho humano a la buena administración también podemos suscribir que se trata, sin duda, de un derecho fundamental. Uno que, aun siendo de naturaleza implícita, se encuentra ya dentro de nuestro ordenamiento supremo.
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