Mis hermanos:
Roque Eduardo (16 de agosto de 1955)
El hermano mayor cuenta con el rol de ser espejo de los que vienen detrás, y esta vez no fue la excepción. Pepe, como cariñosamente lo llamamos, no sé por qué ni cuál es el origen de ese sobrenombre, tengo entendido que, a os José, se los llama con ese apodo. Pero bueno para nosotros fue, es y será Pepe, Pepito, según el momento y las circunstancias, él cuando llegamos a Córdoba ya tenía 10 para 11 años, mientras que yo era un niño, lo que él hacía para mí estaba bien, debía celebrar sus aciertos o sufrir juntos sus errores. Así era la vida en la ciudad, cabe recordar que hasta ese momento nuestra existencia había sido en un contexto campestre, desconocíamos los códigos de ciudad, éramos seres con una cabeza libre de todo vicio oculto, de maldades o especulaciones, éramos libres de pensamientos e íbamos por la vida respetando a los mayores, con valores consagrados e inculcados por nuestros padres.
La escuela y la formación obligada a lo que se podía, éramos de condición humilde, no nos sobraba nada, pero nunca nos faltó un plato de comida en la mesa, la íbamos luchando día a día, en las comparaciones, nos íbamos al descenso seguro, el compañero que, en los días de picnic, llevaba plata para gastar, y uno quedaba mirando, pero eso no importaba, el valor que nos entregaban nuestros padres estaba compuesto de otras cosas, mucho más útiles para la vida. Fuimos creciendo y los caminos de la vida siempre confluyeron en un único destino, el de la buena senda. Y eso tiene un valor incalculable y forma parte del legado que supimos aprender de lo que nuestros padres nos enseñaron.
Recuerdo que yo lo imitaba a mi hermano mayor, él era como mi ídolo. Fue el primero en salir a trabajar, de alguna manera había que ayudar en casa y parar la olla. Hasta se le animó a una cajita con sus costados abisagrados donde una tapita de cada lado servía de depósito del betún, los cepillos y paños y en la parte superior un molde en forma de zapato para que el cliente apoye su pie y él haga su trabajo, sí, señores, mi hermano mayor fue un lustrabotas, la dignidad se desprendía de las necesidades, y nunca necesitó salir a robar, esa posibilidad no cabía en su escala de valores, ni en la de la familia. Solo fue una temporada, luego las cosas mejorarían.
Carlos Alberto (4 de noviembre de 1956)
Mi hermano querido, el de las peleas, que siempre yo llevaba las de perder si medimos desde la capacidad física, él se quedó en Tucumán cuando viajamos a Córdoba en 1966, y luego de un año, fue a pasear con nuestro abuelo materno y no quiso separarse nunca más y allí estábamos completos los cuatro. Él era distinto deportivamente hablando, siempre jugó lindo a la pelota, nosotros con Pepe completábamos el equipo nomás, pero él ya en ese entonces se destacaba, tal es así que pasado el tiempo equipos de la capital cordobesa lo pretendían para sumarlos a sus plantillas, Carlitos, el Gallego, apodos que nos ponían nuestros tíos en Tucumán, extrovertido, cuando él estaba en casa se notaba, porque se llenaba de amigos que lo seguían, y como jugaba lindo a la pelota, partido que se armaba lo convocaban seguro, el cada pan y queso era el primer elegido, siempre, todos querían tenerlo de compañero, porque de rival corrían el riesgo de ser goleados. Carlitos, para mí él es simplemente mi hermano, con un corazón gigante, él se sacaba su camisa y te la daba si estabas en dificultad, es generoso, buen hermano, mejor amigo y en el colegio conserva recuerdos de haber sido elegido como mejor compañero en varias oportunidades, pero lo que tenía de buena persona, lo tenía de cabrón a la hora de la disputa deportiva, él por sí mismo y en defensa de algún compañero, pero siempre tenía tarjeta roja, era más fuerte que él.
Me consta que, en momentos previos a finales, chivas lo concentraban y le hablaban, le recomendaban que supiera controlarse, que, sin él, el equipo se caía y perderían. A veces resultaba, pero en la mayoría de las veces sus impulsos, su carácter, lo traicionaban y debía irse a las duchas antes de tiempo. Carlitos para todos era la atracción en los campeonatos de futbol de salón, siempre salía goleador y mejor jugador, era incontenible, intratable y cuando estaba en su noche, olvídate, te pintaba la cara.
Teresa del Valle (14 de enero de 1959)
Teresa, la única mujer de los cuatro, casi la misma edad, desde chicos, transitamos el mundo, me lleva un año y seis meses, cuando llegamos a Córdoba, en la escuela ella traía una formación del primer grado cursado, y yo para iniciar el primer grado, pero al presentarnos juntos nos ubicaron a ambos en el primer grado y desde allí cursamos el mismo nivel hasta el séptimo.
A medida que íbamos creciendo las cosas no nos eran tan fáciles, las carencias afloraban y las comparaciones nos dejaban en desigualdad de condiciones, con nuestros pares, pero lo más importante, seguían siendo nuestros valores. Las amistades llegaban, la comunicación con el medio nos arrojaba, la posibilidad de ganar amigos, relaciones humanas tan importantes, las peleas en los recreos, la falta de recursos, en los días de salida en mini viajes de estudios, donde visitábamos museos, y edificios públicos en forma didáctica. Algunos compañeros llevaban algo de dinero, que les habían dado sus padres, para gastar en alguna golosina y nosotros debíamos solo mirar y esperar que nos convidaran, momentos de desigualdad, que en su momento eran dolorosos, pero todo eso se olvidaba y lo contrarrestábamos con el amor de nuestros padres y su lucha diaria. En la adolescencia y ya entrando a la edad de salir a bailar, me tocaba ser el cuida de mi hermanita, hecho que nos acarreaba algunas disputas y peleas en casa. Nuestra madre ponía como condición, para permitirle salir, a ella, que yo la acompañe, y como a mí no me gustaban los bailes a los que ella le gustaba ir, el tema se tornaba a veces conflictivo. Pero a pesar de todo eso éramos en nuestros modos felices.
Y yo, Saúl Antonio (10 de junio de 1960)
Guardo recuerdos desde mi temprana infancia, hablamos de los cuatro o cinco años de existencia, recuerdo que siempre me atrajo la percusión, guardo recuerdos de mis dotes de percusionista tomando sillas, mesas cualquier cosa que sonara, para mi estaba bien, y no hablaré de mí, para no redundar, solo dejo este libro que es el fiel reflejo de lo que intento dejar como legado.
El despertar de un letargo:
Memorias de una peluquera de barrio…
La idiosincrasia en determinados lugares en nuestro acervo cultural suele darnos elementos para desarrollar un relato que puede terminar siendo tan rico en matices, anecdotarios diversos que rescatamos desde la vida misma de cada persona que utiliza el servicio, hoy nos vamos a referir a la peluquería, un templo con carácter propio, ese espacio donde las lenguas se sueltan buscando esa complicidad intrínseca del otro, momentos únicos de descarga, de catarsis personal, y también, por qué no, de desahogo ante la pena o el fervor del logro, todo puede suceder en ese ámbito sagrado, donde luego del acuerdo en cuanto a lo que necesita para su cuero cabelludo, estableciendo formas, estilos y desde la mirada experta en la que la peluquera saca a relucir su capacidad de la sugerencia (conforme al estilo, corte de cara, edad, personalidad), lograda a través de tantas veces que inicio el bendito ritual de acomodar las cabezas, aunque solo del lado de afuera y, cuándo no, inmiscuirse en contenidos, que sujeto al grado de confianza, el cliente desee volcar, conformando una charla de ida y vuelta que suele tornarse hasta terapéutica, donde la peluquera se luce brindando sabios consejos solo por conocimiento de causa y de saber de antemano historias colaterales y hasta con una pizca de picardía, juega con las cartas marcadas y hasta induce las respuestas que necesita para ser parte de la historia, al menos en su carácter de testigo; eventual e hipotético prólogo, dado que el vuelo literario, a veces no necesariamente, debe estar vinculado en forma directa con el perfil propio de la intención.
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