Alonso Rabi Do Carmo - El texto literario

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El estudio de la literatura compromete el conocimiento de diversas herramientas que permitan un acercamiento integral a la peculiar naturaleza de los textos literarios, llamados también textos artísticos.
Este manual pretende poner en manos del estudiante unos conceptos teóricos mínimos, así como instrumentos de análisis que lo guíen, con rigor y creatividad, en la lectura.
Aquí se dan cita distintos tópicos y preguntas, como la indagación en un concepto de literatura como disciplina, el canon, el contexto histórico, las características centrales del texto literario y sus vinculaciones con la experiencia social.
De igual modo, se presentan miradas sobre la poesía, la teoría literaria latinoamericana, el teatro, los relatos fantásticos y de ciencia ficción y la hibridez de los llamados textos de no ficción.
En suma, se trata de un libro que iniciará al estudiante en el apasionante estudio de la práctica literaria.

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SOBRE LA IMPORTANCIA DE LAS OBRAS LITERARIAS

De las ideas de Borges y Vargas Llosa se desprende, pues, que la importancia de las obras de ficción en nuestras sociedades es mucho mayor a la que solemos asignarle cotidianamente. En efecto, muchas veces, sobre todo en comunidades humanas modernas como la nuestra, la literatura resulta minusvalorada e incomprendida por la mayoría. Tomamos la lectura e incluso la producción de poemas, novelas y cuentos como un mero pasatiempo, como una actividad parasitaria que consiste en jugar con palabras y que practicamos cuando no tenemos ninguna cosa “verdaderamente” importante que hacer. Esta es una idea recurrente, propia de una sociedad de consumo donde predomina el valor monetario de las cosas y en que el éxito y la felicidad se miden en términos más bien utilitarios, de acumulación de bienes. Y no es una exageración: a menudo, juzgamos nuestro éxito como personas de acuerdo con el número de propiedades y dinero que hayamos producido y conservamos a lo largo de nuestras vidas.

Sin embargo, un análisis más detenido del significado de las obras literarias y de su permanencia en el tiempo nos hará darnos cuenta del error. Si por algo se caracteriza el hombre es por no desperdiciar esfuerzos en vano: las sociedades solo se dan el trabajo de preservar aquellos productos culturales que son verdaderamente esenciales para la colectividad en su conjunto. Pues bien, las obras literarias han sido nuestras fieles compañeras desde los inicios mismos de la civilización. A lo largo de la historia, uno tras otro, fueron surgiendo y cayendo los grandes imperios de la tierra. Del mismo modo, nacieron, se desarrollaron y se desvanecieron las grandes religiones y los distintos sistemas de pensamiento. A despecho de ello, nosotros, hombres del siglo XXI, seguimos leyendo a Homero y nos emocionamos con las grandes lecciones de heroísmo, hermandad y amistad presentes en La Ilíada y La Odisea . Asimismo, seguimos admirando las piezas dramáticas de Shakespeare, nos torturamos con el infierno posible del Dante de La Divina Comedia y nos reímos y seguimos al Quijote y Sancho Panza en su empresa imposible por ayudar a quienes sufren injusticias y por “desfacer entuertos”.

Algunos críticos, como Miguel Ángel Huamán (2015), opinan que cuando pensamos en el valor de las obras literarias desde una óptica moderna centrada en la mera idea de consumo, estamos condenados a equivocarnos sin remedio. La literatura, según Huamán, no nos da de comer, es cierto, no nos brinda abrigo en el sentido físico de la palabra ni nos permite adquirir una vivienda digna o un carro de lujo. Si pensamos en ella en términos utilitarios, no sirve absolutamente para nada. Sin embargo, este producto social, la literatura, ha acompañado al hombre a lo largo de su historia con una fidelidad ejemplar, por lo tanto, algún valor trascendente ha de tener. ¿En qué radica ese valor?

En primer lugar, la literatura, en tanto actividad cultural, nos permite crear una escuela de respeto a los otros y de tolerancia. Lejos de posiciones absolutistas de regímenes autoritarios que quisieran controlarlo todo, las obras literarias permiten el libre vuelo de nuestra imaginación y ponen al descubierto las diversas facetas de nuestra siempre difícil naturaleza humana. En una novela, en un cuento, en un poema respiran, conviven y dialogan hombres de distintas épocas, de diversas razas, credos y religiones. En las grandes obras literarias existe una dimensión cognoscitiva que nos permite conocer y analizar la pluralidad del pensamiento y de las costumbres humanas. En el caso peruano, por ejemplo, antes que los sociólogos, antropólogos y demás científicos sociales, fue José María Arguedas quien, a través del drama y las experiencias de personajes como el entrañable Ernesto de Los ríos profundos , nos explicó las tensiones y los conflictos irresueltos entre los hombres de la costa y la sierra peruana. O, antes que los filósofos, fue el propio Vargas Llosa (2015), quien nos hizo comprender y meditar sobre la condición de ser peruano a través de la mítica pregunta del protagonista de Conversación en La Catedral : “¿En qué momento se había jodido el Perú?” (p. 12).

Pero no es solo en el lado cognoscitivo donde se ve el valor de las obras literarias. Existe también una dimensión estética, de trabajo con el lenguaje en tanto “forma” y plano del significante. Ojo que con esto último no nos referimos a la creación literaria como un libre juego con las palabras. Muchas veces esta idea no se comprende bien y ha sido la responsable de una visión reduccionista que ve a la literatura como una mera manipulación del lenguaje destinada a la producción de “belleza”, así como a la creación de figuras lúdicas sin otro fin que el de entretener o sorprender a los lectores. Sucede que la producción literaria permite a los creadores, gracias a la libre experimentación con los sonidos y los sentidos de las palabras, ampliar las fronteras del propio lenguaje. Los escritores, en especial los poetas, son algo así como los grandes guardianes del lenguaje en una sociedad. Ninguna colectividad vive estancada en el tiempo: el progreso, la evolución o el simple cambio producto de las experiencias sociales obliga al lenguaje a modernizarse permanentemente, a adecuarse, a modular y crear nuevas palabras para nombrar aquellos productos de reciente creación, así como aquellas experiencias y situaciones hasta entonces inéditas. ¿Quién es el personaje central en esta renovación del lenguaje en una sociedad? Los poetas, los narradores, los dramaturgos; en una palabra: los literatos. Ellos manipulan el lenguaje con acierto y precisión, dan formas y sentidos nuevos a las palabras. Gracias a las obras literarias, el lenguaje se renueva y aparece, así, siempre listo para que los miembros de una sociedad se adapten a los (inevitables) cambios históricos y puedan nombrar o renombrar su realidad.

LITERATURA: GÉNESIS DE UN CONCEPTO

La reflexión acerca del valor de las obras literarias nos conecta de manera inmediata con otra de las grandes interrogantes que ha suscitado la literatura desde sus comienzos: nos referimos a la pregunta por su condición, por su naturaleza misma.

¿Qué es la literatura? ¿Cómo podemos definirla?

No una, infinidad de veces los estudiosos han intentado ofrecer una respuesta satisfactoria al concepto de “literatura”. Sin embargo, hasta hoy es imposible definirla de una vez y para siempre. Según críticos como Susana Reisz (1987), parte de esta dificultad obedece a que desde que nacemos y crecemos vivimos inmersos en un conjunto de discursos lingüísticos que nuestra sociedad ya utiliza y reconoce como “literatura”. De esta forma, el mero reconocimiento de un poema o un cuento se confunde con la pregunta acerca de lo que “es” literatura. En efecto, desde muy pequeños, casi con el propio aprendizaje del lenguaje, nos vamos familiarizando con esas historias que comienzan con la célebre expresión “Había una vez…”. Sin cuestionarnos, disfrutamos de aquellos cuentos que los mayores nos leen por las noches, antes de dormir; convivimos con esas historias, las hacemos de alguna manera, nuestras: poco a poco cuentos, novelas y poemas se convierten en parte de nuestra cotidianeidad y nos parecen tan sencillos de comprender como el propio aire que respiramos. A medida que crecemos, a través de nuestra incursión en las bibliotecas del colegio, de las universidades o de nuestra ciudad, estas obras se van multiplicando más y más, albergadas en lo que se conoce con el nombre de “canon” de la literatura.

Canon, para Susana Reisz (1987), es el conjunto de obras y autores que una sociedad considera los más importantes y útiles y que, debido ello, resultan dignos de ser atesorados. Se trata de una inmensa biblioteca virtual conformada por lo más representativo de eso que lo propia sociedad nos lleva a asumir —sin ningún tipo de cuestionamiento— como literario. Ese canon, en el caso peruano, está articulado de tal forma que nos permite recorrer sin trabas el camino de la poesía, con Vallejo a la cabeza, o el de la novela, con Mario Vargas Llosa y Arguedas, o el del cuento, con autores emblemáticos como Abraham Valdelomar, Julio Ramón Ribeyro y Oswaldo Reynoso.

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