Raúl Alonso Alemany - Los días ciegos

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Cuando David viaja a Moscú para pedirle a Masha que se quede el resto de la vida con él, no sabe qué implicará que le digan que no. Porque en ocasiones somos muy conscientes de las consecuencias que tienen nuestras acciones, pero no tenemos ni idea de los efectos que las acciones de los demás tendrán sobre nosotros. En su periplo por los días ciegos, arrastrado por la inercia y la trampa de la literatura y el amor no correspondido, por las mentiras que nos contamos a nosotros mismos, David se verá en los ojos vidriosos de una prostituta ucraniana con más dignidad que dinero, temblará de frío en un aeropuerto ruso o recibirá la incómoda visita de un amigo muerto. Gracias a la red de recuerdos y emociones formada por las historias que se van entremezclando en la novela, el protagonista entenderá que no todo tiene un final y que la mayoría de nuestros actos carecen de sentido. Los días ciegos es una elegía a la juventud perdida, una canción de amor y periferia que el lector escuchará como propia, pero sobre todo es una intuición: la intuición de que existe poco más allá de la historia que hemos vivido, y que esa historia —y las palabras que le dan forma— es lo único que nos queda. Con un estilo fluido y un lenguaje literario propio, el autor esboza un texto repleto de ironía en el que intenta poner orden y sentido a un mundo que puede que no lo tenga. Pero, como intuye el protagonista de la novela, no queda otra. Porque el infierno o el cielo no son cosas que serán.

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«No hay nada que decir» es el mejor principio para cualquier historia.

Sin embargo, por aquel entonces, yo no había leído a Amosz von Zondervan y no tenía ni idea de quién diantre era Fülöp Kemény.

Poco después de aquella noche que pasé en Sheremetievo, mi comportamiento fue mucho más primario: empecé a mirar el horóscopo. Consultaba en varios periódicos lo que se decía cada día sobre mí, más bien acerca de todos los seres humanos que tenían mi signo, que nacieron entre una fecha y otra del calendario. Cuando acertaban, empezaba a pensar que la madre de Masha tal vez no estuviera tan equivocada como yo había creído. Aunque su pronóstico fue un poco más elaborado y científico que leer algo en un periódico: se basaba también en el año de mi nacimiento y en la fecha en que mis padres llegaron a este mundo.

En definitiva, empecé a leer el horóscopo cada día porque necesitaba una respuesta y porque, francamente, era un imbécil.

Lo hacía por la noche, los periódicos suelen publicarlo en cuanto cambia el día. Así pues, a medianoche, estuviera donde estuviera (solo, en compañía, en mi casa o en el banco de un parque) me lanzaba sobre mi teléfono y leía lo que se nos avecinaba.

Intentaba leerlo con distancia, como si temiera que alguien pudiera estar espiándome desde una esquina para burlarse de mí. ¿Cómo la posición de una estrella va a poder modificar nuestro comportamiento? Era ridículo, lo sabía, pero yo lo leía porque sentía que lo irrebatible del horóscopo (querido virgo: no podías hacer otra cosa, no se puede luchar contra los astros y el destino, lo hiciste bien, amigo) justificaría mi incontestable fracaso en el amor aquella noche de Moscú y buena parte de lo que sucedió después.

Lo que me resultaba más indignante en aquellos días era que mi signo casi siempre salía desfavorecido en el campo que a mí me preocupaba. No encontré un solo día en el que quien redactaba esas cuatro líneas para el periódico dijera: «En el amor te va a ir muy bien. Hoy sí que puedes pedirle a la chica rusa de la que te enamoraste que se case contigo. Te dirá que sí. A por ella, fenómeno».

Otra cosa que me molestaba muchísimo era que el horóscopo de Masha (porque también miraba el suyo) siempre era muy positivo en esos aspectos. Decía cosas como: «Te sentirás activa sexualmente. Estás en racha. Disfruta de tu pareja». Aquello me parecía desproporcionado y cruel.

Pero supongo que la vida es desproporcionada y cruel.

Me obsesioné con esa idea hasta un límite insospechado. Llegué a hacer mis averiguaciones y creí dar con cómo funcionaba todo aquel sistema. Indagué e indagué hasta que di con una página de Internet que revelaba algo sorprendente: al parecer, había una empresa que se dedicaba a redactar los horóscopos y que distribuía sus servicios por diferentes partes del continente y ciertas zonas de América. Según esta teoría, la empresa era una suerte de gabinete astrológico que cada noche enviaba las predicciones a los diferentes periódicos, con pequeñas y singulares variaciones en función del territorio y de las necesidades de la población.

Incluso un tal Pedro Descubridor X23 decía que detrás de la compañía estaban los centros de poder del mundo occidental, que de aquel modo controlaban los deseos e impulsos de la población. Lo que te hace libre te vuelve esclavo, sentenciaba Pedro Descubridor X23 en su alegato final.

Tras más indagaciones y saltos en la Red, llegué a un enlace que facilitaba la dirección de la agencia, que aún conservo apuntada en un papel, dentro de un sobre marrón donde guardo una serie de facturas.

Me planteé que, si iba a verlos un día y les exponía mis razones, tal vez mi suerte comenzara a cambiar.

Y es que es más que probable que tendamos a mirar las cosas en la dirección equivocada. Siempre se actúa en función de la expectativa, quiero decir que primero es el pronóstico y después la realidad. Pero tal vez sea al revés. Igual que primero viene el arte, y más tarde, la vida.

Por eso pensé que si el todopoderoso gabinete hubiera dicho en algún momento: «Hoy, querido amigo virgo, es un buen día para la compra de judías pintas», pues entonces un ejército de los virgos de este mundo hubiera ido directamente al supermercado más cercano y hubieran arrasado con ellas. Y así todo se hubiera arreglado si alguien hubiera escrito en el horóscopo una nota tan simple como esta:

Querida amiga capricornio, si eres rusa, tu nombre empieza por M y tienes los ojos azules, hoy es el día ideal para replantearte tu pasado y decirle al hombre virgo que te pidió matrimonio hace unos meses que, pensándolo mejor, sí que quieres quedarte con él.

Todo eso llegó a formar parte de mi plan, del plan de un hombre imbécil y ridículo que perseguía una obsesión porque temía que no todo tuviera un final. Era mi hoja de ruta, esa misma que se fue pudriendo con el tiempo, como las predicciones de los horóscopos, los recuerdos y todo aquello que amas o detestas.

2

Mi padre era un lugar perdido en su mente. Un montón de recuerdos destruidos por una proteína que se adhería a sus neuronas y una vida borrada que aún respiraba.

Mi padre era alzhéimer.

La noche del aeropuerto internacional de Sheremetievo, quise hablar con él y pedirle una explicación. Tal vez él pudiera aclararme por qué su único hijo estaba vagando solo por los pasillos de un lugar tan impersonal tras decirle a una mujer que la quería para siempre, para toda la vida.

Me senté en una sala llena de pantallas y observé mi teléfono móvil.

Con esa nube confusa en mi cabeza que mezclaba los ojos azules de Masha (en los que podía ver el mar) y el olor a lejía de la madrugada, busqué su número en la agenda. Lo busqué por la «P». Por la «P» de «progenitor». Porque mi padre siempre se consideró más bien eso: un progenitor, que es parecido, pero no es igual.

Cuando empecé a marcar su número, no solo olvidé que mi padre ya no sabía responder al sonido de un teléfono, que nisiquiera era capaz de identificarlo, sino que tampoco recordé que nunca había tenido la suficiente confianza con él como para pedirle una explicación o un consejo. Me convertí en un lugar común. Fui como un acto reflejo o un consejo de galleta de la suerte: «Uno siempre debe escuchar la voz de la experiencia».

Así pues, si tiempo después busqué una respuesta en las páginas de los periódicos que hablaban de astros y horóscopos, o en la vida y las palabras de gente a la que apenas conocía, aquella noche mi primer impulso fue buscarla en el origen de todo mal y todo bien: en el padre.

Porque eso dicen y eso se hace.

Cuando presioné el botón de llamada, una sucesión de números, algoritmos y ondas se puso en funcionamiento a través del espacio para que yo pudiera entender qué hacía allí esa noche, fracasado mi gran viaje de amor.

Sin embargo, toda la ciencia del mundo aún no es capaz de hacer que cuando las neuronas de un padre se mueren tenga sentido marcar un número que ya no responde. Digan lo que digan los lugares comunes o los consejos de mercadillo. «El teléfono marcado no existe o está fuera de cobertura». Esa fue la respuesta. Y supongo que así era, porque, efectiva e irónicamente, mi padre estaba fuera de cobertura. Y puede que en cierto modo ya no existiera.

Al colgar el teléfono, miré a mi alrededor: en otro banco de madera, vi a una pareja. Supuse que también ellos esperaban a que un avión los llevara bien lejos cuando amaneciera; tal vez también habían perdido su vuelo. La chica dormitaba sobre el regazo del hombre, que le acariciaba el cabello moreno y largo que caía sobre las rodillas de él como en una cascada de un cuento de princesas y dragones.

Eso pensé, con esas palabras resonando en mi cabeza: cuento, princesas, cascadas, dragones.

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