Saúl Carreras - Ataraxia

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Dadas las características de la composición del libro y su contenido múltiple, se torna difícil narrar una sinopsis puntual, lo que sí cabe mencionar, es que todo lo que se desprende desde estas obras es puro sentimiento, lo escribí desde mis vísceras y poniendo el corazón en cada imagen, en cada rima, donde miro de soslayo las técnicas literarias y me dejo llevar por la abstracción a la prosa donde me siento de verdad muy cómodo.
En los ensayos, registro conceptos de sentimientos cabales; en los cuentos cortos, vivencias que me atropellan en los días de lluvia; en las poesías, dejo retozar el corazón y me doy permiso para alguna lágrima; en los crónicas de viajes, suelto al viento mi libertad más genuina y junto a Eli, mi compañera de vida, dejamos que se usen todas las páginas posibles de nuestros pasaportes con los sellos migratorios de las ciudades del mundo que nos toque visitar.
Saúl Carreras

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Por las tardes de los fines de semana (sábados) es cuando el caudal de clientes se intensifica, cuando los espejos deciden informar y coaccionar a la cliente o el cliente a visitar ese templo de la imagen, ese santuario necesario para la confabulación con el ego cómplice y coqueto, de la vanidad antojadiza y miserable, y es en ese preciso momento en el que la mano maestra de la peluquera o coiffeur, si quieres resultar más cool, entra en acción y su intervención entra en escena como partícipe necesario de la anécdota, chisme, o simplemente algún comentario que abre el discurso donde su orientación lleva siempre a la particularización del sujeto, y hasta ponerle nombre y apellido al participante de turno. Y fue en una de esas tardes en que llegó a su local de la avenida San Martín de la ciudad de Buenos Aires, Adela, con fines de hacer algo por su estética y de paso interactuar con su ya, casi amiga, Soledad, en este caso nuestra protagonista y la profesional de la tijera y el virtuoso modo de articular el vínculo entre el peine y el gel que dibuja sensaciones y en algunos casos verdaderas proezas en favor del desparpajo del cliente que en oportunidades solicitan desproporcionadamente poco menos que milagros, lo cual no sería vinculante a la capacidad del profesional y mucho menos su objetivo…

Adela: una mujer madura pero muy mona de entre unos 55 y 60 años, con un cuerpo que sabía de gimnasio y su estética indicaba que por algo era amiga de Soledad, solo por ser asidua visitante a su centro de estética. Adela llevaba una vida normal, con dos hijos ya grandes un varón y una mujer, y esposo del que se había divorciado, lo que le era funcional a sus propósitos naturales, por lo cual a veces se tomaba ciertas licencias de su figura de madre y las combinaba con los llamados de mujer, aún deseable. Esa tarde, Adela abrió el juego y decidió jugar a confiarle a Soledad un hecho que merecía ser compartido, porque cuando algo trascendente te sucede, no deja de manifestarse en un todo, hasta que no lo cuentas, de esa manera, se consolida, cuando la oreja del confidente forma parte del relato, cuando el hecho abandona el anonimato y corre lo más ligero que puede, en busca del “cómplice”. Esa sería la “máxima” de la trama, la complicidad es como si aliviara la carga o al menos la compartiera.

Otra cosa que merece señalarse es el modo de relato, de acuerdo al contexto, si en el local hay más de una persona y se quiere ser discreta, hablar en clave, es una de las mejores armas que suelen esgrimir, tú por más que afines el oído nunca lograrás entender de lo que se está hablando y por el contrario, si ese método intenta ser connotativo y darle de lleno al pecho de algún rencor, te puedo asegurar que el destinatario del comentario no logrará escapar de la apostilla e indefectiblemente se sentirá aludido o aludida , de eso, no te quepa la menor duda. Haciendo uso de ese compendio de artificios, Adela inició el relato con un…

“No sabes lo que me pasó ayer de tarde”…

Y eso para el oído cómplice de Soledad es como encender la mecha de la bomba y correr a ponerse a salvo, una urgencia; después de despedir a mi hijo que había pasado a saludarme como siempre lo hacía, le aviso que tenía pensado ir de compras ya que, recuerdas que te conté, me había invitado Victoria, esa compañera del secundario y que hace años que no veía, y que el destino hizo que coincidiéramos días pasados, caminando por Santa Fe, y quedé en visitarla en su casa, ella vivía en el centro. Tenía pensado comprarme una falda y a lo mejor un par de zapatos o sandalias. Me había parecido extraño que Victoria, cuando nos encontramos, no me comentara nada de su familia, solo hizo referencia a su mascota que era un gato siamés que cada vez que viajaba se lo dejaba a su mamá. Victoria contaba con una edad más o menos igual a la mía, pero se conservaba muy bien, a lo sumo tenía 55 años, no más.

Esa mañana terminé comprándome una falda de cuero negro que me iba de maravillas ya que mis piernas aún ameritaban que los hombres voltearan para volver a verlas y eso acrecentaba mi ego y elevaban mi autoestima. Luego de un llamado quedé con Victoria en que esa tarde iba a pasar a verla luego del almuerzo. Luego de confirmar que tenía un tiempo para mí, decidí estrenar mi falda y me dirigí a lo de Victoria. Un viaje en subte, caminé un par de cuadras y me encontraba a punto de tocar el timbre en la dirección que me había dado y que cuidadosamente había escrito en “notas” de mi celular. El edificio estaba sobre la calle Uruguay, plena Recoleta, una zona muy acomodada de la ciudad, 4.to “B”, ante la pregunta de Victoria.

“¿Sííí?”.

Con su voz entre ronca y sensual y como de alguien que está esperando visitas, me abrió desde arriba y entré, subí al ascensor apreté 4.to piso, la puerta se cerró lentamente y me elevó hacia lo de Victoria, que me estaba esperando con la puerta del departamento “B” entreabierto y me invitó a pasar.

El departamento estaba sobriamente decorado, un estar con una biblioteca que predominaba a la vista, y hablaba de que Victoria era una lectora entusiasta, una puerta inmediata, que daba a un baño de servicio; las paredes pintadas de color pastel y cuadros que señalaban el buen gusto y la predilección al cubismo de Picasso con copias realmente de buena calidad. Un pasillo muy bien iluminado, con dos puertas laterales, una que daba a un gran baño principal y la otra al único dormitorio.

Si me hablan de insinuaciones, el misterio se podía “oír” en el ambiente, algo no estaba siendo lógico, algo en el aire me llevaba a pensar que me esperaban situaciones no corrientes.

Luego de ofrecerme algo para tomar, a lo que contesté, lo que tomes tú, llegó la primera pregunta connotativa…

—¿Eres feliz? –preguntó Victoria.

La vida quiso que el nacimiento de la charla se constituya desde esa pregunta tan reveladora, una pregunta que buceaba en lo más profundo del alma humana, era como interesarse de tu vida solo por haber recorrido un tramo del camino, y en una etapa en la que buscamos nuestro perfil, en el que nos mostramos con el maquillaje de la apariencia, que responde más a las expectativas ajenas que a nuestro propio deseo, y la respuesta fue casi como para sacarse la presión de una mirada, que si bien provenía de una persona que creía conocer, en ese momento, se me antojó una perfecta desconocida.

—Creo que sí –contesté. (Y le di pie para seguir la charla…)

A veces uno cree que lo está haciendo bien, y sin embargo su vida es tan vacía que ni alcanzas a dimensionarla, y en su defecto, tampoco logras entender el llamado del destino, y sin saberlo aquella respuesta sería el disparador de un cuestionamiento no desenfundado, escondido en el armario de modales impuestos, inoculados desde tus padres y desde ellos a su vez, de los suyos.

Esa tarde, la vida me daría una lección. Como el beso en la frente de la conceptuosamente forma de concebir la costumbre, me resolvió el misterio del pensamiento lateral, fue como recibir un nuevo cuestionario, justo cuando había respondido todas las preguntas, justo cuando creía tener mi vida resuelta, el destino me daba una bofetada de realidad y giraba todo hacia la duda. Y de repente me atreví a admirar a esta mujer sin cruzar ni una palabra, esa pregunta abría el juego y en el que, sin saberlo, estaba dispuesta a participar. Debió leerme la mente sin dudas, porque desde mi respuesta y sobre todo del “creo” se desprendían miles de interrogantes que merecían al menos ser atendidos y en consecuencia la repregunta tuvo un lugar preponderante en el encuentro… luego de intercambiar diversas opiniones de la actualidad, ella fue por más…

—¿Me cuentas un poco de tu vida? –primerió Victoria.

Y allí, Adela sintió un vacío tan grande, dándose cuenta de que no habían grandes cosas para contar, cayó en la cuenta de que su vida era más el resultado de cubrir las necesidades de otros que de su propia necesidad, primero el corto tiempo de casada, su marido y luego sus hijos, y luego fueron sus padres, disponiéndose a cuidarlos y protegerlos durante su tercera edad, y en lo actual, su pareja, un ser que destilaba sensaciones de apatía mezclada con desidia que abrumaba hasta el más optimista, y ella sí que era optimista.

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