El siglo XXI ha creado una nueva clase de magnates que compran al contado las mansiones de las grandes familias europeas en los lugares exclusivos y envían a sus hijos e hijas a estudiar en los colegios y las universidades de élite. Rasgos típicos de una civilización en auge que mira al futuro, capaces de evocar un devastador sentimiento de cambio de era al comprobar que el oro retorna al Oriente Medio, tras haberlo abandonado en el siglo XIII cuando los califas de Bagdad fueron derrotados por los mongoles de Hulagu, el nieto de Gengis Kan: es así porque la savia de la riqueza creada por los beneficios de las materias primas marcha camino de China, aunque solamente sea para devolver una parte del contrato de suministro de gas a treinta años por un valor de cuatrocientos mil millones de dólares. Tan elevada suma justifica la inversión de veintidós mil millones para costear el oleoducto.
En Asia Central, en torno a la vieja ruta de la seda, por iniciativa de China, se construye el cinturón, la ruta, desde donde la decisión europea por la autogestión regional se contempla como un paso hacia la insignificancia. Nursultán, Bakú, Taskent y otras ciudades tienen mucha riqueza delante de sí y mucha historia a sus espaldas. ¿Cuánta cultura?
Veamos la respuesta de dos estudiosos de la nueva ruta de la seda. Peter Frankopan en el bien documentado libro El corazón del mundo presenta la iniciativa de China como una estrategia mundial, ya que junto al de por sí importante aspecto financiero, destaca la construcción en los últimos veinte años de las rutas de transporte terrestre, ferrocarriles y autopistas. La inversión en las líneas de mercancías ha permitido una red ferroviaria de más de once mil kilómetros que conecta China con la ciudad alemana de Duisburgo, a la que en el 2014 acudió Xi Jinping para inaugurar el enlace. Son trenes de ochocientos metros de largo que trasportan miles de objetos de consumo: ordenadores, zapatos, prendas de vestir, recambios para automóviles o equipos médicos, en un viaje que tarda dieciséis días, mucho menos que la ruta marítima que une los puertos de China con Amsterdam o Hamburgo. Se trata, al fin y al cabo, del reconocimiento que la riqueza comercial es el impulso de la cultura. Baste pensar en la Biblioteca Nacional de Taskent, en el Museo de Arte Moderno de Bakú o en la catedral de la Santísima Trinidad de Tiflis. Sin olvidar que en esas ciudades las casas de moda Prada, Burberry o Louis Vuitton han abierto enormes tiendas donde, como ironía de la historia, se venden ricos vestidos de seda en las tierras originarias de ese producto.
No es negocio, sino una gran estrategia, la que se teje en torno a la presencia de China, cuyo intérprete moderno más trágico es Robert D. Kaplan: su último libro lleva el título de El retorno del mundo de Marco Polo. En el epílogo, narra un viaje en el 2015 por la ruta de la seda en busca de Kasgar, ciudad china en la frontera con Kirguistán, Afganistán, Tayikistán y Pakistán, cuya población mayoritaria la forman uigures turcos de religión musulmana. Kasgar adquiere la soledad de una llanura animada por la feria dominical de ganado, donde uigures tocados con gorras planas negocian entre rebaños de caballos, ovejas, camellos bactrianos o reses, en medio de un polvo creciente que, sin embargo, no tiene nada que ver a como era ese mismo mercado en 1994 cuando Kaplan lo visitó y vio la ciudad aún anclada en el pasado al que le obligaba desde Moscú el régimen soviético. Ahora se muestra activa, reformada por la capacidad del Estado chino de ampliarse hasta las periferias desérticas, saliendo de su hogar tradicional. Este mundo de frontera es un cinturón que rodea a las fértiles y agrícolas tierras donde se forjó durante milenios la cultura china. En ese mundo se asiste a la recuperación no del nómada, sino de la ciudad y sus habitantes, de las posibilidades de unir la dinámica de la globalización con la tradición. El futuro es allí un hecho.
El más grande geógrafo chino, aunque afincado en Estados Unidos, Yi Fu Tuan previó este momento en su libro Cosmos y hogar cuando escribió: “China necesita una estrategia que le permita reconstruir o reinventar en poco tiempo un sentimiento de identidad propia, dejando de lado las pretensiones de superioridad y universalidad que, en el plano histórico, constituyeron el núcleo de esa identidad”.
Este es el desafío de China para el siglo XXI, como lo fue para el siglo XX la superación de la caída de la dinastía Manchú, la instauración de la república, la invasión japonesa, la larga marcha del partido comunista de Mao y la revolución cultural canalizada por el Libro rojo. Quien siente recelo por la hegemonía de China y cite su régimen político para justificarlo, tropezará con un gran obstáculo: el confucionismo; porque, al no entender la acción de la moral confuciana en política, se condena a ser el nostálgico de un mundo a escala de Occidente. La genuina esencia de la expansión mundial de China radica precisamente en esa moral. ¡Quiere seducir mediante el ejemplo de su proyecto para el futuro! Está convencida de su superioridad como un filósofo helenístico lo estaba de vivir en un régimen que había creado la lustrosa Biblioteca de Alejandría.
Transformar el mundo. Un propósito que resulta un despropósito a los nostálgicos del siglo XX. No porque el mundo de entonces fuera admirable, sino porque cualquier cambio conduce a negar la vía revolucionaria anunciada en ese pasado por bolcheviques o anarquistas. Y porque, desde un punto de vista global, esa vía ha demostrado ser incapaz de resolver los problemas de la humanidad. No basta con soltar una conferencia sobre África cada vez que se plantea qué hacer con Somalia o Angola: hay que hablar de su necesidad de financiar a largo plazo grandes obras; lo que hace China sin ponerse a pensar a qué lobby beneficia o perjudica.
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