Gianluigi Pascuale - 365 días con Francisco de Asís

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Este libro recoge, cumplido ya el octavo centenario de los orígenes franciscanos, un pensamiento de o sobre san Francisco de Asís para cada día del año, extraído de sus escritos y de las Fuentes franciscanas. Francisco de Asís es el santo más conocido y más querido del mundo, dentro y fuera de la cristiandad. Nadie como él vivió la pobreza, la obediencia, la fraternidad, el compromiso con la naturaleza y su entorno, el amor al hombre y la búsqueda del amor de Dios.

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De hecho, sobre el fundamento de la constancia se erigió la noble construcción de la caridad, en que las piedras vivas, reunidas de todas las partes del mundo, formaron el templo del Espíritu Santo. ¡En qué fuego tan grande ardían los nuevos discípulos de Cristo! ¡Qué inmenso amor el que ellos tenían al piadoso grupo! Cuando se hallaban juntos en algún lugar o cuando, como sucede, topaban unos con otros de camino, allí era visible el amor espiritual que brotaba entre ellos y cómo difundían un afecto verdadero, superior a todo otro amor. Amor que se manifestaba en los castos abrazos, en tiernos afectos, en el ósculo santo, en la conversación agradable, en la risa modesta, en el rostro festivo, en el ojo sencillo, en la actitud humilde, en la lengua benigna, en la respuesta serena; eran concordes en el ideal, diligentes en el servicio, infatigables en las obras.

(Tomás de Celano, Vida primera, I, 15: FF 386-387)

9 de enero

Por lo que un día dijo a sus hermanos: «La Orden y la vida de los hermanos menores es un pequeño rebaño (cf Lc 12,32) que el Hijo de Dios pidió en estos últimos tiempos a su Padre celestial, diciéndole: “Padre, yo quisiera que suscitaras y me dieras un pueblo nuevo y humilde que en esta hora se distinga por su humildad y su pobreza de todos los que le han precedido y que se contente con poseerme a mí solo”». El Padre dijo a su Hijo amado: «Hijo, lo que pides queda cumplido».

«Por eso –añadió el bienaventurado Francisco–, quiso el Señor que los hermanos se llamasen hermanos menores, pues ellos son este pueblo que el Hijo de Dios pidió a su Padre, y del que el mismo Hijo de Dios dice en el Evangelio: No temáis, pequeño rebaño, porque el Padre se ha complacido en daros el Reino (Lc 12,32); y también: Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt 25,40). Sin duda, se ha de entender que el Señor habló así refiriéndose a todos los pobres espirituales, pero principalmente predijo el nacimiento en su Iglesia de la Religión de los hermanos menores».

Tal como le fue revelado al bienaventurado Francisco que su movimiento debía llamarse el de los hermanos menores, hizo él insertar este nombre en la primera regla (1R 6,3) que presentó al señor papa Inocencio III, y que este aprobó y le concedió y luego anunció a todos en el consistorio. El Señor le reveló también el saludo que debían emplear los hermanos, como hizo consignar en su Testamento: «El Señor me reveló que para saludar debía decir: “El Señor te dé la paz” (cf Núm 6,26)».

En los comienzos de la Religión, yendo de viaje el bienaventurado Francisco con un hermano que fue uno de los doce primeros, este saludaba a los hombres y las mujeres que se le cruzaban en el camino y a los que trabajaban en el campo diciéndoles: «El Señor os dé la paz» (cf 2Tes 3,16). Las gentes quedaban asombradas, pues nunca habían escuchado un saludo parecido de labios de ningún religioso. E incluso algunos, un tanto molestos, preguntaban: «¿Qué significa esta manera de saludar?». El hermano comenzó a avergonzarse y dijo al bienaventurado Francisco: «Hermano, permíteme emplear otro saludo».

Pero el bienaventurado Francisco le respondió: «Déjales hablar así; ellos no captan el sentido de las cosas de Dios. No te avergüences, hermano, pues te aseguro que hasta los nobles y príncipes de este mundo ofrecerán sus respetos a ti y a los otros hermanos por este modo de saludar». Y añadió: «¿No es maravilloso que el Señor haya querido tener un pequeño pueblo, entre los muchos que le han precedido, que se contente con poseerle a Él solo, altísimo y glorioso?».

(Compilación de Asís, 101: FF 1617-1619)

10 de enero

Al despreciar todo lo terreno y al no amarse a sí mismos con amor egoísta, centraban todo el afecto en la comunidad y se esforzaban en darse a sí mismos para subvenir a las necesidades de los hermanos. Deseaban reunirse, y reunidos se sentían felices; en cambio, era penosa la ausencia; la separación, amarga, y dolorosa la partida. Pero nada osaban anteponer a los preceptos de la santa obediencia aquellos obedientísimos caballeros que, antes de que se hubiera concluido la palabra de la obediencia, estaban ya prontos para cumplir lo ordenado. No hacían distinción en los preceptos; más bien, evitando toda resistencia, se ponían, como con prisas, a cumplir lo mandado.

Eran seguidores de la altísima pobreza, pues nada poseían, ni amaban nada; por esta razón, nada temían perder. Estaban contentos con una túnica sola, remendada a veces por dentro y por fuera; no buscaban en ella elegancia, sino que, despreciando toda gala, ostentaban vileza, para dar así a entender que estaban completamente crucificados para el mundo. Ceñidos con una cuerda, llevaban calzones de burdo paño; y estaban resueltos a continuar en la fidelidad a todo esto y a no tener otra cosa. En todas partes se sentían seguros, sin temor a que los inquietase ni afán de que los distrajese; despreocupados aguardaban al día siguiente; y cuando, con ocasión de los viajes, se encontraban a menudo en situaciones incómodas, no se angustiaban pensando dónde habían de pasar la noche. Pues cuando, en medio de los fríos más crudos, carecían muchas veces del necesario albergue, se recogían en un horno o humildemente se guarecían de noche en grutas o cuevas.

Durante el día iban a las casas de los leprosos o a otros lugares decorosos y quienes sabían hacerlo trabajaban manualmente, sirviendo a todos humilde y devotamente. Rehusaban cualquier oficio del que pudiera originarse escándalo; más bien, ocupados siempre en obras santas y justas, honestos y útiles, eran ejemplo de paciencia y humildad para cuantos trataban con ellos.

(Tomás de Celano, Vida primera, I, 15: FF 387-389)

11 de enero

Amaban de tal modo la virtud de la paciencia, que preferían morar donde sufriesen persecución en su carne que allí donde, conocida y alabada su virtud, pudieran ser aliviados por las atenciones de la gente. Y así, muchas veces padecían afrentas y oprobios, fueron desnudados, azotados, maniatados y encarcelados, sin que buscasen la protección de nadie; y tan virilmente lo sobrellevaban, que de su boca no salían sino cánticos de alabanza y gratitud.

Rarísima vez, por no decir nunca, cesaban en las alabanzas a Dios y en la oración. Se examinaban constantemente, repasando cuanto habían hecho, y daban gracias a Dios por el bien obrado, y reparaban con gemidos y lágrimas las negligencias y ligerezas. Se creían abandonados de Dios si no gustaban de continuo la acostumbrada piedad en el espíritu de devoción. Cuando querían darse a la oración, recurrían a ciertos medios que se habían ingeniado: unos se apoyaban en cuerdas suspendidas, para que el sueño no turbara la oración; otros se ceñían con instrumentos de hierro; algunos, en fin, se ponían piezas mortificantes de madera. Si alguna vez, por excederse en el comer o el beber, quedaba conturbada, como suele, la sobriedad, o si, por el cansancio del viaje, se habían sobrepasado, aunque fuera poco, de lo estrictamente necesario, se castigaban duramente con muchos días de abstinencia. En fin, tal era el rigor en reprimir los incentivos de la carne, que no temían arrojarse desnudos sobre el hielo, ni revolcarse sobre zarzas hasta quedar tintos en sangre.

(Tomás de Celano, Vida primera, I, 15: FF 390-391)

12 de enero

Tanto despreciaban los bienes terrenales, que apenas consentían en aceptar lo necesario para la vida, y, habituados a negarse toda comodidad, no se asustaban ante las más ásperas privaciones.

En medio de esta vida ejercitaban la paz y la mansedumbre con todos; intachables y pacíficos en su comportamiento, evitaban con exquisita diligencia todo escándalo. Apenas si hablaban cuando era necesario, y de su boca nunca salía palabra grosera ni ociosa, para que en su vida y en sus relaciones no pudiera encontrarse nada que fuera indecente o deshonesto. Eran disciplinados en todo su proceder; su andar era modesto; los sentidos los traían tan mortificados, que no se permitían ni oír ni ver sino lo que se proponían de intento. Llevaban sus ojos fijos en la tierra y tenían la mente clavada en el cielo. No cabía en ellos envidia alguna, ni malicia, ni rencor, ni murmuración, ni sospecha, ni amargura; reinaba una gran concordia y paz continua; la acción de gracias y cantos de alabanza eran su ocupación.

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