Corría 1964, y en mi infancia, a mi modo era feliz.
El campo, los animales, los juegos, todo era para mí en esa época una aventura y mis tíos alimentaban esa práctica con un amor único y necesario para mi desarrollo.
Mi recuerdo me lleva a hurgar entre las respuestas que me dio la vida y me encuentro con un cúmulo de imágenes que me llenan de palabras y relatos.
Una vez, acompañando a mi abuelo que estaba trabajando en el campo como siempre se lo podía encontrar en cualquier hora del día, yo debía contar solo con cuatro añitos no más, caminaba y le iba haciendo comentarios propios de mi edad, quizás por cansancio, por la temperatura de la tierra recién arada, en algún momento del relato me quedé a esperar a mi abuelo que terminara el surco y volviera por el próximo, y sucedió que sí, en efecto, volvió por el otro surco, solo que tuvo que despertarme, pues me había dormido en el suelo…
Pequeñas perlas que desprendo de mi memoria y enmiendan en parte las etapas que no puedo traer.
Otras de las cosas que me refieren libremente a mi infancia son las noches de los Reyes Magos… cuánta fantasía, cuánto de fábula tiene la vida y qué lindo es cuando en los niños se puede montar este escenario, es muy bonito para todos, fortalece los lazos de cualquier grupo humano, sin dudas.
Esas noches tenían de todo, alegría por las vísperas, la tarea de juntar el pastito y el agua, con la ilusión de que los camellos puedan ser saciados en su sed y hambre.
Nuestra inocencia nos permitía trazar estas posibilidades y qué bien nos hacían…
Recuerdo que, luego de una de las noches donde los Reyes Magos debían pasar, me levanté y cerca de mi almohada había una pelota, era de plástico, hermosa, salgo al patio con mi ilusión de poder patearla, la tiro hacia el piso a modo de hacerla picar y, cuando estaba bajando en dirección a mi pie derecho, este precipitó el encuentro y tomándola de volea, y quizás dibujando en mi mente un arco imaginario, le entré de lleno, el resultado esperado sería el grito de la gente festejando el golazo… pero nada de eso pasó, nada de eso…
En el jardín que mi abuela cuidaba y que daba a la calle, había en alguna oportunidad concebido junto a su marido (mi abuelo) la necesidad de tener una planta de naranja, un naranjo… Si has vivido en el campo o te has enterado a través de los libros que los naranjos desarrollan una espina muy puntiaguda, que antes de florecer están tan erguidas…
Sí… es lo que estás pensando, mi volea que, si bien en mi mente tenía destino de red, sucedió que entre la distancia de mi chute al territorio del naranjo, solo hubo un llanto, que nació en el preciso instante en el que la pelota, luego de su recorrido que era seguido atentamente por mí mientras dibujaba una pirueta luego del remate, le entraba de lleno a una de ellas quedando suspendida y libre de toda intención de volver al juego o de ser nuevamente pateada por mí ni por nadie… (Otra perlita).
Seguramente corría 1965 para 1966 y la historia recién empieza…
En Córdoba las cosas eran muy diferentes a las que me tenían acostumbrado en Tucumán, nos habíamos mudado, toda la familia desde la casa de mi abuela materna, a Córdoba capital. El grupo familiar estaba compuesto de mamá, papá, y nosotros cuatro, en los primeros años y a modo de morigerar el efecto que a mi abuelo Merardo le producía el deprenderse de todos nosotros, mi madre optó por permitir que Carlos, mi hermano, permaneciera en Tucumán con la promesa de que para el año lo iríamos a buscar.
Eran mis primeros años y lo único que conocía eran recuerdos, imágenes que comparaba permanentemente, era la edad de descubrir cosas, de acopiar información, y cuando un nene cuenta con tanta vida interior, como era mi caso, eso le resulta el algún punto a veces hasta inconveniente para sus estados de ánimo, si lo que imagina y compara no llena sus expectativas, corre el riego de cruzarse con la tristeza, y peor aún, dado el caso, no saber explicarla, no entenderla, mientras tanto la vida sigue, los días pasan, escuela nueva, amigos nuevos, barrio nuevo, hasta costumbres nuevas invadían mi andar, zamarreando los recuerdos cada vez más lejanos.
La demanda laboral era inversamente proporcional a la calidad de la mano de obra ofrecida, a mi padre, hasta ese momento, único aportante de la economía de la casa, a veces le resultaba muy pesada la carga. Primero fuimos a una chacra en el siete once, una localidad al noreste de Córdoba capital, donde oficiaba de encargado y a su vez participaba de la huerta y la cría de faisanes, toda una aventura para nosotros, que éramos niños (y acá el relato me obliga a abrir un paréntesis para citar un hecho a través del cual mi padre me enseñó la diferencia que existe entre una acción honesta y una deshonesta, la distancia que existe entre el bien y el mal, con ejemplos como se debe hacer). El dueño de la chacra era un abogado de la ciudad de Córdoba, se llamaba Celis Gigena, y había empleado a mi padre para que oficie de encargado de la chacra y eventualmente participara de las actividades agrícolas que fueran necesarias. Una tarde vemos ingresar un Valiant modelo nuevo al establecimiento, del que desciende el Dr. Celis Gigena, traía intenciones de trabajar la tierra y aprovechar unas semillas que había comprado, no recuerdo de qué, en este momento, Celis era un hombre de unos 55 años, contaba con una estatura de un metro 75, aproximadamente, peinado engominado, parecía que ser doctorado en leyes en esa época fuera una condición de manual, de gran abdomen y usaba tiradores para que este no le impidiera mantener sus pantalones en su sitio.
Mientras él preparaba el arado y las herramientas de labranza, mi padre iba en busca del caballo, un percherón zaino, especial para el tiro del arado. Armaron todo y estuvieron luego de los preparativos en condiciones de comenzar la faena, esa tarde prepararían el terreno arándolo, marcando los surcos y si daba la luz del día sembrarían o de lo contrario reemprendían al día siguiente. Ya habían arado la mitad del predio destinado para la siembra, mientras yo jugaba y caminaba entre los surcos que iban marcando con el arado, Celis llevaba de costado las riendas del percherón zaino, mientras que mi padre manejaba el arado guiándolo y dibujando surcos perfectos, y en ese instante sucedió lo inesperado, que sin saberlo terminaría de dar forma a mi escala de valores a futuro. Celis en un movimiento brusco intentando dominar al percherón zaino que se asustó por alguna causa que no viene al caso narrarla, y en el intento de sujetarlo para que no abandone su línea de surcado, se le cayó su billetera del bolsillo trasero del pantalón, el filo del arado que venía por detrás, manejado por mi padre, la cubrió de tierra, entonces mi padre, que es de buena madera y mientras yo miraba la acción, llamó a Celis indicándole que se la había caído la billetera, quien detuvo el percherón zaino, y giró su vista para ver si era cierto, a primera vista, no descubrió nada, entonces mi padre que sabía dónde la tierra del surco la había sepultado, soltó el arado y caminó hasta el lugar, metió su mano entre la tierra, rescatando la billetera que era de un color marrón oscuro y a juzgar por su forma contaba con muchos billetes, que mal no le hubiesen venido a mi padre en esos tiempos de carencias, Celis agradeció y siguieron con la faena, sin detenerse a pensar que mi proceso mental en ese momento estaba ocupado en discernir, que en ese acto, en ese simple acto, mi padre acababa de entregarme a través del ejemplo lo que estaba bien y lo que estaba mal en la vida. Ni más ni menos. Esa persona es mi padre, y yo vengo de esa madera.
Los días transcurrían con normalidad, mis padres y mis hermanos vivíamos tranquilos, el siete once era un lugar, tranquilo, era una zona rural, donde no había almacenes cercados para adquirir mercaderías, por lo cual el almacenero del pueblo contaba con un vehículo incondicionado con estanterías y divisiones que le permitían acomodar cómodamente diferentes artículos de almacén, y nos visitaba todas las semanas para el aprovisionamiento de los elementos necesarios para la comida, el pan y la carne la conseguíamos de otro proveedor, o bien mi madre horneaba el pan y nos preparaba panes de diferentes formas, las que más amábamos eran las palomitas cuando era día de horneada para nosotros era una fiesta.
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