José María Rodríguez Olaizola - Ignacio de Loyola, nunca solo

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La Editorial SAN PABLO presenta la edición de bolsillo, en rústica, de la obra Ignacio de Loyola, nunca solo de la Colección Semblanzas. El autor presenta a Ignacio desde una mirada contemporánea. Es, siempre, un personaje que remite al Dios a quien toda su vida está orientada y que nos enseña una forma inquieta y fecunda de estar en el mundo de hoy. La vida de Ignacio sigue invitando en la actualidad a pensar en la propia vida: sus búsquedas nos hablan de iconos y de ídolos, de los proyectos en los que uno encuentra sentido y de las huellas que quiere deja r; de la fe que se tiene y en la que se crece; de los nombres que atraviesan nuestra historia; de las flaquezas y las fortalezas, del amor eficaz y del amor gratuito.

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¿Qué castidad es esta a la que alude? ¿Una evaporación del deseo? ¿Un extraño silencio de la naturaleza en el hombre? Una lectura rápida de las palabras del viejo Ignacio puede inducir a pensar que desde el momento de la conversión nunca más se sintió tentado por la concupiscencia, por la sensualidad o por el deseo. Pero no es eso lo que cuenta cuando narra su historia, ya en las postrimerías de la vida. Lo que señala es que desde esa noche no cedió a los impulsos carnales. Basta un poco de sentido común y realismo para barruntar que tentaciones, fueran muchas o pocas, alguna vez las habría. No se ha convertido Íñigo en un espíritu puro, alejado de su humanidad. Es un hombre joven. Y, como tal, desea, imagina, siente, vibra. Pero también es un hombre fuerte, y una vez convencido de que ha de mantenerse célibe, vivirá su compromiso con absoluta fidelidad. Algo admirable, sin duda, pero que sobre todo nos descubre su carácter y su voluntad indomables. Toda su vida, desde esta larga convalecencia, va a estar consagrada a la persecución de una meta: vivir en las manos de Dios y cumplir su voluntad. No siempre sabrá cuál es esa voluntad. Le quedan, sin duda, muchos pasos que dar. Todavía tiene que dejar que sea Dios el que tome las riendas. Por ahora, es el propio Íñigo el que parece estar al mando de un nuevo proyecto, el que parece decirle a Dios: «Ya verás lo que voy a hacer por ti». Se trata de un hombre que subordina todo a un ideal. Desde esa consagración total se comprende su fuerza de voluntad para no ceder a las tentaciones que conoce bien.

Jerusalén se convierte en destino. Irá allá, penitente, humilde, desconocido. Hasta empieza a pensar qué hará a la vuelta. A un criado que va a Burgos le manda a informarse sobre la Cartuja, sopesando la posibilidad de llevar vida monacal al retornar de Tierra Santa. En ocasiones sondea a Martín acerca de barcos, de caminos, de los viajes antes emprendidos por sus hermanos mayores. Mantiene silencio sobre su verdadero propósito, sospechando que el hermano mayor, sintiéndose responsable de la familia, tratará de disuadirlo. Sin embargo es imposible ocultar que está planeando algo. Su emoción es palpable. Su alegría tan impenetrable como evidente.

El invierno avanza. Por fin se siente fuerte. Sus piernas le sostienen cuando pasa largas horas caminando por los alrededores. Sólo un pulcro vendaje es indicio de su lesión. Ha adelgazado mucho, pero se ve saludable. Ríe a menudo. Juega con sus sobrinos. Come poco, pese a la insistencia de Magdalena, que en estos meses ha sido para él madre y hermana, amiga y enfermera. Le conmueve la ternura de la buena mujer.

Una noche, sentados a la mesa, Íñigo anuncia a sus familiares que la partida es inminente. En unos días se irá. Nadie quiere preguntar: «¿Adónde?». Se hace un silencio expectante. Íñigo no tiene intención de compartir sus planes, pues teme que tratarán de disuadirle, lo que sólo puede conducir a interminables –e inútiles– discusiones. Su decisión está tomada. Le parece prudente hablar con una media verdad: «Será bueno que vaya a Navarrete, a encontrarme con el duque». Martín respira con alivio, aunque, sagaz como es, intuye que falta algo en el lacónico anuncio. La conversación languidece. Tras la cena Magdalena borda, Íñigo lee. Martín contempla el fuego, huraño. Nadie dice más esa noche.

A la mañana siguiente, Íñigo se sorprende al ver entrar temprano a su hermano en la habitación. «Acompáñame, Íñigo». La voz es autoritaria y cordial a la vez. El joven se deja conducir. Juntos recorren la casa torre. Habitación por habitación, el señor de Loyola va desgranando la historia de la familia. Repite relatos que ambos escucharon, cuando eran pequeños, de labios de su padre. En aquellos años de infancia Íñigo habría abierto unos ojos grandes y extasiados. Ahora se da cuenta, con una punzada de nostalgia, de que todo eso pertenece a un pasado que se ha ido. «Mira que esperamos mucho de ti», está diciendo Martín. Le señala que tiene por delante un futuro brillante, que su actuación en Pamplona le granjea la admiración de todos los hombres, y en especial del duque de Nájera, que todos en la familia confían en él. Íñigo calla. Ese futuro que hace unos meses le hubiese parecido extraordinario le deja ahora indiferente. Su cabeza está, hace semanas, recorriendo nuevas tierras. El hombre que ha salido de la enfermedad es muy distinto al que llegara a Loyola, diez meses atrás, casi agonizando.

Los primeros pasos

En febrero de 1522 abandona su casa –y su vida anterior–. La despedida es extraña. Flota en el aire un silencio forzado. Demasiadas explicaciones que unos no se atreven a pedir y otro no está dispuesto a dar. La apariencia de normalidad no engaña a nadie. El semblante de Martín cuando se despide es serio, uno no sabría decir si expresando más tristeza o reproche. Parece querer repetirle a Íñigo los mil consejos de estos últimos días, y al tiempo percibe la inutilidad de más palabras. «Íñigo...», murmura. Finalmente opta por el silencio. Doña Magdalena, cuñada, amiga y a veces madre para Íñigo durante los últimos meses, a duras penas contiene el llanto cuando le abraza. Por última vez ven alejarse al noble hidalgo, al joven gallardo que, con sus vestiduras elegantes parece partir de nuevo, como hiciera dieciséis años atrás, a conquistar el mundo. Con él va su hermano Pero, a visitar a otra hermana, también llamada Magdalena, que vive en Oñate. Dos criados les acompañan. De camino se detienen en el santuario de Aránzazu. Allí, ante la Virgen, Íñigo reza toda la noche. Sus propósitos, sinceros, le resultan también arriesgados. Es osado, pero no ingenuo. Duda de sus fuerzas, teme que su pasado le capture, sabe que dentro de sí permanecen agazapados el cortesano y el militar, el mujeriego y el guerrero. Pide a María que bendiga su camino. Promete ser casto. Se ata con voto a este compromiso. De alguna manera quiere ir jalonando con pasos concretos este camino que comienza.

En Oñate se queda Pero. Tampoco con este hermano, compañero de correrías años atrás, quiere Íñigo compartir sus proyectos. No ha de extrañarnos este silencio ante el que, siendo clérigo y canónigo de una iglesia azpeitiana, podría parecernos un confidente adecuado para sus inquietudes religiosas. Es un sacerdote que participa de las ambigüedades de su época. Es padre evidente de varios hijos ilegítimos, y su vocación religiosa es resultado de la elección de otros, no fruto de una opción personal. De ahí que Íñigo no vea en él a alguien especialmente capaz de comprenderle.

Se dirige hacia Navarrete con la compañía de los dos muchachos que le escoltan desde Loyola. Va soltando cabos, despidiéndose de su vida vieja, saldando deudas para echarse a andar libre en las manos de Dios. Por eso se dirige al tesorero del duque para reclamar unos ducados que se le adeudan. El duque, que ya no es virrey, no goza de una situación boyante, pero insiste en que se le pague a Íñigo cuando comprueba que este no está interesado en aceptar un puesto fijo en su casa. Íñigo dispone que parte de ese dinero se emplee en restaurar una imagen de la Virgen, y manda repartir el resto entre gente con la que se siente en deuda. Despide a los dos criados. Parte de Navarrete. Ahora sí, solo.

El camino hacia Montserrat nos permite comprender lo lejos que está Íñigo de haber dado un giro radical. De algún modo ha cambiado su objetivo, pero no ha soltado las riendas. En su mente todo sigue dependiendo de sí mismo. Antes buscaba brillar en las cortes humanas, y ahora se ha propuesto refulgir en la corte celestial. Pero sigue siendo un hombre que se fía de sí, que quiere vencer. Si va a ser santo, será el más notable, el mejor santo del mundo –parece pensar–. Su lógica no admite medianías. Lejos de casa Íñigo ya no mira mucho a su interior. Cree estar convertido cuando en realidad está en el comienzo de un largo recorrido. Tiene en estos momentos algo de insensato, un poco de irreflexivo y bastante de adolescente. Piensa en hacer penitencias enormes, terribles, dolorosas... para imitar a los santos. Para superarlos. Para agradar a Dios. Es la suya una extraña competición. Un nuevo reto, para demostrar su grandeza, su valía, su talla. Ahora quiere triunfar ante Dios. Es un caballero cristiano. Si Cervantes hubiese visto, décadas después, al joven hidalgo marchando de Navarrete hacia Montserrat, tal vez hubiese reconocido en él algunos de los rasgos de su Quijote, tan loco y tan cuerdo, tan absurdo y tan lógico a un tiempo.

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