Raúl Alonso Alemany - Los días ciegos

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Cuando David viaja a Moscú para pedirle a Masha que se quede el resto de la vida con él, no sabe qué implicará que le digan que no. Porque en ocasiones somos muy conscientes de las consecuencias que tienen nuestras acciones, pero no tenemos ni idea de los efectos que las acciones de los demás tendrán sobre nosotros. En su periplo por los días ciegos, arrastrado por la inercia y la trampa de la literatura y el amor no correspondido, por las mentiras que nos contamos a nosotros mismos, David se verá en los ojos vidriosos de una prostituta ucraniana con más dignidad que dinero, temblará de frío en un aeropuerto ruso o recibirá la incómoda visita de un amigo muerto. Gracias a la red de recuerdos y emociones formada por las historias que se van entremezclando en la novela, el protagonista entenderá que no todo tiene un final y que la mayoría de nuestros actos carecen de sentido. Los días ciegos es una elegía a la juventud perdida, una canción de amor y periferia que el lector escuchará como propia, pero sobre todo es una intuición: la intuición de que existe poco más allá de la historia que hemos vivido, y que esa historia —y las palabras que le dan forma— es lo único que nos queda. Con un estilo fluido y un lenguaje literario propio, el autor esboza un texto repleto de ironía en el que intenta poner orden y sentido a un mundo que puede que no lo tenga. Pero, como intuye el protagonista de la novela, no queda otra. Porque el infierno o el cielo no son cosas que serán.

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Primera edición agosto de 2020 Segunda edición enero de 2022 2020 Raúl - фото 1

Primera edición: agosto de 2020

Segunda edición: enero de 2022

© 2020, Raúl Alonso Alemany

Ediciones de El Porquero de Agamenón

elporquerodeagamenon@hotmail.com @losdiasciegos

Editado por BubbleBooks Editorial

www.bubblebooks.eseditorial@bubblebooks.es

ISBN: 978-84-122982-2-2

Diseño de cubierta e interiores:

Grafime

Corrección del texto:

Chiara Ferronato y Merche Bermúdez

Texto de contracubierta:

Oriol Gálvez

Imagen de la cubierta:

Oriol Gálvez

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright,

la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico,

telepático o electrónico –incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet– y

la distribución de ejemplares de este libro mediante alquiler o préstamos públicos.A familiares y a amigos.

A los que son, a los que fueron.

El infierno de los vivos no es algo que será.

Las ciudades invisibles,

ITALO CALVINO

Y oculta en las noticias, la muerte de un poeta,

un cuerpo suspendido entre el cielo y el suelo.

Entre aquella tarde y hoy está toda mi vida:

nostalgia de posibilidades coaguladas.

Goytisolo, 19 de marzo, ORIOL GÁLVEZ

Índice

Primera parteEl Aeropuerto Internacional de Sheremetievo

Segunda parte Segunda parte LOS DÍAS CIEGOS Los días ciegos

Tercera parte El final de todas las historias

Primera parte

EL AEROPUERTO INTERNACIONAL

DE SHEREMETIEVO

1

El día en que le dije a la mujer a la que amaba que quería quedarme el resto de mi vida a su lado, pasé toda la noche en el aeropuerto internacional de Sheremetievo. Fuera nevaba. Doce grados bajo cero. Doce horas esperando el próximo avión, una por cada mes que había durado mi relación con ella. La madre de la mujer a la que amaba me había anunciado que aquel no sería un buen día para mí. Decía que lo ponía en el horóscopo, que lo afirmaba mi carta astral. Aunque a mí el horóscopo y las cartas astrales siempre me han parecido una estupidez, un no aceptar las consecuencias, un ejercicio injustificado de fatalismo y cobardía: el destino son tus pasos.

En un momento dado, desvié la mirada (tumbado como estaba en un banco de color marrón, mirando al techo y masticando mi mala suerte) y me topé con un hombre de andares torpes que no dejaba de hablarme en ruso. De fondo, en plena Rusia, en el hilo musical sonaba Pobre diablo. Una canción que Julio Iglesias escribió en 1978, el año en que nací, el año en que el Vaticano eligió a dos papas con el mismo nombre y el año en que llegó al mundo la primer bebé probeta. Se llamó Louise Brown y con el tiempo se convirtió en una mujer algo gorda que se casó con un hombre completamente calvo y vivió felizmente, decía, en una ciudad del sur de Inglaterra donde había un muelle, dos puentes y varios mendigos que se refugiaban del frío en bibliotecas públicas.

Aquel día, me había declarado a Masha en ruso, español, inglés… Uno puede hacer el ridículo de muchas maneras y en diversos idiomas. Pero la respuesta que quería no me la dio ella, la respuesta me la dio aquel tipo flaco de andares torpes y pelo lacio en un lenguaje universal, en una gramática de gestos compartida. Y es que el hombre se acercó más a mí con su torpe balanceo, parloteó, se calló y exhaló sobre mi rostro un inconfundible hedor a vodka.

Pobre diablo, pensé.

Y fuera siguió nevando.

Me levanté del banco y caminé por los pasillos relucientes del aero­puerto intentando escapar de aquella verdad revelada. Eran las dos de la madrugada y unos guardias armados con ametralladoras y vestidos con trajes de camuflaje me miraron pasar perdonándome la vida. Era como si supieran lo que había hecho y se apiadaran de mí.

Todas las miradas hablaron de mí.

Bajé a la planta -1 para ir al lavabo y refrescarme con un poco de agua. Quería quitarme esa sensación de suciedad que me manchó todo el cuerpo y de la que no me he deshecho tanto tiempo después, cuando regresa el recuerdo. Seguí vagando por el aeropuerto durante horas, intentando huir dealgo que llevaba pegado a mí como un mal olor que surge de tu propio cuerpo. La gente dormía en los bancos o en el suelo, apoyados en sus maletas aún sin facturar. Ufanos por ahorrarse una noche de hotel, pensé. Empleados de cafeterías veinticuatro horas hablaban entre sí en un idioma incomprensible, gritaban o se reían con la misma naturalidad con la que podían estar callados. De la tristeza de aquellos momentos, recuerdo sobre todo esa indiferencia.

Todas las indiferencias hablaron de mí.

Me detuve ante los paneles que anunciaban vuelos que aún tardarían horas en partir. Miré los diversos destinos. Decenas de ciudades por visitar. Mundos que conocer y gente a la que olvidar. Lo sabía. Pero yo, pensé, ya había completado el viaje para el que había estado esperando toda mi vida, ya me había vaciado. Había viajado a Moscú en pleno invierno para decirle a la mujer a la que amaba que la quería, que se casara conmigo, que era posible un final de cuento. «El abuelo Davidka viajó hasta Rusia para decirle a la abuela que la quería. Y fuera nevaba», contarían nuestros nietos. Volé hasta Moscú para que todo tuviera un sentido.

Todos los finales hablarían de mí.

Cuando le pedí a Masha que pasara el resto de su vida conmigo, en un callejón oscuro y nevado de Moscú, ella no me respondió. Aunque ¿acaso no fue eso una respuesta? Debo reconocerle que me lo había advertido:

—Hoy no es un buen día para que me pidas que me case contigo… Tú eres Virgo. Y los astros no son favorables.

—Pero yo te quiero —le contesté.

—No es un buen día, David. Yo no soy buena. Mejor que no lo hagas —me respondió ella en un lugar indeterminado entre la tranquilidad y el nerviosismo, con un acento ruso e infantil.

Sin embargo, yo siempre me he creído más importante que los astros, al menos en lo que hace referencia a mi vida. ¿Quiénes eran los astros para decirme a mí lo que podía o lo que no podía hacer? ¿Acaso sabían ellos cómo amaba a esa mujer? Hubiera renunciado a todas las palabras (a las mías y a las de otros) por que me dijera que sí.

Tiempo después, llegué a pensar que en esas horas que pasé caminando como un alma en pena por los pasillos del aeropuerto de Moscú estaba la historia de mi vida. Porque toda mi vida fue la que me condujo a aquella noche y a lo que sucedió después. Porque ese es un pensamiento lógico y primario, y entonces pensaba en la vida como algo lógico y primario, de dos más dos, del sol sale por la mañana, de la luna rige las mareas.

Esas cosas.

El ensayista belga Amosz von Zondervan, que era un tipo bajito, moreno y gran aficionado a la ornitología, escribió en su libro La soledad de la línea paralela que si Einstein hubiera muerto hurgándose la nariz o masturbándose justo después de haber formulado la ley de la relatividad, podría haberse dicho que la ley de la relatividad le había conducido a hurgarse o masturbarse. Porque cualquier final parece tener un sentido por el mero hecho de serlo.

Pero eso solo es un consuelo.

Y escribir y contar las cosas es un modo de averiguar por qué se escriben o se cuentan cosas.

Según decía el mismo Von Zondervan, quizá sería mejor regalarles rosas a desconocidas, investigar qué utilidad tienen los alicates de cigüeña o coger uno de esos aviones que van a todas partes. Para él, escribir era un modo heroico y testarudo de decir que todo ha de tener un final, que se le ha de buscar un orden al caos en el que se vive para poder entenderlo. Pero tal vez lo realmente trascendental (y aquí recogía la idea del novelista húngaro Fülöp Kemény en su cuento Lo esperado) sea aceptar que no hay nada que entender.

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