Todos los hijos y hermanos vivían en aquel lugar con su Padre, padeciendo mucho y careciendo de todo; privados muchísimas veces del alivio de un bocado de pan, contentos con los nabos que mendigaban trabajosamente de una parte a otra por la llanura de Asís. Aquel lugar era tan exageradamente reducido que difícilmente podían sentarse ni descansar. Con todo, «no se oía, por este motivo, murmuración o queja alguna; más bien, con ánimo sereno y espíritu gozoso, conservaban la paciencia».
Todos los días, san Francisco practicaba con el mayor esmero un continuo examen de sí mismo y de los suyos; no permitiendo en ellos nada que fuera peligroso, alejaba de sus corazones toda negligencia. Riguroso en la disciplina, para defenderse a sí mismo mantenía una vigilancia estricta. Si alguna vez la tentación de la carne le excitaba, cosa natural, arrojábase en invierno a un pozo lleno de agua helada y permanecía en él hasta que todo incentivo carnal hubiera desaparecido. Ni que decir tiene que ejemplo de tan extraordinaria penitencia era seguido con inusitado fervor por los demás.
Les enseñaba no sólo a mortificar los vicios y reprimir los estímulos de la carne, sino también los sentidos externos, por los cuales se introduce la muerte en el alma.
(Tomás de Celano, Vida primera, I, 16: FF 394-396)
17 de enero
El predicador del Evangelio, Francisco, que predicaba a los incultos con recursos materiales y sencillos, como quien sabía que la virtud es más necesaria que las palabras, usaba, en cambio, con los espirituales y más capaces un lenguaje más vivo y profundo. Sugería en pocas palabras lo que era inefable, y, acompañando las palabras con inflamados gestos y movimientos, arrebataba por entero a los oyentes a las cosas del cielo.
No echaba mano de esquemas previos, pues nunca planeaba sermones que a él no le nacieran. El verdadero poder y sabiduría –Cristo– comunicaba a su lengua una palabra eficaz (cf Sal 67,34).
Un médico docto y elocuente dijo en cierta ocasión: «La predicación de otros la retengo palabra por palabra; se me escapan, en cambio, únicamente las que expresa san Francisco. Y, si logro grabar algunas en la memoria, no me parecen ya las mismas que sus labios destilaron (cf Cant 4,11)».
(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 73: FF 694)
18 de enero
Cierto día que rezaba al Señor con mucho fervor, oyó esta respuesta: «Francisco, es necesario que todo lo que, como hombre carnal, has amado y has deseado tener, lo desprecies y aborrezcas, si quieres conocer mi voluntad. Y después que empieces a probarlo, aquello que hasta el presente te parecía suave y deleitable, se convertirá para ti en insoportable y amargo, y en aquello que antes te causaba horror, experimentarás gran dulzura y suavidad inmensa».
Alegre y confortado con estas palabras del Señor, yendo un día a caballo por las afueras de Asís, se cruzó en el camino con un leproso. Como el profundo horror por los leprosos era habitual en él, haciéndose una gran violencia, bajó del caballo, le dio una moneda y le besó la mano. Y, habiendo recibido del leproso el ósculo de paz, montó de nuevo a caballo y prosiguió su camino. Desde entonces empezó a despreciarse más y más, hasta conseguir, con la gracia de Dios, la victoria total sobre sí mismo.
A los pocos días, tomando una gran cantidad de dinero, fue al hospital de los leprosos, y, una vez que hubo reunido a todos, les fue dando a cada uno su limosna, al tiempo que les besaba la mano. Al salir del hospital, lo que antes era para él repugnante, es decir, ver y palpar a los leprosos, se le convirtió en dulzura. De tal manera le echaba atrás el ver los leprosos, que, como él dijo, no sólo no quería verlos, sino que evitaba hasta el acercarse al lazareto. Y si alguna vez le tocaba pasar cerca de sus casas o verlos, aunque la compasión le indujese a darles limosna por medio de otra persona, siempre lo hacía volviendo el rostro y tapándose la nariz con las manos. Mas por la gracia de Dios llegó a ser tan familiar y amigo de los leprosos, que, como dice en su testamento, entre ellos moraba y a ellos humildemente servía.
Transformado hacia el bien después de su visita a los leprosos, decía a un compañero suyo, al que amaba con predilección y a quien llevaba consigo a lugares apartados, que había encontrado un tesoro grande y precioso. Lleno de alegría este buen hombre iba de buen grado con Francisco cuantas veces este lo llamaba. Francisco lo llevaba muchas veces a una cueva cerca de Asís, y, dejando afuera al compañero que tanto anhelaba poseer el tesoro, entraba él solo; y, penetrado de un nuevo y especial espíritu, suplicaba en secreto al Padre, deseando que nadie supiera lo que hacía allí dentro, sino sólo Dios, a quien consultaba asiduamente sobre el tesoro celestial que había de poseer.
(Leyenda de los Tres Compañeros, IV: FF 1407-1409)
19 de enero
El mismo fray Leonardo refirió allí mismo que cierto día el bienaventurado Francisco, en Santa María, llamó a fray León y le dijo:
«Hermano León, escribe».
El cual respondió:
«Heme aquí preparado».
«Escribe –dijo– cuál es la verdadera alegría.
Viene un mensajero y dice que todos los maestros de París han ingresado en la Orden. Escribe: No es la verdadera alegría.
Y que también lo han hecho todos los prelados ultramontanos, arzobispos y obispos; y también, el rey de Francia y el rey de Inglaterra. Escribe: No es la verdadera alegría.
También, que mis frailes se fueron a los infieles y los convirtieron a todos a la fe; también, que tengo tanta gracia de Dios que sano a los enfermos y hago muchos milagros: Te digo que en todas estas cosas no está la verdadera alegría».
«Pero, ¿cuál es la verdadera alegría?».
«Vuelvo de Perusa y en una noche profunda llego aquí, y es el tiempo de un invierno de lodos y tan frío, que se forman canelones del agua fría congelada en las extremidades de la túnica, y hieren continuamente las piernas, y mana sangre de tales heridas.
Y todo envuelto en lodo y frío y hielo, llego a la puerta, y, después de haber golpeado y llamado por largo tiempo, viene el hermano y pregunta: ¿Quién es? Yo respondo: El hermano Francisco.
Y él dice: Vete; no es hora decente de andar de camino; no entrarás.
E insistiendo yo de nuevo, me responde: Vete, tú eres un simple y un ignorante; ya no vienes con nosotros; nosotros somos tantos y tales, que no te necesitamos.
Y yo de nuevo estoy de pie en la puerta y digo: Por amor de Dios, recogedme esta noche.
Y él responde: No lo haré. Vete al lugar de los Crucíferos y pide allí.
Te digo que si hubiere tenido paciencia y no me hubiere alterado, que en esto está la verdadera alegría y la verdadera virtud y la salvación del alma».
(De la verdadera y perfecta alegría,
en Las florecillas de san Francisco, VIII: FF 278)
20 de enero
Francisco, por sano o enfermo que estuviese, tenía tanta caridad y piedad no sólo hacia sus hermanos, sino también hacia los pobres, sanos o enfermos, que, halagándonos primero a nosotros, para que no nos disgustáramos, con gran gozo interior y exterior daba a otros lo que necesitaba su propio cuerpo, y que los hermanos conseguían a veces con gran solicitud y devoción; privaba a su cuerpo de cosas que le eran muy necesarias.
Por eso, el ministro general y su guardián le tenían mandado que no diera la túnica a ningún hermano sin su permiso, pues algunas veces los hermanos se la pedían por devoción, y él al momento se la daba. También sucedía que, al ver él a un hermano enfermizo o mal vestido, a veces le daba su túnica; otras, como nunca llevó ni quiso tener para sí más que una túnica, la partía, para dar un trozo al hermano y quedarse él con el resto.
(Compilación de Asís, 89: FF 1625)
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