Por lo que sus padres le habían explicado, estaba pactado unirla al primogénito de otra poderosa familia sin su consentimiento, como era habitual entre los seres mágicos. Y ese chico ni siquiera había nacido. Deseaba con todas sus fuerzas que esa tradición dejara de existir o, por lo menos, que cambiara.
Se separó de la fría pared de piedra que la había ayudado a calmarse. En cuanto adelantó un pie para ponerse en marcha algo muy grande impactó contra ella, tirándola al frío y duro suelo.
Necesitaría mucho ungüento de caléndula para que se le calmara el dolor. Hizo un esfuerzo por fijar la vista para poder encontrar qué o quién la había hecho caer.
A su lado había un chico desparramado en el suelo que empezó a reírse mientras otro, que estaba de pie delante de ellos, se reía al mismo tiempo que lo llamaba torpe.
Cuando por fin pudo mirarlo a los ojos, Antia se quedó sin habla al mismo tiempo que los latidos de su corazón se aceleraban a un ritmo descontrolado. Incapaz de decir una sola palabra y completamente petrificada por lo que estaba sintiendo, vio cómo el chico se levantaba sin dejar de mirarla, ya sin reír aunque con una dulce sonrisa dibujada en su cara. Cuando estuvo de pie, estiró el brazo y puso la palma de la mano hacia arriba para ayudarla a que hiciera lo mismo. Antia, como si estuviera hipnotizada, se la cogió y dejó que la fuerza de aquel hominum la levantara. Por un instante, creyó que en realidad era un brujo, igual que ella, y que le había lanzado una especie de hechizo.
—Lo siento mucho, veníamos corriendo sin mirar. —La masculina voz penetrando en sus oídos le dejó claro que aquel chico, tuviera o no magia en su sangre, había conseguido hacer algo en ella.
—Perdona al idiota de mi amigo, siempre acaba tropezándose con todo lo que se cruza en su camino —escuchó que le decía el otro chico. El acento de los dos, aunque hablaban su misma lengua, era muy diferente al mismo tiempo. Tampoco pudo decir de dónde eran, ya que nunca hasta ese momento había abandonado su aldea—. Y, cómo puedes ver, no es capaz de salir de ese estado de atontamiento en el que se ha metido —siguió explicándole el otro hominum , visiblemente divertido—. Me llamo Matías y ese que no deja de mirarte es Efrén.
No estaba segura de si debía hablar con ellos o salir corriendo. Su mente empezó a funcionar a toda velocidad hasta que entendió que, si había llegado hasta allí —y solo lograría hacerlo una vez en su vida—, no podía echarse atrás ahora. Así que tenía que mezclarse con los horribles hominum , a pesar de que no lo parecieran.
—Me llamo Antia —le dijo sin apartar la mirada de Efrén. Estaba segura de que le había echado algún tipo de hechizo sin que se diera cuenta.
—Tú tampoco eres de por aquí —confirmó Efrén sin ninguna duda.
—No, no lo soy —le respondió sin apenas voz en sus cuerdas vocales. No sabía qué estaba pasándole, pero le dio tiempo a reconocer que aquellos dos chicos no tenían magia en su sangre.
Eso la inquietó aún más. Si eran humanos y uno de ellos la dejaba sin aliento, ¿qué pasaría cuando se encontrara con muchos más?
—Si no eres de por aquí, ¿quiere eso decir que acabarás yéndote? —le preguntó por fin Efrén.
—Esta misma noche —le contestó Antia, con timidez.
—Entonces, vamos a enseñarte lo bien que están pasándoselo los de este pueblo.
—¿Vosotros sois de aquí?
—No, aunque nuestra estancia será un poco más larga —le explicó Efrén, mirándola como si estuviera hipnotizado, mientras la sujetaba de la mano.
Antia sintió una fuerte corriente recorriendo cada rincón de su cuerpo y entonces supo lo que había estado sintiendo desde que aquel chico la tiró al suelo. Era magia, sí, pero no de la clase a la que ella estaba acostumbrada, sino de la más ancestral de todas.
Era amor puro, del que se siente sin necesidad de tomar pociones o realizar conjuros.
Cuando la joven fue consciente de ello, deseó con todas sus fuerzas salir corriendo de vuelta a su aldea. Sabía perfectamente qué pasaría si su familia se enteraba…, y se enteraría. Algo así era imposible de esconder y la única manera de romper ese encantamiento, si era posible, era sacar al humano de la ecuación.
Antia solo había ido hasta allí para vivir algo diferente antes de atarse de por vida. Nunca imaginó que algo así pudiera sucederle a ella, pero no fue capaz de resistirse.
Efrén empezó a caminar hacia el lugar donde la luz, la música y una gran cantidad de voces celebraban una fiesta que ella desconocía y de la que dentro de poco formaría parte. Sabía que no podría impedir que sus sentimientos hacia aquel desconocido fueran cada vez más reales, así que decidió vivir el momento. Ya afrontaría las consecuencias más tarde. Tan solo deseó que aquel guapo chico no la tomase por loca o la friera como a un pollo.
Antia no podía creerse que estuviera allí, entre todos aquellos hominum, y que nadie se diera cuenta de quién era.
Lo miró todo, lo probó todo y disfrutó de cada segundo que pasó con aquel extraño que le había robado el corazón. Y, por cómo la miraba él, estaba convencida de que le sucedía lo mismo.
No tenía ni la menor idea de cómo salir de aquello en lo que se había metido, pero acababa de entender que, si alguna vez fueron ciertas las historias que le habían explicado sobre los hominum , ya no lo eran.
Disfrutó como jamás lo había hecho hasta aquel momento, probó alimentos que la dejaron sin habla y comprendió que las personas que la rodeaban no eran aquellos seres malignos de los que tanto había oído hablar. No sería tan ingenua de descubrirse ante ellos, aunque tampoco quería seguir bajo el estricto confinamiento al que los suyos estaban sometidos.
Fueron creados por la diosa Hécate, a la que jamás había visto, para convivir con ellos. Y eso haría al lado de Efrén, aunque con ello perdiera su magia al apartarse del libro familiar.
Durante toda la noche disfrutó como nunca y bailó una música que no se parecía a nada que hubiera escuchado. Al principio se quedó parada, observando una enorme caja que vibraba mientras de su interior salían música y voces. Se preguntó qué tipo de magia era aquella. Después, no pudo dejar de mirar un montón de recipientes que despedían una intensa luz en la que no había llamas. Mirase por donde mirase, no veía fuego por ninguna parte.
Descubrir que aquel era un mundo en el que se podía vivir hizo que deseara no tener que marcharse, pero sabía que faltaba muy poco para ello y le dolió pensar que tendría que separarse de aquel chico que le había robado el corazón.
Si le explicaba la verdad de quién era, ¿qué haría? ¿Querría quedarse con ella? ¿Le daría una solución para que pudieran estar juntos sin que su familia se interpusiera?
—¿Qué te pasa? —le preguntó Efrén, apartándola del tumulto de personas. Hacía rato que su amigo Matías había desaparecido de la ecuación. Sabía cuándo sobraba—. Ya no sonríes y ahora has empezado a temblar. ¿Te encuentras bien?
—Me gustaría explicarte una cosa, pero tal vez pienses que estoy loca o salgas huyendo de mí.
—Dudo que eso pueda pasar. Jamás había sentido algo así por una chica, y menos por una a la que acabo de conocer. Es como si me hubieras hechizado. —Escuchar aquello fue para Antia la confirmación que necesitaba para contarle lo que era en realidad.
Tampoco perdía nada, solo el corazón. Si salía mal, tan solo debería regresar con su familia y esperar el momento de su vinculación permanente a una vida de la que no estaba segura.
Efrén, sin soltarla ni un solo instante de la mano, la alejó un poco más de la fiesta. Llegaron a un pequeño parque en el que enormes árboles rodeaban una zona de tierra, donde había juegos para niños. Antia se sorprendió al descubrir que se parecía mucho al lugar donde ella jugaba cuando era pequeña. Incluso había asientos de piedra para descansar.
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