El cuerno no tardó en bramar en medio de los sonidos de la selva e Isabel reapareció. Llegamos a la gran palapa donde ya todos ocupaban su sitio.
Esta vez trabajaríamos en contacto con una hermosa amatista de profundos cristales liliáceos. Don Pedro había escogido para la ocasión tocar una sansula, un instrumento de percusión con cuerpo de madera que soporta nueve lengüetas de acero y va apoyado sobre una caja de resonancia, como un tamborcillo con un pequeño orificio. El chamán en su tono serio dijo:
—Hoy nos abriremos al séptimo chakra, el de la coronilla. De la misma forma que con el primer chakra y la turmalina conectamos con la Tierra y, con el cuarto, mediante el cuarzo rosa, conectamos con el amor y las emociones, con este lo haremos al mundo trascendental, con el cielo y lo divino de cada uno de nosotros gracias a la amatista.
Me apoyé en el respaldo y cogiendo la amatista con ambas manos no tardé en sentir una muy sutil vibración. Era evidente la diferencia que había entre ellas. La de la turmalina era una vibración más densa y pesada, expresando aquello que es la propia tierra en sí misma; la del cuarzo rosa era una vibración más cálida y reconfortante, parecida al amor de una madre por su hijo. La amatista era más seria y profunda, más concreta, pero al mismo tiempo liviana. La turmalina alimentaba más mi parte física, el cuarzo rosa mi lado emocional y la amatista, en cambio, mi yo trascendental, ese yo interior y maestro que todos somos en esencia.
Curiosamente también surgió en mí una forma geométrica asociada a cada una de ellas. La turmalina era un cuadrado o cubo, mirado tridimensionalmente; el cuarzo rosa un círculo o esfera y la amatista un triángulo o pirámide. Sentí cómo el cuadrado expresa lo sólido o terrenal, el círculo muestra lo sutil como las emociones y el amor, y el triángulo, con su arista hacia arriba en la pirámide, lo divino, lo inalcanzable e intangible. Fui entonces capaz de entender algunos de los principios de la geometría sagrada y su simbología que siempre me había parecido algo extraña y sin sentido.
Mientras pensaba en esto, la vibración de la amatista se fue extendiendo plácidamente por mi cuerpo, hasta que al llegar al coxis empezó a enroscarse por mi columna vertebral, poco a poco, ascendiendo al ritmo de mis exhalaciones al respirar, reptando con un agradable calor. La imagen era la de una serpiente de luz y energía que rítmicamente se enrollaba por mi columna vertebral ascendiendo por ella decididamente. Cuando llegó a una vértebra que parecía estar descolocada se enroscó en ella acumulando algo parecido a un flujo de energía. Al inhalar aire e hincharse mis pulmones, este flujo se incrementó en tamaño y presión hasta que la vértebra, incapaz de soportar la tensión, chasqueó recolocándose correctamente en su sitio, ya liberada, con un sonido muy similar al de crujirnos los dedos de las manos, pero más fuerte y seco, con una sensación mucho más agradable.
En su ascenso fue recolocando costillas, omóplatos, esternón, hombros, clavículas y cuello. Mi cuerpo fue chasqueándose al ritmo de la sansula, embargándome en cada una de ellas una sensación muy reconfortante de profunda paz, equilibrio y seguridad.
Cuando ascendió por la mandíbula, en mi tercer ojo, el color oscuro se fue difuminando hasta transformarse a una tonalidad liliácea brillante, idéntica a la de los cristales de la amatista.
Era como si mi cuerpo estuviera sumergido en un baño de violeta.
El sonido metálico pero suave y armónico de la sansula empezó a abrirme la zona de la coronilla como si de una flor se tratara. Cientos de pétalos se levantaban de forma concéntrica, del interior hacia la exterior, empezando a fluir en el centro de mi coronilla un suave remolino de giro antihorario que ascendió cielo arriba hasta llegar a un lugar, por llamarlo de alguna forma, donde tenía la percepción de que todo estaba conectado. En sí no era un espacio, sino una sensación, una conexión, algo similar a ser un simple ordenador que de pronto tiene acceso a internet y a toda su información.
Mi atención se centró en mi tercer ojo, donde apareció una zona brillante que se movía erráticamente. Según parecía acercarse me producía una sensación de calor por el cuerpo, atenuándose cuando se alejaba.
Un susurro me invitó a dejarme llevar aún más, con lo que me intenté relajar sintiendo cómo la amatista vibraba en mis manos mucho más rápido, provocando un silbido muy agudo en mis oídos y cabeza.
Me encontraba de pronto sentado en un banco de madera en medio de un hermoso bosque repleto de coloridas y grandes flores. Atardecía porque el cielo estaba rojizo y por delante de mis pies cruzaba un caminito. Pasaron unos niños que rápidamente reconocí como algunos de mis amigos de la escuela. Hacía mucho de eso y de la mayoría ya no sabía nada. Alegres al verme, me saludaban cariñosamente. No tardaron en aparecer personas más mayores. También amigos y gente que de una u otra forma estuvieron en mi vida de un modo más notorio que otros. Mis parejas emocionales vinieron después, a las que tenía tanto que agradecer por todo lo que aprendí y que tanto me ofrecieron en el tiempo que conviví con ellas. A continuación, mis tíos, primos y, como no podía ser de otra forma, mis abuelos. Con la visión de cada uno de ellos sentía y veía en recuerdos gran parte de lo vivido a su lado. Mis dos hermanos y mis padres fueron los últimos. Tanto vivido y tanto sentido al lado de cada uno que mi corazón solo podía llorar de alegría y felicidad ante la presencia de esos seres maravillosos. Tantos momentos mágicos, tantos instantes maravillosos de juego, de alegría, de ilusiones, de compartir, de amor y atento cuidado con lo que solo podía agachar la cabeza en señal de reverencia ante todo lo que me había ofrecido.
En ese espacio, en ese lugar, sentí que existía una conexión, un pacto anterior a la vida, con todos y cada uno de ellos, que nos unía de una u otra forma. Era algo ya tejido de antemano para que fuera lo que tenía que ser, y para que cada uno estuviera donde tenía que estar. De la nada, en medio del camino, surgió ante mí un ser sin una forma definible. Era una especie de estructura humana brillante con preciosos destellos dorados, pero sin rostro ni rasgos corporales concretos. Se acercó y se sentó a mi lado, al hacerlo me abrazó. Una indescriptible sensación de felicidad abrió mi corazón de par en par, no pudiendo evitar empezar a llorar desconsoladamente. Mi alma gemela, aquella con la que transitamos por los mundos y las vidas de forma conjunta para aprender, me acababa de abrazar.
Desde pequeño, a lo largo de mi vida, siempre había sentido en mi corazón una incomprensible sensación de soledad y vacío. Ahora, en ese preciso instante, entendí que aquella extraña emoción era consecuencia de que mi alma gemela aún no se había encarnado en este mundo como yo. Esta separación entre dimensiones era lo que me angustiaba. De nuevo, como sumergiéndose en mí, susurró en mi interior algo que me desvelaba un conjunto de certezas cuyo origen o procedencia era difícil saber.
En ese susurro, sin saber cómo, me reveló que su nombre era «Shaiya» y que en esta vivencia nacería como mi hija. Yo había encarnado antes para poder aprender y recopilar personalmente la máxima información posible sobre este mundo, su funcionamiento, estructura, sociedades, costumbres, leyes, actitudes, pensamientos…, tanto desde la perspectiva convencional como, sobre todo, desde la perspectiva espiritual.
Adoptaría para ello una actitud plenamente autodidacta y de autodesarrollo para luego poder ofrecérselo de la forma más adecuada a ella. Yo dedicaría mi existencia a aprender para poderle enseñar, en un intento de favorecer y potenciar su desarrollo como individuo en este mundo.
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