Las bodas pactadas y una férrea protección por parte de cada uno de los clanes mantuvieron su sangre pura. Las uniones de las diferentes familias eran acordadas mucho antes del nacimiento de los esposos; con cada nuevo enlace, otro libro veía la luz y, con él, nuevos hechizos, conjuros y pociones cobraban vida.
Los aquelarres sobrevivieron a la ambición, a la soberbia y al narcisismo de los hominum . Lo que un día fue para ellos una realidad que quisieron exterminar es hoy en día un cuento de hadas, una creencia de locos. Y es lo que prefieren los aquelarres, vivir en completo aislamiento sin que ningún humano sepa de su existencia. Que sigan imaginando que tan solo forman parte de una historia que jamás fue real.
Al igual que ellos para los humanos, la profecía se convirtió en un cuento para brujas y brujos. Según esta, la diosa Hécate, supuestamente, les dijo que se protegieran de los humanos ya que estos los llevarían a la extinción y, como consecuencia, la magia que había en la tierra desaparecería.
Tras siglos de mantenerse en la más absoluta clandestinidad, algunos humanos volvieron a abrir sus mentes y a creer que la magia existía, incluso se consideraban hijos de Hécate y realizaban trucos. Pero en el siglo xxi los verdaderos hijos de la diosa mantenían a sus aquelarres en un absoluto aislamiento, escondidos en las profundidades del bosque y con unas estrictas normas para los más jóvenes. Sobre todo, para aquellos que estaban en la fase del cambio.
Los brujos y brujas nacían con magia en su interior y poco a poco iban adquiriendo del libro de su familia los conocimientos necesarios para mantenerla bajo control. El aquelarre retenía sus poderes hasta que cumplían dieciocho años, momento en el que debían ser capaces de deshacerse de esas ataduras y demostrar que podían controlarse y continuar con sus tradiciones. Entonces se unían con sangre al libro familiar, el Libro Sanguis . Este se heredaba y en él cada nueva generación dejaba por escrito su propia magia, vinculándose de por vida a su familia.
Si ese momento de unión con sangre no se produjera, si algún neófito decidiese relacionarse con humanos antes de que eso sucediera, la desgracia caería sobre esa familia. Así que, preferían sacrificarlo antes de que algo así ocurriese.
Desde tiempos inmemoriales, las leyes se habían cumplido sin que ningún neófito en el momento de su transición a adulto cediera a la tentación de descubrir qué había tras las protegidas fronteras de sus aldeas, que los mantenían invisibles a ojos de cualquiera que no tuviera magia y que solo atravesaban con un conjuro de transportación y bajo la protección de la luna. Los más ancianos de la familia solían ser los encargados de evitar cualquier contacto con hominum .
Hubo una chica a la que el agobio del aislamiento, el relacionarse solo con los de su especie, sabiendo de la existencia de seres sin magia que tuvieron el gran poder de aislarlos, de obligarlos a esconderse, le resultó demasiado tentador. Quería saber cómo eran, si se parecían en algo a ellos y si las leyendas sobre su capacidad para matarlos sin una gota de magia en su sangre eran ciertas, y la curiosidad pudo más que las advertencias de sus padres.
Antia tenía muy claro que, desde que vinculara su sangre con el libro familiar, estaría encadenada a las estrictas leyes de la magia de por vida, y le inquietaba no poder salir de la zona protegida de su aldea si no era durante una de las fases de la luna y tan solo hacia otro aquelarre.
Apenas faltaban seis meses para que su ceremonia llegara y la curiosidad pudo con ella.
A pesar de continuar con sus poderes atados, tuvo la suficiente fuerza para crear un conjuro y conseguir abrir una pequeña puerta en el invisible muro que protegía su aldea, situada en el interior de un frondoso bosque de hayas y robles, en la localidad de Arizcun, muy cerca de la frontera con Francia.
En la zona más alejada de las viviendas donde el muro separaba la magia de la humanidad, fuera de la vista de cualquier miembro del aquelarre, Antia se detuvo para hacer algo que podría poner su vida en peligro tras romper su ley más sagrada.
No estaba segura de si lo conseguiría, pero su espíritu inconformista le gritaba que siguiera adelante y eso hizo que se sintiera más fuerte que nunca.
Sabía exactamente dónde debía colocar las piedras que había conseguido llevarse sin que su madre se diera cuenta. Puso cada ópalo frente a dos enormes hayas. Antes de prepararse para lanzar el conjuro, pensó que arrojar una piedra cualquiera la ayudaría a saber si la barrera seguía activada y, sin pensárselo dos veces, la tiró entre los árboles con todas sus fuerzas. En cuanto llegó a la zona que ejercía de muro, la piedra rebotó con la misma potencia y volvió hacia ella. Impactó contra su estómago e hizo que cayera de culo, obligándola a ahogar un grito de dolor.
Miró en todas direcciones para asegurarse de que lo que acababa de pasar no había llamado la atención de nadie y se puso de pie con la certeza de que le saldrían moratones. Pero no pensaba darse por vencida y decidió emplearse a fondo para poder ver a los hominum antes de encadenarse a una vida que no le convencía.
Se colocó entre las piedras, dirigió las manos hacia cada una de ellas y empezó a murmurar el conjuro Angulos quatuor rectis portam output . Frente a Antia, en el suelo, surgió una pequeña luz, que se elevó y se dividió para situarse delante de cada piedra. Después, los puntos de luz se desplazaron en direcciones opuestas hasta encontrarse en el centro. En aquel momento, una fina película, que había sido invisible hasta entonces, apareció.
Antia no terminaba de creerse que lo hubiera conseguido, así que volvió a agacharse para recoger otra piedra y la miró con atención mientras la sostenía en la mano derecha, recordando lo que le había pasado un momento antes.
Nada más lanzarla, se apartó pensando que rebotaría y se quedó con la boca abierta al descubrir que eso no pasaba. No pudo evitarlo, la felicidad al saber que, después de tanto tiempo deseándolo, por fin podría traspasar las fronteras de la aldea hizo que se pusiera a dar saltos de alegría. Cuando se dio cuenta, frenó en seco. Si en aquel momento hubiera habido alguien con ella, habría podido ver lo roja que se había puesto al haber tenido un impulso tan ridículo.
Recogió la pequeña bandolera que había dejado en el suelo y cogió las piedras para guardarlas en ella. Apenas tenía unos segundos antes de que la puerta invisible se cerrase sin dejar rastro de su travesura. O, por lo menos, fue lo que Antia creyó.
No tardó mucho en llegar a Arizcun y, aunque era plena noche, la vida en aquel lugar fue más que evidente. Por lo visto, celebraban algún tipo de fiesta.
El olor a humo inundó las fosas nasales de la joven, haciendo que frenara en seco en la estrecha calle empedrada por la que caminaba, donde la luz era parecida a la que había en su aldea. Antia pensó que, si esas eran las viviendas de los hominum , las historias de su gran tamaño y fuerza que tantas veces le habían explicado no debían ser ciertas.
A pesar del intenso olor a humo y de estar segura de que había un gran fuego no muy lejos de donde se encontraba, la curiosidad fue mucho más poderosa que la prudencia y empezó a caminar de nuevo, escuchando cada vez con más intensidad una fuerte algarabía inusual para ella.
Con lentitud se acercó al final de la calle, que daba a una gran plaza donde parecía que había una enorme hoguera. Durante unos minutos se preguntó si había tomado la decisión correcta o si acabaría como sus antepasados, quemada.
Tomó aire con fuerza, decidida a acabar lo que había empezado; ya pensaría después qué hacer con su vida. En aquel momento recordó su última conversación con Elixi, su madre, y por qué había tomado la decisión de hacer lo que le pedía su corazón.
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