Cuando vuelves del acto protocolario, ya más calmado, te detienes a charlar con los familiares. Es el momento de relajarte. Pero no puedes evitar que cada veinte segundos una persona se meta por el medio a pedirte un autógrafo o una foto sin respetar a nada ni a nadie. Así es imposible tener una conversación más o menos formal y, mucho menos, una charla profunda. Por eso no podía preguntarle a Clara por su padre y los negocios. Pero no me hacía falta. Sabía que ese verano la economía mundial estaba derrumbándose: el coste del petróleo andaba fuera de control y, al mismo tiempo, cada vez había más parados. Todo aquello debía estar golpeando a Magic Resort. No podía olvidar la última estadística que había visto en la prensa: las grandes constructoras españolas habían pasado de vender 500 millones de euros en el primer trimestre de 2007 a únicamente 20 en el primer trimestre de 2008. Solo viendo su cara y el tono de su voz sabía que tenían problemas en casa. Pero ni ella lo mencionaba ni yo hacía un gesto por saberlo. Aunque fuera egoísta, lo último que necesitas en el Tour son preocupaciones ajenas.
Los dolores llegaron por sí solos. No hizo falta ir a buscarlos. Y ocurrió de la forma más estúpida. En la quinta etapa, entre Cholet y Châteauroux, afrontábamos una jornada llana de 232 kilómetros. Todo debía resolverse al esprint. En principio, es lo que los periodistas llaman etapa de transición. Eso significa que ellos no tienen nada de lo que escribir y nosotros tenemos que darle a las piernas durante más horas de lo normal.
En el kilómetro 150 pasábamos por la zona del avituallamiento. Allí, un corredor del Milram recogió la bolsa y se puso a mirar su contenido. Delante de él, otro ciclista del Liquigas dio un pequeño bandazo hacia la izquierda y la rueda del ciclista de Milram quedó enganchada como por arte de magia, puesto que cada uno quería ir en una dirección y aquello era físicamente inviable. En ese momento, yo había guardado toda mi comida en los bolsillos y estaba atento. Así que mis ojos intuyeron el problema antes incluso de que se produjera lo que en el argot se dice hacer el afilador. Quise gritar. Quise avisarles. Incluso en mi garganta surgió el amago del grito. No me dio tiempo a nada. En apenas un segundo, el corredor de Milram estaba en el suelo y su bolsa había salido volando hacia el cielo. Y lo que es peor, yo estaba con mi rueda delantera pisando el cuerpo y la bicicleta del corredor de Milram. Había intentado esquivarlo. Había intentado frenar. Había intentado saltar por encima de él. En definitiva, había intentado muchas cosas y todas a la vez. Ninguna surtió efecto. El ruido del carbono de los cuadros partiéndose se quedó grabado en mi cerebro. Pero en un segundo, en un maldito segundo, no hay tiempo para más. Solo para que cuajase un fugaz pensamiento en mi cabeza: me caigo. Y eso es lo que pasó.
Salí volando y contraje mi cuerpo en un inútil esfuerzo por no caerme o, al menos, pensando intuitivamente que así me haría menos daño. Era absurdo. El primer impacto fue demoledor. Pero, además, no fue el último. Apenas choqué contra el ciclista de Milram, salí rebotado hacia delante con más velocidad todavía. Era imposible frenar mi cuerpo mientras todo daba vueltas a mi alrededor. Llevaba el casco bien puesto y abrochado. Pero no llevaba protección para la piel. Solo maillot y culote. Sentí cómo se rasgaban con el segundo impacto y cómo el asfalto abrasaba hasta el último centímetro de piel del lado derecho de mi cuerpo. Me había arrastrado un par de metros sobre el suelo. Suspiré. Estaba mareado. De repente, me dolía todo el cuerpo y sentía incluso ganas de vomitar. Había perdido la respiración e intentaba recuperarla. Durante un segundo incluso perdí la conciencia. José Luis Calasanz estaba frente a mí. y no le había visto llegar.
—Lucas, ¿estás bien? —me preguntó con un tono tan nervioso en su voz que demostraba que ya sabía la respuesta.
Yo, por mi parte, me había sentado. Intenté incorporarme, pero sin éxito. Traté de sonreír. Quería tranquilizarle. Eso sí lo conseguí, pero mi gesto acabó convertido en una mueca. Un puñal atravesó toda la piel. Sentía incluso la sensación de que la sangre me recorría la pierna. Miré y, efectivamente, unas gotas de sangre iban cayendo con parsimonia sobre el muslo ignorando mi alarma ante lo que acababa de suceder. Aquello no tenía buena pinta. Pero en mi cabeza solo había una idea.
—Así no. Así no puedo irme del Tour.
Intenté levantarme y, de nuevo, regresó la sensación de mareo. José Luis se había agachado y me estaba pidiendo que no me moviera. Viendo su preocupación, sabía que el futuro era negro. Pero quise echar mano de la moral y pensé qué podía decirle a José Luis para cambiarle el gesto. En ese momento recordé una frase de Woody Allen. Las dos palabras más bonitas del mundo no son «te quiero». Son «es benigno». Aquel recuerdo me hizo sonreír. Es curioso y ridículo lo que puede pasar por tu cabeza después de una caída. En el fondo, son recursos mentales para desviar tu atención de lo único importante: las miles de señales de dolor que aparecen en tu organismo. De todos modos, no tenía energías para decirle a mi director lo de «es benigno». Y menos todavía cuando hizo acto de presencia el médico del Tour. En este caso, no se le veía la cara de miedo que tenía José Luis. Algo es algo, pensé.
—¿Cómo estás? —me preguntó en un castellano más que aceptable.
—No hay nada roto —le dije para tranquilizarle.
—¿Has perdido… la cabeza? —me preguntó demostrando que no manejaba tan bien nuestro idioma.
El silencio fue mi respuesta. No quería mentir, pero también sabía que decir la verdad significaba el adiós al Tour. El médico me miró de arriba abajo. Estaba hecho un Cristo, lleno de golpes y sangre. José Luis y el doctor se miraron. Luego me volvieron a revisar. En ese momento supe que iban a decidir mi futuro en segundos. Debía hablar. Tenía que convencerles. Pero era incapaz. El mareo no se había marchado.
—Lo siento, Lucas. Lo mejor es que subas a la ambulancia —me dijo José Luis mientras hacía gestos para que me acercaran la camilla.
Los enfermeros, rápidos, habían colocado la camilla justo a mi lado. Pero no quise que me subieran. Hice un tercer intento por incorporarme y lo conseguí, aunque apoyándome en el médico. Mi director sonrió. Se le veía, de repente, más tranquilo. Los enfermeros me obligaron a sentarme en la camilla y un segundo después ya me habían tumbado y estábamos camino de la ambulancia. El médico venía un par de pasos por detrás de mí, en silencio. Una angustia terrible se había adueñado de mi estómago. Era una sensación inmensa de pena. Las lágrimas se amontonaban en los ojos. Un cámara de la televisión francesa no perdía ni un segundo de la escena y grababa todos los registros de mi rostro. Por un segundo… pensé en Clara y mis padres. Debían de estar viéndome en algún bar cerca de la meta. Y en ese momento un extraño resorte se activó en mí.
—Dadme la bici —dije mientras me incorporaba.
José Luis se quedó en silencio. Estaba sorprendido. Volvió a mirarme y se giró en búsqueda del apoyo del médico. Los enfermeros me pusieron la mano encima intentando que volviera a tumbarme. Aparté sus manos. Y repetí la petición en voz alta. Quería que me dieran la bici. La camilla estaba en la misma puerta de la ambulancia. Todo el mundo miraba al médico. En teoría, era el único que podía hacerme cambiar de opinión. Yo, en cambio, buscaba mi bici. No quería escuchar nada más. Estaba decidido: iba a subirme en la bici.
—¿Estás bien? —preguntó el doctor.
—Dadme la bici —repetí como un autómata.
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