Estaba atónito ante aquella apertura, aunque lamentablemente sentí que mi cerebro era tan simple que no estaba preparado para asimilar tal cantidad de información.
Ese fue el motivo por el que solo se me permitió vislumbrar un fugaz destello de todo aquello, seguramente, ante el peligro de acabar completamente enloquecido si la exposición a ese tsunami hubiera sido mayor. Apareció en mí un extraño sentimiento de responsabilidad con respecto a lo que acababa de ver. Era como si se me hubiera ofrecido algo para que yo lo ofreciera a su vez.
Entendí que toda gracia siempre viene dada por la obligación de compartirla y que, en mi caso, era la de un saber que trascendía por su estructura el conocido. No era una nueva forma de conocimiento en sí, sino un nuevo entendimiento surgido a través de las relaciones entre ellos. La esencia de que todo está relacionado con todo y que todo forma parte de todo, que lo majestuoso depende de lo minúsculo en la misma proporción que lo minúsculo de lo majestuoso.
Me di cuenta de que cuanto más intentaba recordar, más espesa era la bruma. Aquello superaba en mucho la simplicidad de mi ser e intentar expresarlo devenía una labor casi imposible.
Una cierta inquietud me invadió ante tal cometido.
Tendría que trabajar mucho espiritualmente para poder ir recuperando fragmentos de ese saber que, sin duda, había penetrado en mí, aunque no sabía ni dónde ni cómo acceder a él. Apareció en mi mente una frase que decía: «Toda evolución viene siempre precedida por un conjunto de saberes».
Acababa de descubrir uno de los objetivos de mi vida, ser capaz de ofrecer a los demás el conocimiento de esa consciencia.
Mi barriga me sacudió y del fondo de mi ser salió algo que rápidamente hice caer en el cubo. Con cada una de las arcadas que me provocó el amargo sabor de boca, fueron asomando unos hilos blancos que caían ligeramente como niebla en el suelo de la palapa para desvanecerse en la nada.
De nuevo el sonido de la flauta penetró en mí, desintegrándome literalmente por el suelo como piezas de un puzle. Ya no existía ni era nada, solo una estructura desestructurada sin pies ni cabeza. Entendí que solo yo podía dar sentido a esa estructura con mi forma de ser y actitud, yo podía decidir qué quería construir a través de mí, tenía la llave y el poder para hacerlo. De pronto, unas sacudidas me reintegraron de nuevo, notando cómo don Pedro me golpeaba suavemente con unas hojas mojadas en una sustancia que olían a eucaliptus. En cada impacto, al son de sus silbidos, cientos de miles de destellos parecían brillar dentro de mí, conduciéndome poco a poco a sentarme, por respeto a la labor de profundo saber del chamán.
Por mi columna ascendió la energía hasta llegar a mi cabeza que, ante el olor, los golpes y los icaros, pareció abrirse a lo que vislumbré como una nueva dimensión mental. Con los ojos cerrados percibí un plano cuadriculado por el que mi cabeza asomaba de forma similar a cuando sacamos la cabeza del agua. Noté que mi rostro había cambiado y rápidamente lo identifiqué con el de un felino con rasgos humanos. Podía sentir con claridad la profundidad de mis grandes ojos y la sensibilidad de mis bigotes. En mi boca había unos potentes colmillos acompañados de una lengua áspera, así como puntiagudas orejas que se movían a voluntad hacia aquello que quería escuchar. Era un felino superior, una raza mucho más evolucionada que la nuestra en la actualidad. En mi frente vi una corona dorada con tres cálices de fuego y en la zona del pecho noté el símbolo de una gran libélula púrpura brillante.
Al fondo apareció ante mí una formación de estrellas que reconocí como la Constelación de Orión y vislumbré un planeta similar a la Tierra, aunque mucho más grande y verde. Mientras lo contemplaba, una imagen y una sensación surgió de mi entrecejo:
PaKKaP.
Cuando tomé consciencia de aquello, de inmediato regresé a la percepción de mi cuerpo y al potente olor a eucaliptus. Sin abrir los ojos percibí a don Pedro levantarse y dirigirse al compañero que tenía a mi derecha e iniciar idéntico ritual. El sonido de las hojas y su zarandeo me relajó, acurrucándome mientras intentaba entender la extraña visión y el mensaje recibido.
Era cierto y extraño a la vez porque desde pequeño sentí fijación por aquel conjunto de estrellas, mucho antes incluso de saber que formaban una constelación. Siempre disfruté buscándolas y observándolas en el cielo, sintiendo una extraña sensación de nostalgia, como si en ese lugar se encontrara algo profundamente mío.
La imagen de PaKKaP apareció en un imperceptible destello. PaK era blanco, KaP era negro. El propio nombre, su estructura y diseño, me mostró el significado y naturaleza de aquel que es conocedor de la luz y la oscuridad. No era solo un nombre y una imagen, sino también un ideograma.
En mí nació la certeza de que yo había sido ese ser y que aquel era mi nombre ancestral. Una hermosa sensación de felicidad surgió en mí al descubrirlo. Sabía que era una locura, pero también sabía que era una certeza. A nadie tenía que importarle aquello, solo a mí.
El agotamiento no tardó en dejarme sin energía para más pensamientos, entregándome plácidamente a los sonidos nocturnos de la selva. La ceremonia llegó a su fin y los participantes fueron acompañados por María e Inés que atentamente esperaban fuera. Señalé a Isabel que no se preocupara, que se marchara tranquila. Me hizo un gesto con la mano señalándome que por la mañana regresaría a buscarme. Asentí agradecido con la cabeza.
Agarrándome al brazo de cada una de esas pequeñas y fuertes nativas, fui guiado cariñosamente a través de los peligros de la noche hacia el tambo. Estaba agotado y rápidamente me coloqué en el colchón para digerir, en sueños, todo lo vivido en aquel trabajo.
Capítulo 14
El quinto día de integración
Mi energía era tan escasa que podía notar la pesadez de los párpados al abrir los ojos. El delgado colchón no conseguía esconder la dureza de la madera debajo, las úlceras en los laterales de hombros, caderas y rodillas empezaban a asomar en forma de grandes callos redondos y rojizos por la presión soportada tantos días seguidos.
Al apartar la mosquitera observé que tenía otro brebaje, uno de color anaranjado acompañado del espinoso pescado.
Me sentía algo más animado, la sola idea de que todo aquello estaba a punto de acabar era más que suficiente para hacerme feliz, pero también por la sensación de estar realizando un profundo esfuerzo para ser mejor persona. Solo quedaba la integración de hoy y la ceremonia final.
El día era soleado y la humedad pegajosa como siempre. Bebí un poco del amargo zumo y, adelantándome a la llegada de Isabel, me vestí. La esperé estirado en la hamaca intentando aposentar lo vivido la noche anterior. Como si del famoso cubo Rubik se tratara, busqué ordenar mentalmente alguna de aquellas revoloteantes imágenes sin sentido. La sensación era la de estar sentado frente a un puzle de cientos de miles de piezas, todas de diferentes formas, pero igual color. Lo más preocupante de todo es que no sabía cuál era el mensaje que se me ofrecía, si es que lo había. Tan solo veía imágenes que se conectaban unas con otras, pero la pregunta importante era, ¿qué intentaban enseñar?, ¿cuál era el cometido que tenían o si, sencillamente, era información sin más? Intentar expresar aquello verbalmente era una locura de proporciones inimaginables, pues no había origen ni fin, ni aparente hilo conductor.
Sin darme cuenta, Isabel apareció con su esplendorosa sonrisa y, siguiendo el ritual del día anterior, me ayudó a ir al riachuelo. Esta vez decidí quedarme allí refrescándome hasta el inicio de la integración con lo que se marchó para regresar a buscarme cuando sonara el cuerno. Aproveché para enjuagar un poco el traje y alimentarme de energía solar.
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