Desiderio Blanco - Pasiones sin nombre
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Porque con su nueva fortuna y con todas las buenas fortunas que ella pueda proporcionarle, no ha hecho nada mejor, a fin de cuentas, que seguir siendo exactamente lo que ya era , puntualmente, desde el origen. Lo que es hoy lo era ya desde el comienzo, exactamente con los mismos rasgos, de acuerdo con una imaginería estereotipada indisociable de las “ambiciones juveniles” de un joven de su época y de su medio.
Realizando su “sueño”, es decir, poniendo en práctica un programa cuyo contenido era de parte a parte y desde el origen socialmente (o en todo caso, literariamente) preestablecido, no ha cambiado en absoluto en relación con lo que era al comenzar, sino que, a lo más, ha dado testimonio de su adhesión a un proyecto de vida trazado de antemano. No ha hecho en el fondo otra cosa que reafirmar día a día, reificándola en las prácticas cotidianas, una identidad cuyos contornos estaban ya fijados. En esas condiciones, no sería suficiente decir que, una vez instalado en su posición de nuevo rico y de hombre feliz, continúa siendo, a pesar de las apariencias, lo que siempre ha sido; en verdad, hace algo más que eso: lo que es desde siempre, lo es ahora superlativamente .
Y lo que se complace en resaltar de manera ostentosa ahora que lo tiene todo, es simplemente el estatuto de poseedor que era ya secretamente, en potencia, mientras no poseía nada. Mejor aún, la condición del poseedor que seguirá siendo toda la vida, pase lo que pase, incluso cuando se arruine si por un vuelco nada improbable de la suerte, se vuelve a encontrar un día desposeído de su oro y de todo lo demás. Pues la experiencia de la “ruina” solo puede tener sentido, e incluso solo es pensable en cuanto tal (exactamente, por lo demás, como la experiencia de la “indigencia” inicial o la de la “opulencia” adquirida después), como una de las etapas, la última, de un recorrido fundado de principio a fin en una sola y misma pasión económica, y más precisamente, en un deseo de apropiación incansablemente orientado a los mismos objetos, a las mismas cosas y gentes primero codiciadas, luego poseídas, y un día, finalmente, perdidas otra vez. Devenir así, siempre más, lo que uno es desde siempre (en lugar de ser mínimamente aquello que uno está en vías de devenir ), es ciertamente un tipo de recorrido posible, sin duda demasiado banal. Es preciso reconocer, en efecto, que toda vida consiste, en buena parte –la parte que corresponde al modelo juntivo, precisamente–, en la ejecución dócil de programas que el sujeto no ha escogido, o no verdaderamente, y cuyo curso, al realizarlos, solo marginalmente puede modificar, simplemente porque, por mil razones diferentes, se le imponen desde fuera.
Pero, al mismo tiempo, ¿cómo, de otro lado, no ver que, incluso en este marco, hay lugar para sujetos que no se limitan a ejecutar mecánicamente su “programa”? Por “condicionados”, por alienados que estén, por conformistas que sean, tendrán que tomar posición, en un momento dado (aunque solo sea la posición de distanciamiento), ante la suerte que se les ha impuesto, o en todo caso, decidir acerca del sentido (o del no sentido) que en su fuero interno creen posible descubrir en ello. ¡Hagamos al menos esa apuesta metodológica y semiótica tanto como moral y filosófica! Si no, ¿cómo hablar de “identidades” y de “sujetos”? ¿Y cómo entender la posibilidad de interacciones que no se inscribiesen por completo en los límites de programas y de recorridos previamente fijados? Para que los sujetos puedan transformarse, en acto , por sus relaciones con sus semejantes o con el mundo que los rodea, es necesario con toda evidencia que no se hallen completamente encerrados dentro de esquemas de acción y de esquemas identitarios totalmente hechos, sino, por lo menos en algún grado, maleables, abiertos a las contingencias de la experiencia vivida, y aún mejor, disponibles .
En ese caso, en lugar de partir exclusivamente en busca de conjunciones con objetos reconocidos de antemano como si fuesen los únicos que corresponden a lo que exige la realización de algún programa de vida convencional –suerte de confirmación tautológica de su identidad propia–, el sujeto, dejando de proyectar lo existencial sobre lo funcional, deberá admitir que para conocerse no hay otro recurso que lanzarse a un recorrido ampliamente aleatorio de descubrimiento : descubrimiento no de lo que es (pues según esa perspectiva, nada está de antemano completamente definido), sino de lo que está en vías de “devenir” –y eso en la inmanencia de sus relaciones de orden a la vez inteligible y sensible con el mundo que lo rodea–. De golpe, el programa estereotipado puede dejar lugar a algún proyecto de vida auténtico, donde la aventura tendrá necesariamente su parte.
3.2 LÓGICAS DEL VALOR
Solamente en relación con una noción de identidad redefinida dinámicamente, el régimen de la unión se hace concebible, y comienza a tener sentido la idea de encuentros efectivos, susceptibles de producir transformaciones verdaderamente profundas, concernientes, a la vez, a las relaciones entre protagonistas y a la relación misma que un sujeto mantiene de cara a su propio devenir. Indiquemos simplemente, por el momento, que esas interacciones, ejercidas por la mediación del plano sensible, pueden intervenir tanto de persona a persona como a partir de elementos no humanos, y particularmente a partir del contacto con las cosas mismas, incluidos, por supuesto, los textos y los objetos de arte, considerados unos y otros como sujetos o como casi-sujetos, susceptibles de revelar al sujeto de referencia afectado por ellos una parte de sus propias potencialidades, influyendo, momentáneamente o más durablemente, sobre su manera de estar-en-el-mundo.
3.2.1 Tener o ser
Es posible que se nos objete que proyectar hipotéticas diferencias de grados de “profundidad” que afectan a los efectos de la interacción sobre el reconocimiento de regímenes de interacción distintos responde a un proceder circular, por tanto trivial. Sin embargo, para que un actante actúe sobre otro, es necesario, al menos, que de alguna manera se encuentre con ese otro y se confronte verdaderamente con él. Pues bien, eso es precisamente lo que excluye de entrada el régimen juntivo, puesto que, como hemos visto, los protagonistas jamás se ponen allí en contacto directo, sino, a lo sumo, por intermedio de valores reificados que circulan entre ellos. Todas sus relaciones se hallan mediatizadas por transferencias de orden objetal (gracias a las cuales, cada uno toma en cuenta exclusivamente la realización, por su propia cuenta, de un recorrido preprogramado); es la definición misma de ese régimen la que impide considerar en su marco cualquier relación de “influencia”, o, como lo justificaremos más adelante, de “contagio” 8. En las condiciones creadas por el modelo del intercambio y de la junción, los protagonistas, en el mejor de los casos, solo pueden ayudarse mutuamente, y en el peor, entorpecerse unos a otros, funcionalmente, en la ejecución práctica de sus respectivos proyectos, acelerar o retardar, facilitar o complicar la marcha de sus recorridos, pero de ningún modo desviar su trayectoria. Dicho de otro modo, el efecto de las interacciones colocadas bajo ese régimen solo puede consistir en confirmar o en reforzar lo mismo que ese régimen presupone, a saber, las distancias que separan, unas de otras, unidades ancladas cada una en su propia actitud.
A decir verdad, el régimen alternativo, el de la copresencia y de la unión, manifiesta, mutatis mutandis , el mismo género de redundancia, pues permite confirmar también, por su funcionamiento, sus propias condiciones de posibilidad. De hecho, toda influencia en profundidad, de sujeto a sujeto, parece suponer algún grado de afinidades mutuas (o de “inherencia”) entre “partenaires” en trance de interactuar, en parte ya establecidas, como si, según la fórmula consagrada, fuese el “destino” el que hubiese vinculado a uno con otro.
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