Estoy en un piso en París, con Álvaro, solos, rodeados de lo que estoy segura, ahora sí, es una declaración de intenciones en toda regla. Me mira a dos centímetros. Puedo sentir su respiración mezclándose con la mía. Su olor, amalgama de frutas salvajes, penetra en mi cerebro, poniéndolo como una locomotora en marcha.
Me doy cuenta de que los labios de Álvaro se mueven formando palabras, pero yo no escucho nada. Mis yoes descontrolados me lo impiden.
Intento concentrarme.
—Será mejor que te enseñe tu habitación —coge mi mano y entrelaza nuestros dedos. Los miro, pero no hago nada. Mi yo sensato me grita como un loco que me suelte, pero mi sentido común me mira desde un yate a doscientas millas de distancia de la costa, sonriendo y brindando al aire con lo que debe ser algún tipo de cóctel tropical.
—No es un hotel, pero…
Sin darme cuenta, llegamos a lo que será mi dormitorio los próximos días. Y no, no es una habitación de hotel, es muchísimo mejor. Todo blanco, perfectamente ordenado, no demasiado grande, pero amplio y perfecto. Lo que parece una mullida colcha de plumas blancas cubre una inmensa cama doble con patas de madera clara, haciendo juego con el parqué del suelo. Un visillo claro y transparente cubre lo que parece una gran ventana. Tengo que parpadear varias veces para comprobar que lo que veo a través de ella no es imaginación mía.
—Es…
—La Torre Eiffel —Álvaro suelta mi mano, que aún tenía agarrada, y cruza la habitación, abriendo con un hábil gesto las cortinas.
Impresionante. No está demasiado cerca, sin embargo, no es necesario. Su majestuosidad cala en mí de todas formas.
—¿Vives aquí? Es... ¿tu casa? —pregunto consternada.
—Es una larga historia. Tendremos tiempo de hablar. Vamos —me insta con la cabeza a que lo siga. Esta vez no me coge de la mano, algo lo ha frenado—, te enseñaré el resto de la casa. No es muy grande, pero sé que te encantará.
Sale de la habitación y, justo cuando voy a volverme, algo llama mi atención colgado sobre el inexistente cabecero. La Torre Eiffel había captado toda mi atención, cegándome a todo lo demás, pero lo que veo tiene mucha más trascendencia. Es una obra clásica de 1964 de Roy Lichtenstein. La cara de una mujer rubia con ojos verdes hablando consternada a un tal Jeff a través de la línea telefónica. Oh, Jeff…I Love You Too, But... («Yo también te quiero, pero…»).
Los peros siempre han sido un verdadero incordio, pero han estado ahí. ¿Lo veis? Hagas lo que hagas, decidas lo que decidas, escribas lo que escribas, siempre hay un pero acechando tras la esquina, esperando tras la coma, escondido en guardia para salir en el momento más inoportuno.
Ya estoy perdiendo la cabeza.
Salgo de la habitación y me encuentro a Álvaro en el salón, mirando a través de la ventana. Habla por teléfono y parece enfadado.
—Isabelle, te dije que aplazaras la reunión —dice en un perfecto francés que no hace nada más que aumentar su atractivo. Mira el reloj de su muñeca y sigue hablando—. Estaré allí en media hora. Dile a Adrien que me recoja en Montparnasse… —silencio. Creo que ni se ha dado cuenta de mi presencia—. Esta noche no puedo —gira el cuerpo y su mirada se encuentra con la mía que, en estos momentos, lo estaba desnudando sin culpabilidad ninguna. Se da cuenta, estoy segura, sin embargo, no sonríe. Eso me pone en guardia de nuevo—. Ahora no puedo hablar.
Y cuelga.
—Tengo que irme —dice sin titubear, pero contrariado—. Hasta mañana no empezamos la puesta en común con Jean. Tenemos que visitar la galería. Descansa, será un día de locos. O… disfruta de París… —no sabe qué hacer. Se mueve inquieto. Cruza el salón, dejándome a un lado—. Tengo que cambiarme… —por último, farfulla algo ininteligible y desaparece tras la puerta de la que debe ser su habitación.
En ese momento suena el timbre de la casa y, después de comprobar por la mirilla y ver el chófer que nos ha traído del aeropuerto rodeado de maletas, la abro y le dejo pasar.
—¿Dónde prefiere que las deje? —escucho la pregunta, pero no reacciono—. Excusezmoi, manquer —sigue.
«Te está preguntando a ti».
—Ehh... Déjelas ahí mismo.
Las coloca una al lado de la otra perfectamente alineadas, como si fueran los Guerreros de Xi'an expuestos en medio del salón. Todas del mismo color y tamaño, menos la mía, que desentona, sin proponérselo, como yo ahora mismo en esta ciudad.
Pero ¿en qué coño estaba pensando?
«No lo hacías. Nunca lo haces. Ese es el problema».
Me doy varios toques con la palma de la mano sobre la frente.
Voy a la cocina y me sirvo un vaso de agua. Se me cruza por la mente buscar una botella de ginebra y acompañar a mi sentido común con el brindis, sin embargo, hago acopio de mi, hasta ahora desconocida, fuerza de voluntad y decido seguir mirándolo desde la orilla. Le observo reírse de mí junto a mi yo malévolo que se descojona con el que debería ser mi gin-tonic en la mano. Respiro varias veces al recordar que Álvaro se desnuda en una habitación contigua, cambiándose de ropa.
Mierda.
Salgo al salón con el vaso en la mano. Tengo que agarrarlo con fuerza para evitar que caiga al suelo al ver a Álvaro salir de su dormitorio vestido con un traje de tres piezas gris oscuro hecho a medida. Lleva el pelo aún mojado por la ducha que ha debido darse y se termina de abrochar la chaqueta. Levanta la mirada. No sonríe.
—Te he dejado unas llaves encima de la mesa. Volveré sobre las siete. Saldremos a cenar.
—No me parece buena idea.
—¿No comes? —se hace el gracioso.
—Me refiero a salir a cenar. Juntos —especifico.
—Como quieras. Pediré que traigan la comida aquí, aunque estoy seguro de que te gustará donde quiero llevarte.
Es verdaderamente frustrante. Suspiro exasperada.
Mejor fuera, en un restaurante rodeados de gente donde no estemos solos.
—Está bien.
Sonríe triunfal.
Su teléfono móvil suena sobre la mesa y lo atiende.
—Bajo enseguida.
Cuelga y lo mete en el bolsillo interior derecho de la chaqueta. Yo me he quedado abstraída en un cuadro del que no me había percatado antes. Un cielo azul intenso, fondo de una imagen que irradia mucha soledad. Una chica morena de espaldas bajo un árbol y algunas hojas revueltas que buscan su lugar. Parece como si nada estuviera donde debe estar. Como si cada pieza fuera parte de un puzle por montar. Junto a éste, la que parece la misma chica, con unas maletas, sentada en una estación de tren. Tampoco se le ve la cara ni se atisba ninguna emoción en sus rasgos, sin embargo, se siente tan perdida como la anterior.
—¿Quién…? —deseo adivinar el autor.
—¿Has decidido qué vas a hacer hoy? —me corta.
—Creo que saldré a dar un paseo.
Con el mismo paso decidido que antes, se acerca y se para frente a mí. Me da un beso en la mejilla y tengo que cerrar fuerte los ojos obligándome a no moverme. Su olor me envuelve y el calor de sus mullidos labios me recorre la cara.
—Ten cuidado. No te pierdas —susurra, sensual, junto a mi oído. Sale del piso y cierra la puerta.
Es imposible que me pierda porque... ¡ya estoy perdida! Completamente extraviada en un maremágnum de sentimientos y sinrazones.
¿Qué coño ha sido eso?
Dejo caer mi cuerpo sobre el sofá beige oscuro de tres plazas y termino con el vaso de agua de un trago.
Necesito algo más fuerte.
Un gin-tonic, por favor.
O mejor dos.
Decido empezar por lo básico. Agarro el asa de mi maleta y la arrastro hasta mi habitación. La dejo sobre la cama y la abro. Coloco las pocas prendas de ropa que he traído en el armario y llevo al baño del pasillo mis productos de aseo personal. Supongo que no le importará que me adueñe de un pequeño espacio durante un par de días. Él es el que ha elegido que me instale aquí. Yo, sin duda, hubiera preferido un hotel. Un sitio neutral donde tener mi propio espacio y no ser engullida por la arrebatadora presencia de Álvaro. Vuelvo a la habitación y abro uno de los cajones de la cómoda para guardar algunos chalecos dentro. Una caja de plata llama mi atención. Su diseño merece otro lugar, uno donde poder ser admirada por todos. La cojo, por supuesto, (seguro que nadie lo dudaba a estas alturas de la película), y abro la tapa con cuidado. Lo que encuentro dentro me deja sin habla. Una foto mía sonriendo. Recuerdo el momento exacto inmortalizado por Álvaro con una vieja Polaroid. Me hacía cosquillas mientras yo trataba de quitársela. Justo antes de hundirme en un millar de recuerdos, suena mi teléfono. Dejo la caja y la foto donde estaban y descuelgo sin mirar, va por el cuarto tono de llamada.
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