21 de enero
La piedad del Santo era aún mayor cuando consideraba el primer y común origen de todos los seres, y llamaba a todas las criaturas –por más pequeñas que fueran– con los nombres de hermano o hermana, pues sabía que todas ellas tenían con él un mismo principio.
«Pero profesaba un afecto más dulce y entrañable a aquellas criaturas que por su semejanza natural reflejan la mansedumbre de Cristo, y queda constancia de ello en la Escritura. Muchas veces rescató corderos que eran llevados al matadero, recordando al mansísimo Cordero, que quiso ser conducido a la muerte para redimir a los pecadores.
Hospedándose en cierta ocasión el siervo de Dios en el monasterio de San Verecundo, del obispado de Gubbio, sucedió que aquella misma noche una ovejita parió un corderillo. Había allí una cerda ferocísima que, sin ninguna compasión de la vida del inocente animalito, lo mató de una salvaje dentellada.
Enterado de ello el piadoso padre, se sintió estremecido por una extraordinaria conmiseración, y, recordando al Cordero sin mancha, se lamentaba delante de todos por la muerte del corderillo, exclamando:
«¡Ay de mí, hermano corderillo, animal inocente, que representas a Cristo entre los hombres; maldita sea la impía que te mató; que ningún hombre ni bestia se aproveche de su carne!».
¡Cosa admirable! Al instante comenzó a enfermar la cerda maléfica y, después de haber pagado su acción con penosos sufrimientos durante tres días, terminó por sucumbir al filo de la muerte vengadora.
Arrojada en la fosa del monasterio, permaneció allí largo tiempo, sin que a ningún hambriento sirviera de comida. Considere, pues, la impiedad humana de qué forma será al fin castigada, cuando con una muerte tan horrenda fue sancionada la ferocidad de una bestia; reflexionen también los fieles devotos con qué admirable virtud y copiosa dulzura estuvo adornada la piedad del siervo de Dios, que mereció incluso que los animales la reconocieran a su modo.
(Buenaventura, Leyenda mayor, VIII, 6: FF 1145-1146)
22 de enero
Un día, pasando de nuevo por la Marca (de Ancona) con el hermano Paolo, que gustoso le acompañaba, se encontró en el camino con un hombre que iba al mercado, llevando atados y colgados al hombro dos corderillos para venderlos. Al oírlos balar el biena-venturado Francisco se conmovió y, acercándose, los acarició como madre que muestra sus sentimientos de compasión con su hijo que llora. Y le preguntó al hombre aquel: «¿Por qué haces sufrir a mis hermanos llevándolos así atados y colgados?». «Porque los llevo al mercado –le respondió– para venderlos, pues ando mal de dinero». A esto le dijo el Santo: «¿Qué será luego de ellos?». «Pues los compradores –replicó– los matarán y se los comerán». «No lo quiera Dios –reac-cionó el Santo–. No se haga tal; toma este manto que llevo a cambio de los corderos». Al punto le dio el hombre los corderos y muy contento recibió el manto, ya que este valía mucho más. El Santo lo había recibido prestado aquel mismo día, de manos de un amigo suyo, para defenderse del frío. Una vez con los corderillos, se puso a pensar qué haría con ellos y, aconsejado por el hermano que le acompañaba, resolvió dárselos al mismo hombre para que los cuidara, con la orden de que jamás los vendiera ni les causara daño alguno, sino que los conservara, los alimentara y los pastoreara con todo cuidado.
(Tomás de Celano, Vida primera, I, 28: FF 457)
23 de enero
Oh, santísimo Padre nuestro (Mt 6,9): creador, redentor, consolador y salvador nuestro.
Que estás en el cielo (Mt 6,9): en los ángeles y en los santos; iluminándolos para el conocimiento, porque tú, Señor, eres luz; inflamándolos para el amor, porque tú, Señor, eres amor; habitando en ellos y colmándolos para la bienaventuranza, porque tú, Señor, eres sumo bien, eterno bien, del cual viene todo bien, sin el cual no hay ningún bien.
Santificado sea tu nombre (Mt 6,9): clarificada sea en nosotros tu noticia, para que conozcamos cuál es la grandeza de tus beneficios, la largura de tus promesas, la sublimidad de la majestad y la profundidad de los juicios.
Venga a nosotros tu Reino (Mt 6,10): para que tú reines en nosotros por la gracia y nos hagas llegar a tu Reino, donde la visión de ti es manifiesta, la dilección de ti perfecta, la compañía de ti bienaventurada, la fruición de ti sempiterna.
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo (Mt 6,10): para que te amemos con todo el corazón, pensando siempre en ti; con toda el alma, deseándote siempre a ti; con toda la mente, dirigiendo todas nuestras intenciones a ti, buscando en todo tu honor; y con todas nuestras fuerzas, gastando todas nuestras fuerzas y los sentidos del alma y del cuerpo en servicio de tu amor y no en otra cosa; y para que amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos, atrayéndolos a todos a tu amor según nuestras fuerzas, alegrándonos del bien de los otros como del nuestro y compadeciéndolos en sus males y no dando a nadie ocasión alguna de tropiezo.
Danos hoy nuestro pan de cada día (Mt 6,11): tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo: para memoria e inteligencia y reverencia del amor que tuvo por nosotros, y de lo que por nosotros dijo, hizo y padeció.
Perdona nuestras ofensas (Mt 6,12): por tu misericordia inefable, por la virtud de la pasión de tu amado Hijo y por los méritos e intercesión de la santísima Virgen y de todos tus elegidos.
Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden (Mt 6,12): y lo que no perdonamos por completo, haz tú, Señor, que lo perdonemos plenamente, para que, por ti, amemos verdaderamente a los enemigos, y ante ti intercedamos por ellos devotamente, no devolviendo a nadie mal por mal, y nos apliquemos a ser provechosos para todos en ti.
No nos dejes caer en la tentación (Mt 6,13): oculta o manifiesta, repentina o importuna.
Y líbranos del mal (Mt 6,13): pasado, presente y futuro.
Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.
Amén.
(Exposición del Padrenuestro: FF 266-275)
24 de enero
Como la doctrina evangélica, salvadas excepciones singulares, dejaba mucho que desear en todas partes en cuanto a la conducta de la mayoría, Francisco fue enviado por Dios para dar, a imitación de los apóstoles, testimonio de la verdad a todos los hombres y en todo el mundo. Así, sus enseñanzas pusieron en evidencia que la sabiduría del mundo no era más que necedad, y en poco tiempo, siguiendo a Cristo y por medio de la necedad de la predicación, atrajo a los hombres a la verdadera sabiduría divina (cf 1Cor 1,20-21).
Porque el nuevo evangelista de los últimos tiempos, como uno de los ríos del paraíso, inundó el mundo entero con las aguas vivas del Evangelio y con sus obras predicó el camino del Hijo de Dios y la doctrina de la verdad. Y así surgió en él, y por su medio resurgió en toda la tierra, un inesperado fervor y un renacimiento de santidad: el germen de la antigua religión renovó muy pronto a quienes estaban desde hace tiempo decrépitos y acabados. Un espíritu nuevo se infundió sobre los corazones de los elegidos, y se derramó en medio de ellos una saludable unción cuando este santo siervo de Cristo, como astro celeste, irradió la luz de su original forma de vida y de sus prodigios.
Ha renovado los antiguos portentos cuando en el desierto de este mundo, con nuevo orden, pero fiel al antiguo, se plantó la viña fructífera, portadora de flores suaves de santas virtudes, que extiende por doquier los sarmientos de la santa religión.
Y aunque, como nosotros, era frágil, no se contentó, sin embargo, con el solo cumplimiento de los preceptos comunes, sino que, ardiendo en fervorosísima caridad, emprendió el camino de la perfección cabal, alcanzó la cima de la perfecta santidad y vio el límite de toda perfección (Sal 118,96).
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