José María Rodríguez Olaizola - Ignacio de Loyola, nunca solo

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Ignacio de Loyola, nunca solo: краткое содержание, описание и аннотация

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La Editorial SAN PABLO presenta la edición de bolsillo, en rústica, de la obra Ignacio de Loyola, nunca solo de la Colección Semblanzas. El autor presenta a Ignacio desde una mirada contemporánea. Es, siempre, un personaje que remite al Dios a quien toda su vida está orientada y que nos enseña una forma inquieta y fecunda de estar en el mundo de hoy. La vida de Ignacio sigue invitando en la actualidad a pensar en la propia vida: sus búsquedas nos hablan de iconos y de ídolos, de los proyectos en los que uno encuentra sentido y de las huellas que quiere deja r; de la fe que se tiene y en la que se crece; de los nombres que atraviesan nuestra historia; de las flaquezas y las fortalezas, del amor eficaz y del amor gratuito.

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Eso le empieza a ocurrir a Íñigo con estos ideales de grandeza en la corte y el mundo. Cuando los piensa se entretiene, divaga, fantasea, ríe. Los comparte con Martín, que se alegra viéndole tan entusiasmado. Los grita en voz alta. Dibuja en su mente escenarios grandiosos y se reserva el papel principal. Él es el galán, gallardo, gentil, exitoso, que una y otra vez conquista a la dama, el poder, la riqueza y el aplauso. Pero cuando cae el telón, o cuando Martín se marcha, o cuando advierte de nuevo su estado de postración y se impone la evidencia de lo que ha sido su vida hasta el momento, entonces todo aparece grisáceo y triste. La ilusión se esfuma y el brillo de sus ojos se apaga mientras se sume en la indolencia.

La emoción religiosa, en cambio, no se desvanece tan rápidamente. También en esos casos Íñigo piensa en voz alta, reza con palabras llenas de respeto y devoción, dirigiéndose a Dios, a María, a esos santos que parecen convertirse en referencia para su camino. Habla de todo eso con Martín y con Magdalena, que, viéndole tan dichoso se dan por satisfechos. Se ve ermitaño, apóstol, predicador, monje. Se adivina consolando a hombres tristes, pacificando lugares divididos y sanando cuerpos heridos. Se imagina caminando a Jerusalén, alimentándose pobremente. Un peregrino austero, viviendo a la intemperie, confiado en manos de Dios. La alegría que le producen estos pensamientos no se disipa tan fácilmente. No le sucede, con estas imágenes, que pase de la euforia al desánimo. Tampoco ve imposibles los proyectos cuando los examina más despacio. Le dejan contento. Los empieza a creer posibles. Le producen paz.

Íñigo siempre ha vivido rápido. De un lado a otro, buscando fuera lo que diese sentido a su vida. La necesidad de hacerse un nombre y de labrarse un destino le ha tenido en constante movimiento, atento a las posibilidades, esperando que se diesen las condiciones para alcanzar una posición, una oportunidad, un reconocimiento, un título... Es ahora, cuando tiene todo el tiempo del mundo y ninguna posibilidad de acelerar su sanación cuando, quizá por primera vez, mira hacia dentro. Se da cuenta de que no es sólo el mundo exterior un escenario donde acontecen drama y tragedia, triunfos y derrotas. También dentro de sí hay vida, humores cambiantes, ideas que le vienen sin saber muy bien de dónde, emociones que le transforman... Íñigo se vuelve hacia dentro. Y comienza a intuir que Dios no habla sólo con las cosas que pasan fuera, sino también con las que acontecen en el interior de cada uno. A veces se siente confundido por sus estados de ánimo cambiantes. Se da cuenta de que sus aspiraciones de triunfo en el mundo y sus ideales de santidad son contradictorios. Y se pregunta, perplejo, cómo puede ser que esté tan confuso, que desee con tanta pasión alcanzar dos metas tan diferentes. Se desespera al no encontrar la respuesta. Y así se le van las semanas, recobrando lentamente las fuerzas, sacudido por esos deseos opuestos que se suceden tercamente.

Una tarde, cuando está sentado meditando sobre estos humores volubles, desesperado por no entender qué le ocurre, todo parece encajar de golpe. ¿Por qué unos sueños le dejan contento por largo tiempo, mientras otros se convierten, de la noche a la mañana, en pesadilla? «Dios me está hablando», se dice. Al principio se asusta de su temeridad. Tiene miedo de decirlo en voz alta. Pero lo siente con absoluta certeza. Es Dios el que pone en su corazón el propósito de seguirle, de hacer el bien... y en cambio no es de Dios toda esa otra vanidad que al final le deja vacío. Las cosas de Dios duran de otro modo, permanecen, te llenan de consuelo. El resto es artificio, una quimera engañosa, un espejismo, un mal espíritu burlón y tramposo. Esta comprensión le deja extrañamente sereno. Contento. Tranquilo. Mira a lo lejos, por la ventana. Y se recoge en una oración silenciosa, con el sentimiento de quien ha descubierto un mundo.

A partir de este momento le gana la alegría; parece triunfar, en los sueños de Íñigo, el deseo de imitar a los santos. A la luz de esos nuevos ideales revisa cómo ha transcurrido su existencia hasta ahora y siente vergüenza y pesar. La vida cortesana con sus intrigas y engreimientos le resulta ahora fugaz y vana. El servicio de las armas le parece de pronto grosero y excesivo.

Íñigo es un hombre de extremos. Ahora que ha intuido un nuevo horizonte aparta todo lo demás. Ya tiene un cometido, una meta. Y se entrega absolutamente a ello. Poco a poco va tomando forma un proyecto que se convierte en certeza: irá a Jerusalén haciendo penitencia por su vida anterior. Nada hay ahora más importante para él. Se ve ya caminante en tierras lejanas. Su mente viaja. Su corazón canta.

La transformación que se ha obrado en él tiene desorientados a sus familiares. Cuando, al caer la tarde, Martín se sienta en la habitación de Íñigo a conversar, las palabras del enfermo le parecen delirios. Pero, ¿por qué sale con estas locuras precisamente ahora que parece que va recuperando la salud? «Temo que esté enloqueciendo», le ha confesado, nervioso, a Magdalena. No sería de extrañar. Después de todo, su hermano menor ha sufrido varapalos considerables en su corta vida. Se ha sometido a operaciones muy dolorosas. Ni siquiera hay certeza de que vuelva a caminar bien. ¿No estará divagando para evitar afrontar un presente sombrío? Martín piensa en esto e intenta ilusionar a Íñigo hablándole de una pronta recuperación y su vuelta al servicio del duque de Nájera. El paciente escucha y calla. Pero, ciertamente, no otorga.

Los meses transcurren despacio. El verano da paso al otoño. Íñigo recobra las fuerzas y la salud lentamente. Comienza a sostenerse sobre su pierna herida, primero con la ayuda de un bastón, y pronto sin necesidad de nada. Como secuela del daño sufrido le queda una leve cojera que le acompañará siempre. Esto, que hubiera sido una tragedia cuando llegara a la casa meses atrás le resulta ahora un inconveniente tolerable que acepta con paz. A veces se atreve a dar un paseo, acompañado por Magdalena. Entonces sale de la casa y se acerca hasta el río o hasta el caserío del herrero. Le gusta ver a la gente trabajando, oír los ruidos del valle, oler la hierba mojada y sentir el aire frío sobre su rostro. Pero esas excursiones le fatigan y su rodilla dolorida protesta, de modo que la mayor parte del tiempo sigue recluido en su habitación.

Pasa las horas leyendo, orando y conversando con los de casa. Con la convicción del converso quiere que sus gentes experimenten la misma hondura a la que él se asoma. A veces les emociona. Otras les satura. Pide papel y pluma y escribe, con delicada caligrafía cortesana, copiando párrafos y plasmando sobre el pliego reflexiones que le suscita la lectura. Esa posibilidad de escribir se convierte para él en una nueva forma de oración; subraya palabras, alterna colores, enmarca párrafos que repite, lentamente, saboreando cada palabra. Así, repasa los libros hasta extraer de ellos cuanto pueden darle. En la noche, cuando se ven las estrellas, pasa largos ratos en silenciosa contemplación.

No cabe duda de que Íñigo es muy radical en su forma de afrontar lo que le trae la vida. No acoge lo novedoso con timidez o a medias. No se enreda en negociaciones consigo mismo. Cuando ha visto claro salta al vacío. Sin seguridades. Sin red. Su nuevo horizonte religioso llena sus pensamientos. Ya no hay futuro fuera de ello. Sólo espera a estar restablecido para echarse al camino. Dos ideas le dominan: purgar su pasado y caminar en las manos de Dios. Desprecia al viejo Íñigo. Su vida anterior le parece ahora miserable y es inmisericorde consigo mismo. Es especialmente duro cuando piensa en sus juegos amorosos, en las mujeres a las que ha utilizado, en la frivolidad de algunas relaciones que ha vivido. Una noche, rezando, se queda absorto. Durante un rato se figura a la virgen María con el niño en brazos. Una alegría honda le asalta. Es una mezcla de devoción y de promesa. Desde aquella hora –dirá muchos años más tarde– «nunca más tuvo ni un mínimo consentimiento en cosas de carne».

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