José María Rodríguez Olaizola - Ignacio de Loyola, nunca solo

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Ignacio de Loyola, nunca solo: краткое содержание, описание и аннотация

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La Editorial SAN PABLO presenta la edición de bolsillo, en rústica, de la obra Ignacio de Loyola, nunca solo de la Colección Semblanzas. El autor presenta a Ignacio desde una mirada contemporánea. Es, siempre, un personaje que remite al Dios a quien toda su vida está orientada y que nos enseña una forma inquieta y fecunda de estar en el mundo de hoy. La vida de Ignacio sigue invitando en la actualidad a pensar en la propia vida: sus búsquedas nos hablan de iconos y de ídolos, de los proyectos en los que uno encuentra sentido y de las huellas que quiere deja r; de la fe que se tiene y en la que se crece; de los nombres que atraviesan nuestra historia; de las flaquezas y las fortalezas, del amor eficaz y del amor gratuito.

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El enfermo parece superar la etapa crítica. La fiebre cede. Vuelve el apetito y comienza un lento restablecimiento. Esta mejora devuelve el optimismo y la esperanza al joven. Aún no está vencido. Si ha tenido sueños antes, ¿por qué no seguir teniéndolos ahora? Después de todo, no ha perdido tanto. Simplemente las primeras batallas, las primeras escaramuzas. De esto tendrá que aprender. Se empieza a sentir fuerte, brillante, enérgico de nuevo. Ya habla con Martín sobre el futuro, sobre volver a ver al duque, que ha de estarle muy agradecido, sobre la corte... Ya sueña con mujeres, con damas de alta alcurnia que han de caer rendidas ante el héroe de guerra. ¿Qué más da la derrota? Se ha enfrentado, con otros pocos, a un ejército enorme. ¿No pesa más la fidelidad que el fracaso? El corazón del joven Loyola vuelve a latir con fuerza, al menos a ratos. Porque en otros momentos la zozobra y la amargura parecen tener más peso y le dejan sumido en pensamientos sombríos y tristes.

Entonces llega el golpe. Al ir cicatrizando la pierna y al quitar los vendajes que la cubren, se percatan de que por debajo de la rodilla ha quedado un bulto, un hueso levantado que sobresale, como una protuberancia fuera de lugar. El cortesano se siente incapaz de aguantar la deformidad. Se ve grotesco. Se siente deformado y no consigue apartar de su mente esa pierna herida. Todos sus pensamientos van a parar, una y otra vez, a la fealdad de ese bulto incómodo y maldito. ¿Cómo va a luchar, a danzar, a cortejar o a pavonearse en las cortes el caballero? ¿Quién va a querer a un hombre así? Íñigo habla con los médicos. Exige que arreglen el desaguisado. «La única posibilidad es cortar ese trozo de hueso, y es una operación atroz», le dicen, tratando de desanimarlo. «Pues cortadlo ahora mismo», responde impávido. De nada sirven los ruegos de su hermano y su cuñada, espantados ante la carnicería que se dispone a sufrir. De nada sirven los consejos de los médicos, que le sugieren que, tal vez, con el tiempo, el bulto vaya cediendo. Íñigo es obstinado. Insiste. Amenaza. Suplica. Finalmente convence a médicos y familiares de que es su voluntad la que ha de cumplirse, pues se trata de su pierna y de su vida. La operación es extremadamente dolorosa. Íñigo se somete voluntariamente. Aprieta los dientes y muerde un palo, mientras sus manos agarran con desesperación las sábanas. Magdalena sostiene su cabeza. Martín no es capaz de asistir, y pasea, nervioso, por la habitación vecina.

De nuevo asoma el hombre fuerte y terco, el guerrero orgulloso que prefiere aguantar sin proferir un grito, sin quejarse. El caballero cuya vanidad le hace resistir el dolor más agudo. Cuando termina la cirugía reposa en su lecho, exhausto.

Pasarán meses antes de que pueda levantarse y apoyarse en la pierna. Durante esos meses tendrá que someterse a tratamientos diversos para que la pierna no le quede encogida y más corta que la otra. Pesados armazones metálicos tiran de su extremidad y extraños ungüentos sirven para calmar el dolor...

Al cabo de unos días el joven se siente mejor. Sin embargo la convalecencia promete ser larga. Las horas en el cuarto alto de la casa torre pasan despacio. Fuera de las visitas de los suyos, cada vez más espaciadas, poco puede hacer. La inactividad le exaspera. Pide libros a su cuñada. Un poco de lectura le ayudará a matar las horas. Quiere novelas de caballerías; relatos que le permitan mantener vivos los deseos que, en esta hora de enfermedad, le dan fuerzas para seguir luchando. Doña Magdalena no tiene ese tipo de libros en la casa. Los libros son un lujo escaso en el medio rural, también en las casas de los nobles. La mujer, cristiana fervorosa, sólo dispone de la Vita Christi, un libro de meditación sobre la vida de Jesucristo de Ludolph de Sajonia, y el Flos Sanctorum, un libro de devoción con relatos de las vidas de los santos. Ante la falta de alternativas, Íñigo recibe ambas obras con una mezcla de displicencia y resignación.

Tiene 30 años, una larga recuperación por delante; todos sus proyectos –hasta el momento– se han venido abajo; ha tenido que volver a casa, como si fuese un muchacho; depende de sus parientes; no puede moverse y aunque pudiese, no tiene adónde ir; no hay nada digno de leer, más allá de unos libros religiosos que, honradamente, no le interesan demasiado. Hasta en el siglo XVI el panorama es desolador.

La convalecencia

Aunque las primeras páginas las recorre con desgana, poco a poco le va capturando el contenido de lo que lee. Al principio las palabras le dicen poco. Pero al paso de los días algo cambia. Descubre un Jesús, un Cristo, que le parece más heroico que sus héroes anteriores, más honrado que todo lo que hasta ahora ha valorado; un Dios que, como hombre, le parece valiente, generoso, fuerte..., y, como Dios, le parece más cercano de lo que antes había intuido.

Nunca la religión ha sido para Íñigo algo que le entusiasmara. No es que no le diese importancia. Es, más bien, una dimensión de la vida que tiene asumida, que siempre le ha acompañado. Es, como para todos sus coetáneos, algo tan inmediato y natural como alimentarse, como crecer, como vivir. En su mundo se lucha y se corteja, se ama y se reza, se pelea, se peca, se reconoce el pecado, se admira a los hombres valientes, se idealiza a las mujeres hermosas y se venera a Dios. Todo es parte de una misma dinámica con la que uno se familiariza prácticamente desde la cuna. Sin embargo, ahora Íñigo siente una mezcla de curiosidad, sorpresa y fascinación ante una aproximación a lo religioso que le supone un descubrimiento. A medida que pasan los días, se adentra con avidez en la vida de santo Domingo, de san Francisco... Nunca hasta este momento había pensado en la santidad como una posibilidad.

El carácter inquieto de Íñigo no le permite pasar por la vida a medias. Allá donde toca la realidad lo hace zambulléndose de cabeza, dejándose inundar de imágenes, de palabras, de ideas. Es como una esponja que absorbe lo que ve. En la corte se empapó de ceremonial y educación, de ligereza y vanidad; en aquellos tiempos de Arévalo y en el contacto con los poderosos comprendió muy bien el significado de la autoridad y el poder. Del mundo militar asimiló la disciplina, el arrojo, el afán de conquista, el orgullo, la agresividad y la fidelidad que eran requisito indispensable para poder combatir. Ahora, casi sin darse cuenta, se ve sumergido en un universo nuevo que le cautiva, de alguna manera le posee y le lleva lejos. Ese Cristo recién descubierto tiene algo que le atrae... Pero son sobre todo los santos los que cautivan al soñador, que vibra con sus vidas; héroes con un proyecto increíble, personajes geniales que combinan, en la mente de Íñigo, la bravura y la bondad, el heroísmo y la capacidad de sacrificio, la grandeza y la humildad. ¡Qué admiración suscitan en las gentes! ¡Qué ecos! Se imagina a sí mismo emulando a los más grandes hijos de la Iglesia. Se siente capaz. Se representa santo. Y ese ensueño le llena de alegría.

No pensemos que el joven que convalece ha olvidado todos sus proyectos anteriores. Los días del enfermo son largos. Tiene tiempo para leer y abstraerse en ideales piadosos, pero también tiene múltiples ocasiones para volver los ojos a la vida que conoce y que anhela recuperar cuanto antes. A veces, olvidando su dolor, su pierna herida, su situación actual, se ve en un futuro resplandeciente. Se siente soldado al mando de ejércitos, victorioso en la corte. Se imagina cautivando a la más alta, la más encumbrada dama del reino, por cuyo favor se ve capaz de atravesar mares. La rinde en sus brazos, la colma de atenciones. Se vislumbra envidiado, adulado, aplaudido, triunfante al fin. Y ese ensueño también le llena de alegría.

¿A quién no le ha ocurrido algo semejante? Llenamos nuestra cabeza de proyectos. Empezamos a hacer planes. A menudo ocurre de noche, cuando uno deja vagar la imaginación. Te sientes capaz de vencer las dificultades. Te imaginas manteniendo conversaciones imposibles. Pronuncias cada palabra e intuyes las respuestas. Te percibes lleno de energía, solucionas los problemas, haces propósitos geniales para mañana. Todo va a estar bien, te dices. Y te duermes satisfecho, pletórico, optimista. Con la luz del día la realidad se impone. Te parece ridículo lo que la noche anterior veías sublime. Ves las lagunas y carencias de planes que la víspera juzgabas perfectos. Comprendes que las palabras que ayer creías fáciles hoy te resultan imposibles. Y te queda un regusto amargo o tristón por todo lo que no podrá ser.

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