Otro escritor del siglo XIX, Pedro Dávalos y Lisson (1924), juzgando su conducta dice:
En el poder, Monteagudo cometió una serie de estropicios. A los comerciantes españoles los dejó en la ruina, y en la misma situación puso a casi todos los condes y marqueses de Lima. Hoy con los dedos de la mano se les puede contar. Los que no se han muerto, o ido a España, tuvieron que refugiarse en los Castillos del Real Felipe o andan deambulando por la sierra, buscando la protección del virrey o la de sus tropas. (p. 102)
Por todas estas razones, puede decirse de Monteagudo que el suyo fue el único caso de radicalismo en la revolución peruana 68.
Precisamente por ello, el odio de la capital contra él no tiene parangón. Atacado, calumniado (y más tarde asesinado) la venganza colectiva pronto se manifestaría. En efecto, advertidos de los planes despóticos de Monteagudo (un “monstruo de crueldad” lo llamaría el conde de Pruvonena en su documento mayor), cansados de sus permanentes patrañas, enardecidos por sus aventuras galantes, enfadados por el sistema de espionaje montado y, sobre todo, recelosos del inmenso poder que ostentaba, rápidamente los patriotas liberales y gente de otros círculos (incluso allegada al Protectorado) se conjuraron para derrocar al siniestro ministro 69. ¿La ocasión? La ausencia en Lima del Libertador. ¿La fecha? El 25 de julio de 1822. Efectivamente, aquel día, encontrándose San Martín en Guayaquil conferenciando con Bolívar, un tumulto popular lo depuso, obligándolo a renunciar. Riva Agüero y Sánchez Boquete (uno de los principales instigadores de su caída) en un folleto titulado Lima Justificada en relación a los sucesos de esa fecha dice que “los pobladores parecían más bien leones de Arabia que pacíficos ciudadanos” 70(p. 98). A no dudarlo, el violento derrocamiento de Monteagudo, que afectó la sensibilidad de San Martín, no era otra cosa que el epílogo de un estado de ánimo de desconfianza, hostilidad y rencor que vivía latente en el ánimo de los limeños contra un extranjero que, provisto de vasto ingenio y singulares dotes de gobernante, unido a la plena confianza del Protector, se había transformado paulatinamente en el verdadero árbitro del primer gobierno del Perú. Monteagudo fue expulsado del país y viajó a Ecuador y Guatemala. En su ausencia, y en virtud de una proposición formulada por Sánchez Carrión (su enemigo eterno e implacable), el Congreso Constituyente en su sesión del 7 de diciembre de 1822 decretó “extrañar permanentemente a don Bernardo Monteagudo del territorio de la República, y que en caso de presentarse en él, está fuera de la protección de la ley” 71. Sobre su final como hombre público investido de gran poder, el historiador José de la Riva Agüero y Osma (1965) ha escrito:
Todo se reunió en contra de Monteagudo: el rencor de los parientes maltratados, de los perseguidos, los horrorizados por su crueldad, los vejados por sus insultos y groserías, las aspiraciones contrariadas de los republicanos y la inquieta ambición de Riva Agüero. El acta que pidió su deposición está suscrita por muchos vecinos distinguidos, por casi todos los antiguos conspiradores patriotas, y por los representantes más caracterizados y honorables de la clase media y del clero 72. (p. 102)
Como queda dicho, la destitución y el destierro de Monteagudo afectaron sobremanera a San Martín. Su decepción —dice Bartolomé Mitre (1938)— fue honda cuando sus amigos le relataron que su ministro había sido depuesto por las multitudes y con la anuencia y la simpatía del Cabildo y de los personajes visibles de Lima. En este sentido, su deposición constituía una censura a su gobierno. Sabía perfectamente que su antiguo auditor y ministro tuvo que ser protegido por una compañía del batallón “Numancia”, para que su vida no corriera peligro. De este modo, la decisión del Protector de alejarse del país, se fortaleció con el desengaño que le proporcionaba Lima. Además, pudo comprobar que su propuesta política no tenía futuro, ni sustento popular, ni aceptación en la opinión pública. En menos de un semestre el infortunado general había confrontado sucesivamente tres experiencias dolorosas e ingratas: a) el fracaso en el seno de la prestigiosa Sociedad Patriótica, al no prosperar la fórmula monárquica sustentada por el régimen; b) el desencuentro en Guayaquil con su homólogo el Libertador venezolano, reacio a los proyectos sanmartinianos; y c) el mencionado motín popular de julio de 1822 contra su compatriota y hombre de confianza.
San Martín fue consciente que todo ello no solo era un freno a su proyecto político, sino también una clara invitación a retirarse del país. Así lo entendió y así lo asumió con una entereza y un desprendimiento dignos de hombres de su inmensa talla moral. Las siguientes frases dichas por él al marino escocés Basilio Hall (1924) lo retratan de cuerpo entero:
No aspiro a la fama de conquistador del Perú. ¿Qué haría yo en Lima si sus habitantes me fueren contrarios? No quiero dar un paso más allá de donde vaya la opinión pública. La opinión pública es un nuevo resorte introducido en los asuntos de estos países: los españoles, incapaces de dirigirla, la han comprimido. Ha llegado el día en que va a manifestar su fuerza y su importancia. (p. 64)
Santiago Távara, que no fue muy piadoso con él, sin embargo rinde homenaje a la sinceridad, al desinterés y a la altura de miras del Protector y dos veces parece elogiar su dimisión hecha, precisamente, para no adoptar “la mezquina medida de hacerse caudillo político de un solo bando”. Aquí sus palabras:
Después de la expulsión de Monteagudo y a su retorno de Guayaquil, el general San Martín se dio cuenta que navegaba contra viento y marea; y encontrando que los minúsculos restos del ejército que gloriosamente había conducido, eran los primeros en oponerse a sus planes políticos, convocó (20 de septiembre de 1822) el Congreso Constituyente que había ofrecido convocar en el decreto del 3 de agosto de 1821 y en el Estatuto Provisorio de octubre del mismo año. Adoptó esta conducta noble en lugar de la mezquina medida de hacerse caudillo político de un solo bando. Instalado el primer Congreso del Perú, San Martín solamente abrió sus sesiones, y acto continuo renunció al Protectorado, puso la insignia del poder sobre la mesa, salió, se dirigió a Palacio, montó en el caballo que estaba preparado, partió para el Callao, llegó y se embarcó, dando a la vela para Chile a los dos o tres días, después de renunciar al empleo de Generalísimo de las Armas, que el Congreso le decretó para que permaneciera entre nosotros. Renuncia sincera y efectiva, y la que junto con el doctor José Gregorio Paredes del Ministerio de Hacienda, son las únicas que hemos visto hechas de buena fe: todas las siguientes de esta clase o de otra han sido farsas, incluso las de Bolívar. (Távara, 1951, p. 222) 73
Otros autores, no han sido tan benévolos en enjuiciar el retiro intempestivo del Protector y las consecuencias dolorosas que de él se derivaron. Pedro Dávalos y Lisson (1924), por ejemplo, dice sin tapujos:
A San Martín, de alguna manera, hay que juzgarlo culpable de cuanto sucedió después, a causa de haber dejado todo en manos inexpertas: gobierno y ejército quedaron en acefalía, dejó al Perú al borde de un precipicio y abrió las puertas al genio ambicioso de Bolívar. (p. 113)
Por su parte, José de la Riva Agüero y Osma en su libro La historia en el Perú (1965) escribe:
El cardinal error que cometió San Martín en el Perú, fue la convocatoria de un Congreso Constituyente en medio de la encarnizada e incierta guerra, frente a enemigos pujantes que ocupaban la mitad del territorio. Tenía con esto que reproducirse el lastimoso espectáculo de discordias, que fueron la invariable compañía y el necesario efecto de todos los Congresos instalados en plena lucha de la emancipación hispanoamericana. (p. 211)
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