Raúl Alonso Alemany - Los días ciegos

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Cuando David viaja a Moscú para pedirle a Masha que se quede el resto de la vida con él, no sabe qué implicará que le digan que no. Porque en ocasiones somos muy conscientes de las consecuencias que tienen nuestras acciones, pero no tenemos ni idea de los efectos que las acciones de los demás tendrán sobre nosotros. En su periplo por los días ciegos, arrastrado por la inercia y la trampa de la literatura y el amor no correspondido, por las mentiras que nos contamos a nosotros mismos, David se verá en los ojos vidriosos de una prostituta ucraniana con más dignidad que dinero, temblará de frío en un aeropuerto ruso o recibirá la incómoda visita de un amigo muerto. Gracias a la red de recuerdos y emociones formada por las historias que se van entremezclando en la novela, el protagonista entenderá que no todo tiene un final y que la mayoría de nuestros actos carecen de sentido. Los días ciegos es una elegía a la juventud perdida, una canción de amor y periferia que el lector escuchará como propia, pero sobre todo es una intuición: la intuición de que existe poco más allá de la historia que hemos vivido, y que esa historia —y las palabras que le dan forma— es lo único que nos queda. Con un estilo fluido y un lenguaje literario propio, el autor esboza un texto repleto de ironía en el que intenta poner orden y sentido a un mundo que puede que no lo tenga. Pero, como intuye el protagonista de la novela, no queda otra. Porque el infierno o el cielo no son cosas que serán.

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Ahí acababa el corto: no había más explicación ni final. Solo un fundido a negro, pero su recuerdo me seguía tiempo después y me alcanzó en el aeropuerto de Moscú, donde le di vueltas al mensaje oculto que debía de haber tras aquel abrupto final.

Me dije que tal vez mi padre, con toda esa descripción de su vida, también había querido transmitirme un mensaje oculto. Pero ¿cuál?

Miré el reloj: no eran ni las tres y media de la mañana. Vi a una mujer de unos cincuenta años y a un adolescente sentados a una de las mesas de la cafetería. Ambos calzaban zapatillas deportivas: sin distinción de edad o género. Llamaron a un camarero que estaba limpiando el bar por zonas: cada poco, nos hacía mover de un sitio a otro, y nosotros obedecíamos. Le pidieron comida y bebida. Al poco, bebieron Coca-Cola y zumo. Minutos después, comieron pizza recalentada, espaguetis con salsa blanca y un trozo de pan ruso.

Tras los ventanales, seguía nevando y el frío se arrastraba con un viento helado que dejaba manchas blancas en los cristales. Me hipnotizó la imagen de la mujer y el adolescente masticando sonoramente de madrugada.

La madre (supuse) alargó la mano y con el puño cogió una porción de los espaguetis con salsa blanca del plato de su hijo y se los puso en el suyo. Yo abrí la boca, embobado, hasta que la mujer reparó en mí y me hizo un gesto con la mano.

Saqué mi portátil y fingí ponerme a trabajar en un libro que estaba corrigiendo, saltando de una historia a otra. Contaba la vida de unos extras que ruedan el final de una película antes que el principio. El fragmento que leí en la pantalla describía como una chica se levanta en el estrado de un tribunal y proclama que el jurado considera culpable a la acusada. La condenada llora y se mesa los cabellos. El director de la película grita «¡Corten!», y ahí acaba la escena. Ninguno de los extras sabe nada más del largometraje. Solo conocen su última imagen: una mujer condenada a cadena perpetua.

No saben de qué se la acusa, cómo se llama ni quién es.

Todo eso seguirá siendo un misterio hasta que el director concluya el montaje y todos aquellos extras paguen su correspondiente entrada para ver la película en el cine. Aunque también cabe la posibilidad de que el montaje nunca se complete por falta de presupuesto. O que, llegado el momento, los extras se olviden de la fecha del estreno. Quizá solo muchos años después descubran por qué aquella chica era culpable, cuando una noche de invierno vean esa vieja película por televisión. Lo averiguarían cuando ya no sirviera de nada darse cuenta de lo que había pasado.

Y pensé que siempre sucede lo mismo: uno se da cuenta de las cosas demasiado tarde. Y entonces acude la pregunta recurrente que dura una vida entera: ¿de qué no me estaré dando cuenta ahora mismo? Sucede hasta con lo más obvio. Es como en esa parábola que contaba David Foster Wallace en la que un pez viejo que está nadando tan tranquilamente por el océano se cruza con dos peces jóvenes y les pregunta: «¿Qué tal está el agua hoy, chicos?». Y los dos jóvenes asienten con una sonrisa, pero, cuando se alejan, uno de ellos le pregunta a su compañero: «Oye, ¿qué diablos es el agua?».

Cuando levanté la mirada del ordenador, la mujer y el adolescente habían desaparecido de la cafetería y una camarera recogía los platos de la mesa vacía. Por detrás, vi pasar a la chica de la melena de cuento de hadas, caminando decididamente por el vestíbulo.

Por un momento, me dejé mecer por la idea de que nuestra vida tal vez fuera una sucesión de escenas inconexas que ocultan un significado obvio que ignoramos: una chica de cuento de hadas deambulando de noche por un aeropuerto, una madre y su hijo engullendo comida con las manos sucias, un hombre abandonado, un joven condenado de por vida a una pena terrible sin motivo aparente. Como si todo aquello tuviera un sentido.

4

La chica de la melena de cuento se había maquillado: los labios de un intenso color carmín, las mejillas de un tono rosado que disimulaba la palidez primera de su rostro, sombra de ojos para sus ojeras. Al pasar por delante, me miró, pero yo fingí estar pensando en otra cosa.

Los soldados del ejército ruso seguían sentados en las mismas sillas que hacía unas horas; los mismos trajes de camuflaje y las mismas armas en las manos. Su imagen me transportó a otro mundo: un pasado de color sepia, de hoz y martillo. No se dirigían la palabra entre sí ni torcían el gesto una sola vez.

Sin embargo, cuando la chica pasó por delante de ellos, mis prejuicios volvieron a quebrarse: el más joven de los dos dibujó con los ojos una sonrisa e hizo ademán de levantarse. Con la mirada acompañó cada paso que ella dio hasta la cafetería donde yo estaba decidido a pasar las horas que me quedaban para regresar a Barcelona, una ciudad de la que nunca tuve ganas de marchar, pero a la que jamás quise regresar.

Se acomodó en el bar y pidió un café que le sirvieron al cabo de cinco minutos. En ese tiempo, el soldado había reunido el valor necesario para levantarse de su asiento y convencer a su compañero de que le dejara solo unos minutos. El otro lo miró avanzar hacia el bar con gesto frío: no movió ni una pestaña siguiendo esa historia de amor.

Yo estaba sentado a dos mesas de la chica y apuré mi botella de agua. Intenté no pensar en Masha, no recordarla en cada cosa que veía. Pero ¿cómo se hacía eso? No era tan sencillo. No entendía por qué estaba pasando esa noche absolutamente solo en el aeropuerto, se suponía que había hecho todo lo que había que hacer: había seguido el manual de instrucciones del perfecto amante punto por punto, había ido ensamblando el mueble de los corazones rotos pieza por pieza.

Había previsto infinidad de escenarios para la noche que me declarara a Masha. Yo sería el protagonista de todas las películas de amor: un paseo bajo la nieve, una cena romántica, dormir abrazados, cogerla de la mano, hablar del futuro y una canción.

Había previsto incluso una duda por su parte, quizá pasar la noche en un hotel solitario o vagando por las calles heladas a la espera de una respuesta. Yo sería el protagonista de todas las novelas de detectives: vaho de humo, tapas de alcantarilla, el sonido lejano de una sirena de policía.

Sin embargo, aquella noche los protagonistas de la historia de amor fueron otros.

—El próximo avión sale dentro de tres horas… A veces es tan testarudo… Deberíamos haber tomado el tren. Así te evitas problemas de última hora —dijo la chica de la melena, que jugueteó con su pelo, enredándoselo y desenredándoselo, dudando una y otra vez.

—Muchas veces, aunque tenga que venir a recoger a alguien al aeropuerto, utilizo el metro. Es una locura venir hasta aquí por carretera —coincidió el soldado ruso, que de repente soltó—: Me encanta cuando haces eso con el pelo. —Y sonrió.

Se miraron con complicidad.

—Gracias —dijo ella.

Él la observó con los ojos llenos y la sonrisa ocupándole el cuerpo entero. Se inclinó hacia la chica.

De repente, reparé en que estaba entendiendo lo que decían. ¿Tanto había progresado en mi conocimiento del ruso? Unos meses antes, había empezado a estudiarlo para darle una sorpresa a Masha y poder decirle en su propio idioma cuánto la quería. Paseaba los libros de iniciación al ruso por la ciudad y la gente los miraba con extrañeza. Ahora estaban apilados en las estanterías de mi piso, al lado de la ropa sucia y de unos métodos para aprender inglés, francés e italiano que resumían buena parte de mi biografía.

Presté atención al sonido de su conversación y me di cuenta de que mi ruso era tan pobre como siempre; lo que sucedía es que esos dos chicos estaban hablando en un inglés de pasillo de estación, repleto de palabras y frases que quien más quien menos podía entender: dónde está el lavabo; cuánto cuesta esto; mi profesor es alto; mi sastre es rico.

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