Antonio Espino - La invasión de América

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¿Por qué la sociedad española siempre ha creído en las bondades de la llamada conquista de América? ¿Fue en realidad un proceso civilizador, altruista y liberador? ¿Es justo considerar el imperialismo propio como un acto cualitativamente diferente al de otras naciones? ¿Debemos calificar a los conquistadores como héroes desde la óptica actual? Tras el desembarco de Cristóbal Colón en las Indias se inició la explotación de un vasto continente habitado por millones de personas. Durante varios siglos, las fuerzas hispanas desplegaron toda una serie de estrategias militares para derrocar a los imperios precolombinos y oprimir a las sociedades amerindias, usando con profusión el terror, la crueldad y la violencia extrema. Tácticas de combate fríamente calculadas que desencadenaron uno de los hechos más sangrientos de la historia moderna y cuyas consecuencias todavía hoy padecemos. El catedrático Antonio Espino ofrece en este libro una brillante crónica de la Conquista y analiza la historia militar y sus aspectos más brutales y sanguinarios. Una extraordinaria y documentada narración que permite observar bajo una nueva luz el brutal pasado del continente americano. Una luz que despoja los hechos de cualquier desviación mitificadora y de los reiterados intentos de buena parte de la historiografía conservadora hispánica de justificar la colonización, alegando una inequívoca intención civilizadora.

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Dábanle a el (sic) cuerpo muerto grandes lanzadas algunos soldados que en ella estubieron, diciendo: «a moro muerto gran lançada». Quitada la caueza, mandó el general Lugo que, fuesse de Rey o capitán, se pusiese en una gruesa lanza i marchando delante de el exército subieron la Laguna en busca de el enemigo.

Tras la batalla, los hombres de Alonso Fernández de Lugo se atrincheraron en un lugar apropiado para la defensa (Santa Cruz de Añazo) esperando acontecimientos. De creer en todo punto a la crónica Ovetense , hubo quien defendió la idea de dejar la campaña para regresar al año siguiente con tres o cuatro veces el número de tropas empleadas en aquella ocasión. Pero fue la enfermedad, que diezmaba y desmayaba a los guanches, la causante de su derrota el 25 de diciembre de 1495 en Acentejo.

Antes de producirse la victoria, los hombres de Fernández de Lugo recorrieron la tierra trayendo a su campamento ganado y demás mantenimientos, si bien se veían obligados a salir en grupo de hasta quinientos hombres. En una ocasión, el capitán Gonzalo Castillo fue rodeado por numerosos guanches, no regresando de su misión. Solo la soberbia del rey de Taoro, que lo devolvió a los suyos para poder matarlos más tarde a todos juntos, le salvó la vida. En otra oportunidad, hallaron en una cueva a un viejo y dos muchachos quienes les indicaron dónde encontrar ganado. Cuando el grupo regresó con su presa descubrieron a los dos muchachos degollados y al viejo herido de muerte: había preferido aquel final para sí y los suyos antes que servir a otro. Tras dividirse en cinco escuadras, siguieron con el robo de ganado hasta que un contingente de unos mil doscientos guanches los atacó: «Fueron desvaratados y huieron todos de tropel lo que los cauallos pudieron escaramusear, mataron a muchos». Otro lance fue protagonizado por doce hombres, camaradas de campamento, si bien la simbología numérica da que pensar: tras lograr un botín de cuatrocientas cabras en su salida fueron rodeados por hasta doscientos guanches. Sin aceptar la rendición propuesta, los atacaron y con sus ballestas causaron veinte bajas al contrario antes que este los alcanzase. Luego, con sus espadas les hicieron frente y consiguieron hacerlos huir. Fue el preludio de lo que ocurriría en la segunda batalla de Acentejo: cinco mil guanches hicieron frente al contingente hispano (o bien apenas ochocientos), pero tras cinco horas de lucha se retiraron. La crudeza del invierno impidió acabar la guerra inmediatamente, pero de creer a los cronistas en el verano de 1496 se rindieron sin apenas lucha los últimos caudillos de la parcialidad de Anaga.

No obstante, en el sur de Tenerife la resistencia de pequeños grupos, dedicados a la guerra de guerrillas parapetados en sus riscos, se prolongó hasta 1501 (o 1506). Ante la dificultad para acabar con ellos, se hubo de contratar a un capitán flamenco especializado en artillería y armas de fuego portátiles, cuyo nombre castellanizado era Jorge Grimón, quien consiguió ir abatiendo poco a poco con sus disparos a los guanches rebeldes del menceyato de Abona. Pero los últimos resistentes, unos doscientos, bajo el mando de Archajuaga, solo pudieron ser atrapados mediante un ardid (García de Gabiola, 2019: 176-177). Así, tras más de un siglo de operaciones, iniciadas en 1402, las Canarias estaban conquistadas.

2

EL PREÁMBULO AMERICANO: LAS ANTILLAS Y PANAMÁ

Las desgracias de los mal llamados indios a causa de la, en el fondo, impericia de Cristóbal Colón, comenzaron bien pronto. Son harto conocidas las descripciones del almirante genovés, ya en su primer viaje, acerca de la incapacidad militar de los taínos de las Bahamas, primero, y de las Antillas Mayores más tarde. En el Diario de a bordo , en fecha tan temprana como el propio 12 de octubre de 1492, Colón señala: «Ellos no traen armas ni las cognosçen, porque les amostré espadas y las tomavan por el filo, y se cortavan con ygnorançia». Insistía el 16 de diciembre: «Ellos no tienen armas, y son todos desnudos y de ningún ingenio en las armas y muy cobardes, que mil no aguardarían tres». Para entonces, el almirante Colón ya se regodeaba con la presumible facilidad de la ocupación de unas tierras que, de poder hacerse con escasos efectivos hispanos, le podrían reportar pingües beneficios. Por ello, el 26 de diciembre el Almirante torna a asegurar: «Tengo por dicho que con esta gente que yo traigo sojuzgaría toda esta isla [La Española] […] y [con] más gente, al doblo; más son desnudos y sin armas y muy cobardes fuera de remedio». Solo el 13 de enero de 1493, los indios ciguayos en número de cincuenta y cinco osaron enfrentarse a siete tripulantes de la expedición. Dos de aquellos fueron heridos; el resto se presentó al día siguiente en son de paz. El piloto mayor de la carabela Niña, Peralonso Niño —o bien Sancho Ruiz, piloto de idéntica nave—, impidió que se produjese una masacre frenando a los hombres. De todas formas, el 26 de diciembre, tras el hundimiento accidental de la Santa María el día anterior, el almirante Colón se decidió por dejar treinta y nueve tripulantes al cuidado del cacique taíno Guacanagarí. Lo trascendente ahora es señalar que no solo ordenó Cristóbal Colón construir una «torre y fortaleza, todo muy bien, con una grande cava» para resguardo de aquellos que se quedasen en el nuevo asentamiento, sino que previamente el Almirante hizo disparar una lombarda y una espingarda ante la presencia de Guanacagarí, quien quedó maravillado de la «fuerça hazían y lo que penetravan», mientras que sus gentes, cuando oyeron los tiros, «cayeron todos en tierra». Esta exhibición de poderío militar tanto podía servir para asegurar la amistad de los taínos, puesto que se podría usar contra sus enemigos caribes, como para atemorizarlos. Además, fue un recurso que se utilizaría en otras muchas ocasiones con diferentes grupos humanos a lo largo y ancho de las Indias (Colón, 1995: 113, 263, 302-307, 348-353).

Tras el asentamiento permanente colombino en la isla La Española, a partir del segundo viaje, 1493-1496, el almirante Colón enviaría a Alonso de Ojeda con una tropa de cuatrocientos hombres a ocupar el interior rico en oro, el famoso Cibao que el genovés asimilase en su primer viaje con el Cipango (Japón) de Marco Polo, utilizando el terror. Como señala el padre Bartolomé de las Casas, el almirante Colón sentó un precedente que todos los demás siguieron en aquellas tierras, pues

lo primero que trabajaron siempre, como cosa estimada dellos por principal y necesaria para conseguir sus intentos, fué arraigar y entrañar en los corazones de todas estas gentes su temor y miedo, de tal manera, que en oyendo cristianos, las carnes les estremeciesen; para lo cual efectuar hicieron cosas hazañosas (Las Casas, 1981, I: 382).

La presión a la que fueron sometidos los taínos de La Española condujo a su levantamiento; la muerte de diez españoles a manos del cacique Guatiguará llevó a Cristóbal Colón a la movilización de una hueste conformada por doscientos infantes, veinte efectivos de caballería y otros tantos perros de presa, además de centenares de indios aliados. Las Casas no desaprovechó la ocasión para tratar la desigualdad de la tecnología militar empleada por unos y otros, un argumento muy recurrente en sus escritos. La desnudez de los indios, signo de sencillez y simplicidad en los escritos del padre Las Casas, los hacía especialmente desvalidos y vulnerables ante las armas hispanas, sobre todo las ballestas y espingardas, pronto sustituidas por escopetas y arcabuces, además de las espadas, los caballos y los perros, que parecen fascinar a Las Casas. De ellos dice:

Esta invención comenzó aquí [La Española] excogitada, inventada y rodeada por el diablo, y cundió todas estas Indias, y acabará cuando no se hallare más tierra en este orbe, ni más gentes que sojuzgar y destruir, como otras exquisitas invenciones, gravísimas y dañosísimas a la mayor parte del linaje humano, que aquí comenzaron y pasaron y cundieron adelante para total destrucción de estas naciones.

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